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“Las herramientas del amo no destruyen la casa del amo”, escribió hace años la feminista americana Audre Lorde. Así, como suele citarse, fuera de contexto, es una frase extraña: no nos aclara por qué se supone que no lo hacen. Por el contrario, uno se imagina el martillo del amo y no aprecia en él ninguna propiedad mágica que impida comenzar a desmantelar con él la casa, una vez, eso sí, en la mano adecuada. Representado en algo tangible y manejable como un martillo (que hasta tiene un mango para agarrarlo bien), el poder es algo que puede tomarse, algo a lo que puede accederse. Se intuye, aun así, que hay mucho de cierto en la sospecha. Pero esa verdad no está en el martillo: que sea difícil destruir la casa del amo tiene más que ver con cómo funcionan las cosas y las personas dentro de la casa del amo.
Pensemos en lo ocurrido en Madrid durante la proclamación de Felipe de Borbón como rey, y en “el Derecho” como herramienta del amo, que es como lo percibe una parte creciente de la ciudadanía. Varios días antes de la proclamación, los medios de comunicación, quizás particularmente los de izquierdas, se apresuraron a informar sobre la prohibición de exhibir banderas y símbolos republicanos a lo largo del recorrido del nuevo rey, una medida que, decían, incluso contaría con el visto bueno jurídico de un informe de la Abogacía del Estado. Resulta interesante comprobar que la práctica totalidad de las críticas realizadas a esta decisión se realizaron desde la argumentación política y no la jurídica. Semejante prohibición engordó un poco más, sí, a ese elefante en el salón, imposible ya de ignorar, que es el carácter autoritario y antidemocrático de las políticas de orden público de la Delegación de Gobierno y de Madrid y del Gobierno en general. Pero pocos cuestionaron la legalidad de la misma, acostumbrados a que tanto las normas como la actuación política puedan ser arbitrarias, autoritarias y antidemocráticas.
Pero es que semejante decisión, la de prohibir la exhibición de banderas, es flagrantemente ilegal. En una democracia sana no debería hacer falta ser jurista para percibirlo y denunciarlo: para usar el derecho como herramienta de defensa. La argumentación aportada por la Delegación de Gobierno era tan pobre (porque los únicos conflictos que exhibir la bandera hubiera generado eran simbólicos o generados por la propia prohibición), que la propia Cristina Cifuentes tuvo que negar que se hubiera prohibido tal cosa y hacer un poco de “ingeniería jurídica” (igual de pobre) para justificar las detenciones que tuvieron lugar. Las detenciones no estuvieron motivadas por mostrar banderas, decía Cifuentes, sino por resistencia a la autoridad. Curioso y viejo argumento: uno tiene un derecho fundamental, sí, pero si la policía le impide ejercerlo, resistirse es delito. Pues no, no es así. Ya hemos hablado aquí del llamado “efecto desaliento”, que implica que esas medidas sean inconstitucionales e ilegales. Y es más, la jurisprudencia constitucional y la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos le responderían a Cifuentes que en semejantes circunstancias existe un derecho a la resistencia frente a los actos arbitrarios del poder público.
Dos aspectos de todo este asunto, por lo general inadvertidos. Primero: en un país que produce al año más de 10.000 graduados en derecho ¿dónde están las críticas jurídicas a algo tan manifiestamente ilegal? Lo segundo: ¿está en general tan mermada la cultura de los derechos en nuestro país que ni cuestionamos la legalidad de una medida como esta? ¿Hemos asumido que el derecho no solo no destruye la casa del amo, sino que lo natural es que destruya la nuestra? Hay que tener presente que esa percepción genera una buena dosis de aquiescencia generalizada hacia la destrucción de logros sociales. Cada bandera no mostrada simboliza cientos de personas situadas, más forzosa que voluntariamente, al margen del Derecho; personas que no lo usarán siquiera como herramienta defensiva. Las herramientas del amo, continúaa la cita de Audre Lorde “quizás nos permitan vencerle temporalmente en su propio juego”. No renunciemos a victorias temporales.