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Cada 17 de octubre, en España y el mundo, nos inundan con discursos, promesas y eventos conmemorativos por el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza. Un día donde las instituciones públicas y privadas se visten de gala para recordarnos que la pobreza sigue siendo un problema global. Sin embargo, la pregunta que debemos hacernos es incómoda: ¿de verdad estamos combatiendo la pobreza, o solo estamos jugando a tolerarla mientras nos felicitamos por las migajas que arrojamos al problema?
En España, un país que presume de progreso y modernidad, la pobreza sigue afectando a más de 13 millones de personas, casi un tercio de la población. Las cifras son devastadoras: el Ingreso Mínimo Vital (IMV) no llega a quienes más lo necesitan, los alquileres inalcanzables expulsan a familias enteras de sus hogares, y la pobreza infantil es una realidad que condena el futuro de cientos de miles de niños y niñas. No, no estamos haciendo lo suficiente. Y lo que es peor: hemos aprendido a convivir con la pobreza, a justificarla, a esconderla tras titulares de esperanza que solo maquillan un fracaso rotundo.
Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y la Agenda 2030 nos prometen un mundo libre de pobreza en todas sus formas. Pero mientras esas palabras se multiplican en los despachos, la realidad sobre el terreno es otra: la pobreza en España no solo persiste, sino que se enquista. Los discursos optimistas de las élites políticas y económicas suenan huecos frente a la crudeza de la vida de quienes viven atrapados en la miseria. La pobreza no es solo la falta de dinero, es la falta de oportunidades, la marginación sistemática y, sobre todo, la indiferencia de una sociedad que ha aprendido a mirar hacia otro lado.
Las ONG y las organizaciones del tercer sector llevamos décadas denunciando este abandono. No basta con parches ni con programas temporales. No basta con asistir a quienes sufren: hay que transformar las causas estructurales de la pobreza. Pero ¿dónde está ese cambio real? En lugar de combatir la raíz del problema, se nos ofrece una beneficencia disfrazada de política social que solo perpetúa la dependencia de millones de personas, mientras el sistema que genera pobreza sigue intacto. Nos hemos acostumbrado a ver a la pobreza como algo inevitable, como una sombra que acompaña al progreso, en lugar de reconocerla como la consecuencia directa de un modelo económico y social que beneficia a unos pocos a costa de la mayoría.
La erradicación de la pobreza exige mucho más que buenos deseos o titulares vacíos. Exige estar, estar y estar, junto a los hombres y mujeres que cada día luchan por sobrevivir. No solo como espectadores benefactores, sino como cómplices en su resistencia. La pobreza tiene rostros concretos: es la mujer migrante que no tiene contrato ni derechos; es el joven que, a pesar de su formación, solo encuentra trabajos precarios; es la familia que ha sido desahuciada sin más opción que la calle. Estas son las personas que necesitan más que discursos; necesitan una sociedad que esté a su lado de manera constante y decidida.
Hoy, más que nunca, necesitamos estar, como lo hacen los misioneros y las misioneras que, lejos de la pompa mediática, trabajan incansablemente en los márgenes, donde el dolor es más visible y la injusticia más palpable. Ellos y ellas nos golpean la conciencia, recordándonos que otro mundo no solo es posible, sino urgente. Nos enseñan que la lucha contra la pobreza no es un ejercicio de beneficencia, ni un espectáculo anual de solidaridad institucional; es una lucha diaria por la justicia, por la dignidad humana, por los derechos básicos que siguen siendo un privilegio para demasiados.
La pobreza en España no es una anomalía del sistema, es el sistema mismo. Es el resultado de decisiones políticas, económicas y sociales que favorecen la concentración de la riqueza y la marginación de quienes no tienen voz. No es inevitable, pero seguirá creciendo si no cambiamos de rumbo. Y ese cambio no vendrá de las instituciones que solo reaccionan cuando los números se vuelven insoportables. Vendrá del compromiso decidido de una sociedad que no tolere más la injusticia, que no normalice la miseria, que entienda que la pobreza no puede ser una condena.
El momento de actuar es ahora. No bastan más promesas. La pobreza no puede esperar, y tampoco podemos esperar nosotros y nosotras. Debemos demostrar, entre todas y todos, que otro mundo es posible. Uno donde la pobreza no sea la sombra del progreso, sino un mal extirpado de raíz. Y no lo lograremos con palabras, sino con acciones contundentes, de una vez por todas.
Cada 17 de octubre, en España y el mundo, nos inundan con discursos, promesas y eventos conmemorativos por el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza. Un día donde las instituciones públicas y privadas se visten de gala para recordarnos que la pobreza sigue siendo un problema global. Sin embargo, la pregunta que debemos hacernos es incómoda: ¿de verdad estamos combatiendo la pobreza, o solo estamos jugando a tolerarla mientras nos felicitamos por las migajas que arrojamos al problema?
En España, un país que presume de progreso y modernidad, la pobreza sigue afectando a más de 13 millones de personas, casi un tercio de la población. Las cifras son devastadoras: el Ingreso Mínimo Vital (IMV) no llega a quienes más lo necesitan, los alquileres inalcanzables expulsan a familias enteras de sus hogares, y la pobreza infantil es una realidad que condena el futuro de cientos de miles de niños y niñas. No, no estamos haciendo lo suficiente. Y lo que es peor: hemos aprendido a convivir con la pobreza, a justificarla, a esconderla tras titulares de esperanza que solo maquillan un fracaso rotundo.