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Las crisis de conciencia, las grandes mutaciones vitales, se producen por el desengaño que conduce a la desesperanza. De camino a la muerte, el talento o ciertas disposiciones del ánimo o del carácter nos pueden llevar a pensar, por vía de la creatividad o de la contemplación, que, en esas actividades, está la clave que nos permite recobrar la esperanza.
Una mañana de sábado, me dejé arrastrar por el flujo humano que circula por la plaza del Emperador Carlos V. La masa heterogénea de viajeros se concentraba en las puertas de acceso o de salida de la estación de Atocha. El tráfico rodado era densísimo. El ruido, atronador. Me encaminé hacia la calle de Claudio de Moyano, y, mientras curioseaba entre las casetas de libros, contemplé a un grupo de niños que jugaban al escondite mientras, al otro lado de la calle, un barquillero, ante el Jardín Botánico, como en actitud de desgaire contra el tiempo que transcurre incesante, se mostraba, a sí mismo, ataviado como un chulapo, tras su cesta y su ruleta, como si un personaje de Mesonero Romanos hubiera escapado de las manoseadas páginas de alguno de aquellos libros. Me pareció que, en cierto lugar de Madrid, o de mi cabeza, sonaba un chotis.
Tomé, distraídamente, un astroso ejemplar de 'El escritor y sus fantasmas', de Ernesto Sábato. Lo abrí: “(…) la patria no es sino la infancia, algunos rostros, algunos recuerdos, de la adolescencia, un árbol o un barrio, una insignificante calle, un viejo tango en un organito, el silbato de una locomotora de manisero en una tarde de invierno, el olor (el recuerdo del olor) de nuestro viejo motor en el molino, un juego de rescate”. Dejé el libro, un poco asustado…Justo a su lado, encontré una edición de 'El túnel', del mismo autor. Aboné su precio y me lo llevé. Me senté en un banco del Paseo de Recoletos a descubrir que Sábato, tras comprobar la futilidad de la existencia humana, había entrado en un estado de profunda depresión que le indujo a escribir. Fue, en realidad, solo uno de los muchos trances amargos que Sábato sufriría y que le harían poner en entredicho buena parte de las certidumbres que abrazaba: su propio nacimiento, como décimo de un total de once vástagos; su nombre, el mismo que le había sido impuesto al hermano que le precedió en el orden de nacimientos y que moriría muy prematuramente; su defección del comunismo; su desconfianza en la ciencia; su vacío existencial…Todo ello contribuyó a crear, en él, un pesimismo contra el que, seguramente, lucharía durante la longevidad de sus casi cien años. Pensé que tanto valía hallar el sentido de la vida como invertir una vida entera en buscarlo.
Recordé a Hans Georg Gadamer puesto que entendía yo mi proceso de búsqueda del sentido como una “fusión de horizontes”, en palabras del pensador alemán. Guiado por el ejemplo de Sábato, pensé que lo que más nos apega a la vida es la conciencia de la muerte y la aspiración - no sabemos si estéril - a vencerla por inmanencia o trascendencia, por ciencia o por creencia.
Concluí, en suma, que lo que es imposible de hecho es posible de derecho; así que, decidí que ejercería mi derecho a volver al cine en busca del sentido, pero lo haría planteándome si el cine era el medio idóneo para llevar a cabo esa búsqueda. Necesitaba, por tanto, preguntarme por el cine y necesitaba hacerme esa pregunta dentro de una sala de cine.
Así que, me levanté de aquel banco y volví sobre mis pasos en dirección a la plaza de Santa Isabel. La atravesé, dejando, a mi izquierda, el Museo Reina Sofía y, a mi espalda, el Conservatorio Superior de Música. Anduve, a buen paso, resuelto, como quien tiene muy claro el final al que se dirige y llegué hasta la fachada del benemérito Cine Doré, en sede de la Filmoteca Española. Miré, ávidamente, la oferta que figuraba en la cartelera del día y me decanté, sin dudarlo, por 'La noche americana' (1973) de François Trufffaut. Mientras me dirigía a la sala, me preguntaba cuál sería la visión que el cine había proyectado de sí mismo, cuál sería la esencia del cine, según los cineastas y, si, dependiendo de la respuesta dada a esas preguntas, habría alguna razón por la que mereciera la pena invertir dos horas de una vida en ver una película. Resolví las dudas con el recuerdo de una declaración tajante de Jean Paul Sartre: “Si la literatura no es todo, no merece la pena perder una hora con ella”.
Por entonces, seguía siendo yo un estudiante pobre y, desde esa condición, me permití hacer un contrafactum goliardesco tornando la cita de Sartre en “Si el cine no encierra el secreto de la existencia humana, qué coño pinto yo aquí”. Salí del ensimismamiento arrastrado por el orden de la cola de gente que aguardaba su turno para entrar, y, sobre todo, por la orden de un acomodador que, con gesto hosco y una exhortación inequívoca, me instó a ocupar mi localidad.
