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Pronto se cumplirá una década del estallido de crisis, y desde hace unos meses a los europeos se nos viene repitiendo insistentemente que la recuperación ya es un hecho probado y que las políticas de austeridad nos han encauzado de nuevo en la senda del crecimiento y la prosperidad. Ciertamente, podrá haber una leve recuperación económica, pero no percibo ninguna ideológica.
Lejos quedan ya aquellos años en los que nuestra vida cotidiana se entremezclaba con la jerga económica sobre ratings, agencias calificadoras y solvencia de los Estados. Atrás empieza a quedar también la austeridad espartana y los reproches entre estados miembro de la UE, por incumplidores y manirrotos. Hasta Montoro asegura, feliz y satisfecho de sí mismo, que el crecimiento es tal que superamos las expectativas de cualquier país del entorno y, quién sabe, puede que un día de estos en un acto irreflexivo y espontáneo, ese supuesto crecimiento se invierta en el bienestar de la ciudadanía. Quién sabe.
Pero a pesar de que los índices de mercado y las caídas de bolsa son temas que van desapareciendo de nuestras vidas, las consecuencias de la crisis aún están presentes para muchos ciudadanos: cerca de 3,5 millones de personas siguen en paro en España, 1,3 millones aproximadamente de familias tienen a todos sus miembros en paro y uno de cada tres niños se encuentra en riesgo de pobreza y exclusión social. Está pasando. Sigue pasando.
Y es que muchos países aún no hemos llegado a experimentar un crecimiento real, ese que repercute en los ciudadanos, en los servicios sociales, las infraestructuras y la recuperación del Estado del Bienestar.
Pensemos por ejemplo en Grecia. Las protestas en la calle dejaron de ser una constante en la vida política y el Gobierno de Alexis Tspiras ha reducido las quejas hasta el mínimo posible, aceptando resignado los continuos palos de la Troika.
Qué remedio le ha quedado cuando las políticas de austeridad no han dejado ni el menor resquicio de flexibilidad para la negociación durante todos estos años. O cumples o dejaremos que te hundas en la miseria era la consigna.
Durante este tiempo hemos tenido que escuchar disparates de todo tipo: que si los griegos -y, por ende, el resto de países mediterráneos- nos merecíamos lo que nos estaba sucediendo por malgastadores, poco serios y, en definitiva, pobres. Que si Grecia y otros muchos mentían cuando entraron en el sistema de la moneda común, que si los países ricos han perdido miles de millones de euros tirando del carro, que si los alemanes han pagado nuestra deuda con su ahorro…
Lo que no ha interesado contar en el discurso oficial es que durante décadas Alemania, aprovechando la debilidad del euro, se benefició de importar baratísimo de sus vecinos y exportarle a sus precios “alemanes”; o que todos estos años el país haya podido colocar deuda al 0% entre inversores extranjeros, con el inmenso ahorro que ello conlleva; ni todo lo que ha ganado como consecuencia de la crisis griega que, según el diario alemán “Süddeutsche Zeitung”, se cifra en 412 millones de euros como consecuencia de los beneficios derivados de los créditos a Grecia y del programa de compra de títulos del Banco Central Europeo.
En definitiva, el saldo de la crisis deja grandes superávits de los germanos frente a los gigantescos déficits de todo los demás. Ya lo dijeron Stiglitz y Krugman hace unos años: el modelo macroeconómico comunitario se hizo por y para beneficio de los alemanes.
Y sí, los griegos mintieron. No lo justifico pero, ¿alguien piensa que no se sabía cuándo ingresaron en la eurozona? ¿Acaso no miró el BCE a otro lado a la hora de revisar la exactitud de las cuentas?
Parece que no, ya que al fin y al cabo, era un país que aportaba diez millones de habitantes. Diez millones de consumidores que compraban, vendían e interactuaban en el sistema. Luego el modelo falló, porque, de todas formas, tal y como estaba ideado, tenía que fallar. Y los alemanes y los franceses empezaron a quejarse de tener que pagar nuestro modelo de vida derrochador.
No voy a decir que no hubiese algo de verdad en todo esto. Al fin al cabo, por lo que respecta a España, resultaba evidente que el modelo de crecimiento económico era una burbuja que algún día estallaría. Ya hace años en Francia estudié una materia que abordaba el llamado milagro español y “la gran obra” en que nos habíamos convertido, un país de ladrillo cuyo impresionante crecimiento se sostenía sobre la especulación y la corrupción. Y si, finalmente explotó, mientras mis amigos franceses me repetían complacientes una y otra vez que se veía venir.
Algunos países mintieron y falsearon sus cuentas. Y si, algunos se han beneficiado de una manera incorrecta de entrar en el euro. Pero es que el modelo estaba concebido con estos mismos errores que permitieron que sucediera.
Y de ellos se benefició también el norte, repito, principalmente Alemania, que no sólo de pagar deuda vive, sino que también ha experimentado un espectacular crecimiento gracias a la crisis ajena. ¿Pero es que no recordaban que la crisis estalló en EEUU por las malas praxis de sus banqueros? Nosotros fuimos un simple efecto colateral de las prácticas liberales de los bancos y entidades americanas, provocando que cayéramos antes y peor aquellos que no teníamos un sistema lo suficientemente consolidado, debilidad que se agravó por la falta de mecanismos de respuesta de la eurozona.
Evidentemente, parte de culpa tuvimos; lo que no es lógico es que de mutuo acuerdo se dispusiese crear la eurozona como una prolongación de las políticas comunes económicas y de mercado a las que todos pretendíamos converger en la UE, si la idea no era también ayudar al que cae, al que falla.
En un modelo liberal de capitalismo salvaje, en el que cada miembro fuese una empresa y no un estado soberano, con productos sobre los que disponer en lugar de seres humanos, quizá resultaría plausible eliminar al que por sus malas prácticas colapsa el sistema y lo perjudica. Pero estamos hablando de países con ciudadanos comunitarios, que ayudan a sostener ese sistema; sistema que por cierto se ideó precisamente con la finalidad de mejorar sus vidas.
Por ello, aunque todos compartamos la conclusión de que la situación a la que hemos llegado no es la deseable, cuando se llega, el que cae debe ser ayudado por los otros. Ayudar no es sinónimo de humillar y castigar y ya hemos tenido suficiente los países del Sur con los recortes y las reestructuraciones dictadas por Berlín.
Y sino, ¿para qué seguir con todo este tinglado de la UE?
Pronto se cumplirá una década del estallido de crisis, y desde hace unos meses a los europeos se nos viene repitiendo insistentemente que la recuperación ya es un hecho probado y que las políticas de austeridad nos han encauzado de nuevo en la senda del crecimiento y la prosperidad. Ciertamente, podrá haber una leve recuperación económica, pero no percibo ninguna ideológica.
Lejos quedan ya aquellos años en los que nuestra vida cotidiana se entremezclaba con la jerga económica sobre ratings, agencias calificadoras y solvencia de los Estados. Atrás empieza a quedar también la austeridad espartana y los reproches entre estados miembro de la UE, por incumplidores y manirrotos. Hasta Montoro asegura, feliz y satisfecho de sí mismo, que el crecimiento es tal que superamos las expectativas de cualquier país del entorno y, quién sabe, puede que un día de estos en un acto irreflexivo y espontáneo, ese supuesto crecimiento se invierta en el bienestar de la ciudadanía. Quién sabe.