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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Fotografía de pueblos olvidados

Al bajar esta mañana las cincuenta curvas que llevan hasta una de las pedanías más apartadas de la zona en la que trabajo, pienso en el alivio que estarán empezando a sentir allí con la retirada definitiva del frío y la llegada de la primavera. El camino es precioso en esa época. A veces aminoro la marcha para intentar disfrutar de los recodos y descubrir animales y pájaros que se oyen con la ventanilla bajada.

Desplazarme por las últimas carreteras locales de la provincia de Albacete me hace pensar en las ocasiones en las que escucho hablar de la “España vaciada” como una foto fija de algo que pasó. Pero no es más que un eufemismo. Una parte de España se está “vaciando” cada día desde hace décadas. En mañanas como la de hoy siento, como trabajador social de atención primaria, que mi labor es proporcionar cuidados paliativos a los municipios que parecen no importar ya a casi nadie, acompañando los múltiples duelos de sus habitantes.

Tengo dos visitas que hacer y sé que me esperan. Nadie por la calle. Perros sesteando, el vuelo de gorriones y algún mirlo, la sombra de nubes aisladas y silencio.

María sale a su puerta cuando escucha mi coche. Como siempre, me recibe con una sonrisa y alguna observación sobre mi aspecto físico (esta vez sentencia que el pelo ya está demasiado largo). Comenta que Manuel no está mejor, que no consigue levantar cabeza. Son muchos años ya y la vida que nos ha tocado pasa factura. Trabajo duro desde la niñez, apuros, frío, criar tres hijas y un hijo, envejecer juntos y soledad en pareja.

La chimenea encendida. La casa es fresca y cuesta calentarla aún. Manuel apenas se mueve, así que al calor de las pequeñas llamas se está mejor. Me siento junto a él y cree reconocerme. Se siente flojo esta mañana. El andador le permite moverse dentro de casa, pero a veces cuesta mucho ponerse en pie y caminar unos pasos. María agradece, como cada día, la ayuda de Mercedes, la auxiliar de ayuda a domicilio que acude de lunes a viernes para levantar y asear a Manuel, y al final de cada jornada para acostarle y ponerse a las órdenes de María en las tareas básicas, dejando la casa recogida.

María se sienta con nosotros trayendo la solicitud que le dejé días atrás, acompañándola de un informe médico con fecha del día anterior. Me entrega los papeles haciéndome un gesto de negación con la cabeza y cara de preocupación. Manuel se desorienta cada vez con más frecuencia y los sustos empiezan a ser mayores. Pero ninguno de los dos está dispuesto a abandonar su casa ni su amado pueblo. Sé que sus hijas acuden para cuidarles y acompañarles cada fin de semana y les insisten en que se trasladen a vivir con ellas, pero sienten que la vida en un piso de una gran ciudad no es para ellos.

La conversación se vuelve un repaso de cómo la vejez le ha ido robando a Manuel su fortaleza física, su salud y buena parte de su alegría. Cuentan cómo les fue cambiando la vida después de la primera operación, cómo se iban adaptando a no poder hacer las cosas igual que antes. Manuel dice no recordar su único viaje aéreo, pero para María está presente aquel día en el que pensó que se le moría en sus manos. El “botoncito” funcionó y movilizaron hasta un helicóptero para salvarle la vida. Después de ese día fueron aceptando otras ayudas para permanecer en su hogar. Últimamente los olvidos de María están más presentes y, sin decirlo, le preocupan y la hacen dudar de la posibilidad de estar solos dentro de poco tiempo. El futuro asusta si se piensa.

Todos nuestros recuerdos son de este lugar. Aquí hemos sido muy felices

A veces las palabras tardan en salir de la boca de María. Da la impresión de que teme que al oírlas se hagan realidad. Busca el refuerzo de las fotos de sus hijas, hijo, nietas y nietos para animarse y se quiebra cuando la mirada encuentra la foto de su boda o las de sus padres y hermanos. Todos nuestros recuerdos son de este lugar. Aquí hemos sido muy felices. Me despido de la pareja y María me acompaña hasta la calle. Pregunta si voy a ver a alguien más y le digo que he quedado con Pedro. Hace un nuevo gesto de contrariedad y me cuenta que Pedro sigue acercándose a visitarles y se hacen compañía. Lo define como un hombre bueno y le apena verlo solo. Antes de que Pedro enviudara, Manuel y él conversaban cada día bajo el nogal de la plaza. Muchas veces se unían María y Josefa, la mujer de Pedro. Les gustaba ver las idas y venidas del resto del vecindario. Desde allí se estaba al tanto de todo. Llego a la plaza dando un pequeño rodeo para respirar y cobijarme en el horizonte brevemente antes de ver a Pedro. Estaba, como casi siempre, a la sombra del imponente nogal, a escasos veinte metros de su casa. ¿Vienes de visitar a Manuel?, mira que hemos echado horas sentados en este banco y ahora no puede acercase hasta aquí siquiera. ¡Qué lástima!

