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Indultos: hacia una unidad libre y no forzada

Aragonès y Junqueras se abrazan

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Indultar es una atribución constitucional del Presidente de Gobierno. Cuantitativamente, no es algo excepcional: J.M. Aznar indultó a 5.956 condenados, J.L. Zapatero a 3.147 y M. Rajoy a 962. Esto supone un cierto descenso en la frecuencia de esta medida; en el mismo orden, tales cantidades supusieron 2,07 indultos por día, reducidos a la mitad con 1,23 y de allí a su tercera parte con 0,4 indultos diarios, por el menos indulgente. 

Cualitativamente, Aznar indultó a Vera y Barrionuevo, condenados por usar métodos terroristas contra los GAL. El Partido Popular indultó a 26 agentes de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad condenados por aplicar torturas; el PSOE hizo otro tanto con 13 más. Tejero y Armada fueron indultados con el beneplácito del Supremo por “razones de utilidad, no de justicia”. No obstante, el Tribunal Supremo se opone a que se conceda el indulto a los nueve condenados por el Procés, argumentando su falta de “arrepentimiento.”

Ante estos datos, resulta oportuno ensayar algunos argumentos que legitimen la decisión presidencial favorable a concederlos, e intentar una respuesta a la oposición de los magistrados del Supremo. Para estos dos escenarios, político y jurídico, conviene distinguir entre delitos que suponen el uso de la fuerza (la cual por definición ha de estar monopolizada por el Estado) de aquellos que -sin el uso de la fuerza- realizan un acto simbólico de escasa duración temporal y de eficacia nula. Es estrictamente necesario que quien hubiera usado la fuerza contra otras personas explícitamente prometa que no volverá a hacerlo. Pero lo que piensen los que no usan la fuerza para imponerlo es irrelevante si no es mayoritario en términos de respaldo electoral ciudadano. Es una cuestión política; no resultó conveniente judicializarla porque lejos de resolverla la agravó y amenaza seguir haciéndolo.

La unidad territorial es un valor constitucional, sin duda. Pero hay dos modos de defenderlo: por la fuerza o por la razón. Este último modo es propio de la democracia, el anterior es sólo su ultima ratio; en las dictaduras es a la inversa: la fuerza es su primera y única razón de ser.

¿Una, grande y libre?

Cabe poner en cuestión aquel lema del franquismo que reflejaba a las claras la decisión del régimen de mantener la unidad territorial a la fuerza; entendiendo su grandeza como una dimensión cuantitativa o geográfica, y a la libertad como un detalle decorativo. Es evidente que partido único, sindicato único y nacionalcatolicismo no dejaban espacio alguno para la libertad.

En realidad, el franquismo tampoco defendió la unidad ni la grandeza territoriales: el Sáhara Occidental, con una superficie ocho veces mayor que Cataluña, y que fuera la provincia Nº 53 de España hasta 1968, fue entregado a Marruecos y a Mauritania a cambio de algunos beneficios económicos en la explotación del fosfato y de los caladeros de pesca sobre el Atlántico y el Mediterráneo, mientras Franco vivía. De nada sirvieron las frecuentes resoluciones de Naciones Unidas respecto a la conveniencia de un referéndum para garantizar el derecho a la libre determinación del pueblo saharaui. Hoy, la Misión de la ONU en los territorios ocupados, es la única en el mundo que no tiene una oficina de derechos humanos por exigencias de Marruecos.

Vimos recientemente la reacción del Rey de Marruecos ante el gesto humanitario español de hospitalizar a Brahim Gali, Presidente de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD, reconocida por 88 países). Si el Rey alauí se permite utilizar como ganado a más de 10.000 de sus ciudadanos para entrar en Ceuta y chantajear a un país de la Unión Europea, ¿qué trato les puede llegar a dispensar a los saharauis?

Por su parte, Gali se avino a responder ante el juez Santiago Pedraz, de la Audiencia Nacional, por los crímenes que se le imputan y salió absuelto. Pero aún cuando se le hubiere condenado, habría seguido pendiente el reconocimiento de la RASD o del derecho que tienen los saharauis sobre su territorio. Una sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea del 27 de febrero de 2018, así lo recuerda. 

Conforme al principio de justicia universal, el mismo Rey de Marruecos debiera visitar la Audiencia Nacional por los crímenes de lesa humanidad que continúan perpetrándose contra los saharauis. Sin embargo, recibió de Donald Trump el reconocimiento norteamericano de la soberanía marroquí sobre el Sáhara, en este caso el precio que pagó el Rey marroquí fue reconocer la soberanía de Israel sobre Palestina. Estos negocios se sitúan en las antípodas de la dignidad y de la grandeza.

Libre, grande y una

Lo propio de un Estado social y constitucional de derecho sería invertir tal lema; lo que no es un mero juego de palabras: Libre, grande y una, parece una fórmula más atinada respecto a la jerarquía axiológica de Max Scheler. Si Jacques Maritain -sobre el que hiciera su tesis doctoral Gregorio Peces-Barba- proponía un “orden de conceptos”, podemos ver la conveniencia de plantear un “orden de valores”. Porque a diferencia de las matemáticas, en las que el orden de los sumandos no altera la suma o el orden de los factores no altera el producto, en política el orden de los valores resulta decisivo.

“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”. Solo pueden considerarse Estados de Derecho en sentido estricto los que garantizan la libertad de personas y pueblos. Tal es la condición para la paz al interior de los Estados y entre ellos. “…por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”, concluía el Hidalgo.

El indulto de los independentistas resulta, por tanto, impostergable. No se les puede imponer que cambien su modo de pensar. Pero sí se puede convencer a la ciudadanía catalana de que tiene sentido formar parte de un Estado que respeta y garantiza la libertad de conciencia de todos y cada uno, conforme al artículo 16 de su Constitución; un Estado que, formando parte de la Unión Europea, se hace grande cualitativa y políticamente, al asumir la garantía de este derecho hasta sus últimas consecuencias.

La unidad entre ciudadanos libres, tratados como adultos y no con ese esperpento de paternalismo que consagró el franquismo, podría ser el resultado. De este modo, todos saldríamos ganando y sería plenamente pertinente la interpretación de Antonio Machado en 1938: “Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro... Quizá la hemos ganado.”

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