La película de Truffaut me pareció una oda al cine, un canto laudatorio y enamorado de un hombre que luchaba contra su falta de talento con el mismo patetismo con el que un alma prendada de otra que no le corresponde lucha vanamente por lograr una conquista que jamás se producirá. El sentimiento de este hombre en aquella película maravillosa quedó plasmado, por él mismo, en 'El cine según Hitchcock', una nueva declaración de amor eterno al cine y un tributo de admiración y de cariño a su maestro. Allí escribió Truffaut: “Era imposible no ver que todas las escenas de amor estaban filmadas como escenas de asesinato, y todas las escenas de asesinato, como escenas de amor.(…) Y me pareció que, en el cine de Hitchcock, decididamente más sexual que sensual, hacer el amor y morir eran la misma cosa”. Para mí, esa intersección entre Eros y Thánatos, entre la eternidad y la nada, era el discurso de 'La noche americana'.
Salí del cine cuando caía ya la noche sobre Madrid. Como tantas veces (todas las veces, en realidad), tomé un café a destiempo, fumé un cigarrillo, y luego otro, y otro más, mientras paseaba a la espera de que amaneciera en la ciudad y se hiciera la luz, también, en mis cavilaciones sobre la verdad y las películas. Pero la verdad es que no sabría precisar si llegué a alguna conclusión permanente cuando despuntó el alba, o si la noche cayó, sobre mí, durante años, o tal vez, se ha hecho la noche sobre mis recuerdos y, con la oscuridad, se me han desdibujado los perfiles que trazan los límites del tiempo. Quiero decir que no sé el tiempo que invertí en ir al cine para sentirlo y pensarlo. Lo único que recuerdo son algunos títulos, y lo que conservo de ellos son un vestigio de la memoria, un retazo de la emoción.
Recuerdo películas que me parecieron una reflexión metacinematográfica, un cúmulo de meditaciones ensayísticas o poéticas sobre el significado y el alcance del cine como expresión espiritual, como la propia película de Truffaut. Entre ellas, una de alguien con quien compartió inquietudes, pasiones y obsesiones: 'El desprecio' (1963), de Jean-Luc Godard, que, como el conjunto de la obra de este creador, es un relato en que los planos de la realidad y de la ficción cinematográfica (y sus ecos literarios) describen trayectorias análogas, particularmente, en los momentos críticos. En la misma línea discursiva, evoluciona 'El aficionado' (1979), de Krzysztof Kieslowski, que da un paso más defendiendo la tesis de que el cine podría influir en el curso de los acontecimientos reales. Iván Zulueta se sumaría, en 1979, a la nómina de cineastas que yuxtaponen realidad y ficción, con su largometraje 'Arrebato'. La película de Zulueta contaría con un precedente en la aportación de David Serrano de la Peña, 'Días de cine' (1977), una muestra de la dificultad de realizar un cine comprometido con la realidad social que España vivía en aquella hora. Datadas en el año 1982, me encontré con dos calas importantes en el subgénero metacinematográfico: por una parte, 'Tootsie', de Sidney Pollack, una elegante e ingeniosa comedia sobre cómo el celo interpretativo de los actores puede llegar a confundirles, incluso, en su identidad sexual; y 'El estado de las cosas', de Win Wenders, que oscila, como es común a su obra, entre la opacidad y el discurso genial, para trasladarnos su visión sobre la necesidad de invertir una voluntad denodada a la hora de superar las barreras que le salen al paso a todo realizador hasta la conclusión de sus proyectos. Una reflexión acerca de la dirección de actores en el complejo mundo de la realización es lo que nos ofrece el iraní Mohsen Makhmalbaf con 'Salaam Cinema (1995). Tom Dicillo, por su parte, dejaría testimonio de su amor al cine y de lo que acarrea la titánica tarea del director a lo largo de un rodaje, en dos películas de 1995: 'Vivir rodando' y 'Living in Oblivion'.
Con una pasión de la misma intensidad, abordó Peter Jackson, junto con Costa Botes, 'La verdadera historia del cine' (1995), que aspira a ser un reivindicativo alegato a favor del realizador pionero neozelandés Colin McKenzie. La fértil añada del noventa y cinco se completaría con 'Bienvenido Welcome', de Gabriel Retes, una historia con dos planos en que un caso de SIDA sirve de vehículo para exponer las dificultades que debe superar todo realizador cinematográfico que pretenda expresarse como autor.
Con el cambio de siglo y de milenio, el cine como medio y como fin, como discurso y como concepto se refractaría de tal manera que el recuerdo y el sueño se sumarían a la ficción y al referente mimético de la realidad…Pero esa es otra película.
Las crisis de conciencia, las grandes mutaciones vitales, se producen por el desengaño que conduce a la desesperanza. De camino a la muerte, el talento o ciertas disposiciones del ánimo o del carácter nos pueden llevar a pensar, por vía de la creatividad o de la contemplación, que, en esas actividades, está la clave que nos permite recobrar la esperanza.
Una mañana de sábado, me dejé arrastrar por el flujo humano que circula por la plaza del Emperador Carlos V. La masa heterogénea de viajeros se concentraba en las puertas de acceso o de salida de la estación de Atocha. El tráfico rodado era densísimo. El ruido, atronador. Me encaminé hacia la calle de Claudio de Moyano, y, mientras curioseaba entre las casetas de libros, contemplé a un grupo de niños que jugaban al escondite mientras, al otro lado de la calle, un barquillero, ante el Jardín Botánico, como en actitud de desgaire contra el tiempo que transcurre incesante, se mostraba, a sí mismo, ataviado como un chulapo, tras su cesta y su ruleta, como si un personaje de Mesonero Romanos hubiera escapado de las manoseadas páginas de alguno de aquellos libros. Me pareció que, en cierto lugar de Madrid, o de mi cabeza, sonaba un chotis.