Pedro no tiene hijos y es el menor de seis hermanos. Sólo vive uno de ellos en Valencia, al que hace años no ve. Me hizo un nuevo recuento de cuantas personas siguen viviendo en las siete casas habitadas durante todo el año. Sólo dos parejas no están jubiladas aún, pero les falta poco. Nadie con menos de cincuenta y cinco años en la pedanía. Aquí hubo mucha gente viviendo. Había bullicio cuando era joven. Todas las casas tenían al menos una o dos familias. Pedro señaló, como cada vez que converso con él, el edificio donde estaba el colegio. Había chavalería de todas las edades y venía bastante gente de otros pueblos a las fiestas, dijo con orgullo.

Comenzaron a marcharse hace muchos años. Cada persona que se iba ya no volvía, la mayoría de las veces ni para las fiestas. Las casas se olvidaron y desapareció aquello que les daba vida. Primero el colegio, después la caja, las tiendas, los bares… y lo próximo será el médico, que ya sólo viene una vez a la semana por si necesitamos algo. Ahora tenemos que ir al pueblo para casi todo. Y los que no podemos conducir ni tenemos familia dependemos del alguacil del ayuntamiento, que nos acerca cuando no queda más remedio.

Hay quienes acuden aprovechando los festivos de las ciudades, los fines de semana con buen tiempo y en vacaciones algunas semanas. Pero no cuidan el pueblo, dejan suciedad, ruido y prisas a su paso. A pesar de todo, me distrae mirarlos desde la sombra. Siempre me pregunto durante cuánto tiempo más seguirán viniendo.

A la sombra de este árbol me he entretenido siempre, pero ya resulta aburrido

A la sombra de este árbol me he entretenido siempre, pero ya resulta aburrido. Aunque no tanto como estar en casa. Pedro tiene castigada a su televisión por mentirosa. Sólo si ponen algún partido de tenis de Alcaraz la mantiene encendida. Al menos Nadal parece que ha dejado a quien continúe con su legado.

La casa es gélida para Pedro. Me pide ampliar la ayuda a domicilio. Mercedes va con él después de atender a María y Manuel y le hace sonreír y pensar en otras cosas. Pedro le pide que le cuente cosas de su pueblo, mucho más grande, desde el que viene cada día a traer orden, distracción y algo de ternura. Ese tiempo compartido se va haciendo corto para Pedro, así que su interés es que Mercedes pueda permanecer más horas para dar algún paseo por los alrededores. Con el paso de los años, la confianza con ella le hace sentirla como una hija.

Es un hombre sabio, como tantos otros. Sin estudios pero con un enorme sentido común. Su rostro siempre me transmite confianza y firmeza. Los ojos reflejan el fluir de su vida y las ausencias. La mirada hacia el monte y los bosques cercanos le reconforta. Al menos algo permanece.

Pedro me acompaña hasta el coche y antes de meterme en él para iniciar el regreso me dice en voz baja: Mira alrededor. Algunas casas se caen y las que no, están vacías. Ya no hay vida en las calles, ni ruidos, ni juegos. Y por mucho que digan los políticos, tampoco hay ya esperanza. El pueblo se muere, Juan Carlos, como Manuel.

Al bajar esta mañana las cincuenta curvas que llevan hasta una de las pedanías más apartadas de la zona en la que trabajo, pienso en el alivio que estarán empezando a sentir allí con la retirada definitiva del frío y la llegada de la primavera. El camino es precioso en esa época. A veces aminoro la marcha para intentar disfrutar de los recodos y descubrir animales y pájaros que se oyen con la ventanilla bajada.

Desplazarme por las últimas carreteras locales de la provincia de Albacete me hace pensar en las ocasiones en las que escucho hablar de la “España vaciada” como una foto fija de algo que pasó. Pero no es más que un eufemismo. Una parte de España se está “vaciando” cada día desde hace décadas. En mañanas como la de hoy siento, como trabajador social de atención primaria, que mi labor es proporcionar cuidados paliativos a los municipios que parecen no importar ya a casi nadie, acompañando los múltiples duelos de sus habitantes.