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Esta frase del filósofo griego Epicuro, escrita en el siglo III antes de Cristo, me quedó grabada a fuego en mi juventud cuando la leí por primera vez. Han sido muchas veces en mi vida las que la profunda reflexión que encierra ha retumbado en mi cerebro, pero pocas con la intensidad con la que el pasado fin de semana este pensamiento ha rondado mi cabeza.
El motivo no ha sido otro que la concatenación de desgracias que, desde que Filomena asoló Toledo, se han cebado con el patrimonio vegetal de Toledo. El sábado por la mañana, mientras desayunaba, conocí la salvaje mutilación del taray centenario del parque de Safont junto al Tajo. Poco después, cogí el coche y recorrí hasta acercarme todo lo que pude a un paraje que tenía ganas de ver desde hacía unos días: el pinar de La Bastida. Al ver aquella hecatombe vegetal, confieso que sentí una pena hondísima. Aún aturdido, volví al coche y decidí descender por la carretera de Piedrabuena, donde mis ojos asistieron atónitos a la devastación de las encinas en el entorno de la Quinta de Mirabel y a los graves daños visibles desde la carretera en el precioso Cigarral de las Mercedes.
Creo que ninguno de nosotros pudo jamás imaginar que la mayor catástrofe para el arbolado de Toledo pudiera venir, no por una sequía ni por un incendio, ni siquiera por una violenta tormenta, sino por una tremenda nevada… ese fenómeno meteorológico que muchos llevábamos años añorando que sucediera pero que nos ha enseñado su cara menos amable y bucólica, llevándose por delante miles de árboles y destapando algunas graves carencias en la manera en que la ciudad está afrontando sus consecuencias.
Al igual que sucede con otros sectores en su colapso ante la pandemia, la gestión del patrimonio vegetal de la ciudad de Toledo ha tenido en Filomena su particular catarsis. De este modo, lo que ya muchos veníamos denunciando y reclamando desde hace años (es un problema que ninguna corporación ha afrontado), se manifiesta como más necesario que nunca. Me refiero a un Plan de Arbolado Municipal, que si ya era hace un mes algo conveniente en un mundo que quiere caminar por la senda de la sostenibilidad, ahora es sencillamente urgente y esencial en el futuro de la ciudad.
Filomena no solo ha acabado con miles de árboles en nuestro término municipal, sino que ha puesto sobre la mesa, por ejemplo, que la ausencia de un catálogo municipal de árboles monumentales protegidos conlleva graves riesgos como es permitir que un árbol centenario sea mutilado sin razón ni criterio por una persona (aún desconocemos quién) que ignora por completo el valor de ese coloso vegetal. La educación ambiental y la divulgación de nuestro patrimonio vegetal son claves para evitar que sucesos como este se repitan.
Ya antes de Filomena muchos veníamos clamando hace años ante la vergüenza que suponen los centenares, por no decir miles, de alcorques vacíos que hay en las aceras de la ciudad, esperando lustros a alojar un árbol que haga la ciudad más amable, más bella, más sostenible, más respirable, más sombreada… en definitiva, más humana.
Clamábamos también por el modelo urbanístico de las últimas décadas, que ha condenado a barrios enteros a tener calles sin un solo árbol en viales trazados en el siglo XXI (el caso de La Legua roza lo demencial), o que ha generado una ciudad con un archipiélago de barrios sin conexiones verdes entre ellos, obligando al uso del vehículo para ir de uno a otro.
Lamentábamos el estado de muchas de nuestras zonas verdes, desprovistas a menudo de la densidad arbórea que se presupone a un parque, o con una escasa o nula reposición de marras en aquellos más envejecidos como Recaredo, la Vega-Sisebuto, el Carmen o el Tránsito. Reclamábamos la plantación de árboles en las decenas de calles con amplias aceras que carecen de arbolado (Palomarejos, Polígono, Cuesta de la Armas, entorno del Alcázar), o en espacios del centro histórico en los que un solo árbol podría transformarlos en lugares más acogedores. En definitiva, veíamos que el modelo de gestión debía actualizarse.
Como indicaba en la cita con la que abría el artículo, los amantes de los árboles en Toledo tenemos estos días la amarga sensación de la derrota, de que todo ha terminado. Pero yo quiero ser como Epicuro y creer que este es el principio de todo. Un principio obligado por las circunstancias, sí, pero un principio, al fin y al cabo. Por eso reclamo aquí y ahora la redacción urgente de un Plan de Arbolado, que debe ser un documento no solamente técnico (que también) sino principalmente conceptual, casi filosófico. Debe definir qué relación quiere tener en el futuro Toledo con los árboles, definir cómo queremos que nuestros hijos y nietos afronten la necesaria convivencia entre el ser humano y el mundo vegetal, siendo conscientes que de esa relación dependerá la calidad de vida y la salud de los toledanos del futuro.
Toledo cuenta con excelentes técnicos municipales en materia de medio ambiente, ellos no son el problema ni mucho menos, pero a menudo se topan no solo con la ausencia de medios técnicos y económicos, sino con algo mucho más grave: la ausencia de un rumbo. Ese rumbo, ese marco, lo debe definir ese Plan de Arbolado, que lógicamente deberá también asentarse sobre un planeamiento superior donde encaje, llamado Plan de Ordenación Municipal, también claramente necesario, pero del que ahora no es el momento de hablar.
Estoy seguro de que en el actual contexto, en el que los fondos de recuperación y los Objetivos de Desarrollo Sostenible van a priorizar los proyectos ligados a la sostenibilidad, pueden existir potentes vías de financiación que doten al Plan de Arbolado del suficiente músculo como para pasar del papel a la realidad, pero urge en primer lugar definir y consensuar ese futuro verde que los toledanos nos merecemos para, secuencialmente, ir desarrollando actuaciones concretas recogidas en ese plan a medio y largo plazo, fuera de polémicas políticas y de proyectos de legislatura, e integradas en una especie de pacto de Toledo con los árboles y el medio ambiente en general que se proyecte hacia el futuro.
Esta frase del filósofo griego Epicuro, escrita en el siglo III antes de Cristo, me quedó grabada a fuego en mi juventud cuando la leí por primera vez. Han sido muchas veces en mi vida las que la profunda reflexión que encierra ha retumbado en mi cerebro, pero pocas con la intensidad con la que el pasado fin de semana este pensamiento ha rondado mi cabeza.
El motivo no ha sido otro que la concatenación de desgracias que, desde que Filomena asoló Toledo, se han cebado con el patrimonio vegetal de Toledo. El sábado por la mañana, mientras desayunaba, conocí la salvaje mutilación del taray centenario del parque de Safont junto al Tajo. Poco después, cogí el coche y recorrí hasta acercarme todo lo que pude a un paraje que tenía ganas de ver desde hacía unos días: el pinar de La Bastida. Al ver aquella hecatombe vegetal, confieso que sentí una pena hondísima. Aún aturdido, volví al coche y decidí descender por la carretera de Piedrabuena, donde mis ojos asistieron atónitos a la devastación de las encinas en el entorno de la Quinta de Mirabel y a los graves daños visibles desde la carretera en el precioso Cigarral de las Mercedes.