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Lucía, la última

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Desde el llano apenas se intuye el desnivel que hay que afrontar para llegar a la aldea. Supone algo así como una montaña invertida con rocas superficiales y una estrecha carretera que salva ambas laderas como una línea marcando el límite del precipicio.

Abajo, quieta, el agua del pantano. Escasos y pequeños árboles, matorrales de interior mezclados con aromáticas y viento. Siempre viento en esta época. Las casas se empiezan a ver después de las dos primeras decenas de curvas. La indicación vial para entrar con el coche es artesanal y sólo se distingue cuando la buscas sabiendo que ya debe estar cerca.

Este fue el pueblo original. Aún una vez cada año viene gente de muchos lugares para llegar hasta el templo que parece presidir el paisaje. Firma humana reivindicando el dominio sobre todo lo que se ve desde allí.

Pocas calles y más de la mitad de las casas ya no son habitables. Con el coche no se puede llegar a todos los lugares, así que Lucía siempre sale a recibirme y abre las portadas de una pequeña parcela junto a la entrada de su vivienda. El día que la conocí me explicó que esa era la única forma que tendría de poder darle la vuelta al coche para salir cuando quisiera volver al pueblo.

Conozco a Lucía desde hace 12 años. Ahora tiene 91. Su casa es la casa donde vivió de pequeña con su familia. Su padre era el médico de un pueblo con vida, con gente.

Trabajadores y trabajadoras, niños y niñas transitaban aquellas calles hasta que empezaron a trasladarse varios kilómetros más arriba, en el llano, para fundar un nuevo pueblo en un lugar más cómodo. Y así comenzó el éxodo que dejó el núcleo original olvidado hasta el punto de que sólo Lucía duerme allí durante la mayor parte de los meses del año.

Sus hijas han tratado de convencerla para quedarse en Valencia a vivir con ellas, pero no quiere ni oír hablar de eso. Lo más que han conseguido es que los dos o tres meses en los que las heladas hacen excesivamente peligrosa la carretera, ceda a la petición familiar. Va a la ciudad y allí espera impaciente una subida suficiente de temperatura como para volver a su vida preciada.

Algunos fines de semana vienen a verla. A veces las hijas y otras las nietas, o todas a la vez. En otras ocasiones las nietas llevan a amigas y amigos para presumir de abuela y de pueblo idílico para desconectar (del todo, ya que no hay cobertura para los teléfonos móviles) y disfrutar de la naturaleza.

Pero a Lucía le estorban cuando pasan los días y hay más de dos personas con ella. Le estorban porque le roban los sonidos que vienen de fuera, le distorsionan sus rutinas y se multiplican las tareas que no tiene cuando está sola.

Lucía ama y disfruta cada día esa casa y el paisaje alrededor. A pesar de su edad es capaz de hacer casi todo: cocina, cose, limpia, pasea, lee y habla mucho por teléfono. Largas conversaciones de quien no enciende la televisión porque desde su salita preferida tiene unas vistas impresionantes de todo el valle y el embalse, de quien se entretiene viendo el vuelo de las rapaces en lugar de coches y gente yendo y viniendo. Conversa con algunas amigas aún vivas y con sus hijas y nietas. Lo hace con la prisa de a quien le da igual atender sus tareas ahora o cuando se pueda.

El primer día me enseñó orgullosa su casa. Me contó historias de su madre, de su infancia en aquel lugar y, sobre todo, cosas de su padre, el médico del pueblo cuando era niña. La consulta estaba dentro de la casa. Al entrar me sorprendieron los techos altos y las amplias puertas de madera a la izquierda. Orgullosa, me explicó que esa estancia con baldosas antiguas y zócalos ornamentados es la sala de espera donde los pacientes aguardaban su turno.

Desde allí se accede a la consulta, también con azulejos artesanales y zócalos que rezuman frescor e historias de otra época. Lucía conserva allí muebles de su padre, vitrinas para guardar el instrumental y botes de porcelana con esencias farmacológicas. El resto de la vivienda es tan complicada como el terreno donde se levanta. Escalones para arriba y para abajo al pasar de una estancia a otra. Todo lleno de muebles antiguos en perfecto estado y muchas ventanas para permitir entrar el sol y el aire y dejar salir a volar a la imaginación y el espíritu.

Desde entonces he ido muchas veces a verla y hemos hablado por teléfono muchas más. En ocasiones me tiene preparadas pastas hechas con sus manos, en cajas de colores y envueltas como el regalo que son. La última vez me explicó que sólo podía hacerlas de un tipo porque ya no le quedaban bien las otras. “Me he hecho mayor y ya no me salen bien del todo, así que he decidido no hacer más de las que no quedan bien y centrarme en las que sí”.

Con el paso del tiempo, permitió que la auxiliar de ayuda a domicilio fuera una vez por semana para ayudarle con las tareas que a ella le resultan más difíciles de hacer. Para hacer gestiones y compras llama a Antonia, vecina del pueblo, el de arriba, el nuevo, a la que por su edad trata como si fuera una nieta postiza a la que debe enseñar a afrontar la vida porque sabe que lo necesita.

Ella escucha y ha aprendido a respetar a su abuela prestada hasta hacerle caso en algunos de sus consejos. Lucía consigue transporte y ayuda a Antonia de la manera más importante. Antonia logra algo de dinero como transportista y aprende de Lucía lecciones que su madre no ha podido darle nunca porque también las desconoce.

Así han ido transcurriendo los años hasta hace dos días. Lucía me llamó con voz serena, como siempre. Pensé que me querría recordar las semanas que llevo sin verla. Me preguntó si me acordaba de que la mayor de sus hijas se jubilaba el mes que viene y tenía pensado pasar épocas con ella en su casa de la aldea para cuidarla, porque a los 91 años “una ya está para que la cuiden un poco”.

“Juan Carlos, a mi hija le ha dado un ICTUS y está en la UVI en Valencia. Fue hace tres días y yo imaginaba que algo pasaba, porque no pude hablar con ella por la noche, como siempre. Ayer vino una de mis nietas y me lo contó. Esta tarde nos vamos a Valencia. Recojo las cosas que necesito y me voy con ella. Tengo que cuidar a mi hija; a la misma que quería venir a cuidarme a mí. Ella está grave y si sale de esta no saben cómo va a quedar. Mi sitio está junto a mi hija. No sé si podré volver algún día, así que quiero contarte varias cosas: Le he dicho a Antonia que te llame y que te haga caso como me hace a mí. Te aprecia mucho, así que lo hará. Le he dado una caja de pastas que te tenía preparada para cuando vinieras. Y lo último es que quiero agradecerte que estuvieras dispuesto estos años a escucharme y venir a verme a casa”.

Mientras me hablaba apenas le cambió la voz salvo cuando nombró la posibilidad de no volver a su casa. Me costó contestarle sin que me brotaran los sentimientos. Sentí por un momento compartir el vacío de una despedida urgente y definitiva. Se va la última.

El sol seguirá entrando por las ventanas de la antigua consulta del médico, pero no habrá ningún espíritu volando junto a las rapaces.

Desde el llano apenas se intuye el desnivel que hay que afrontar para llegar a la aldea. Supone algo así como una montaña invertida con rocas superficiales y una estrecha carretera que salva ambas laderas como una línea marcando el límite del precipicio.

Abajo, quieta, el agua del pantano. Escasos y pequeños árboles, matorrales de interior mezclados con aromáticas y viento. Siempre viento en esta época. Las casas se empiezan a ver después de las dos primeras decenas de curvas. La indicación vial para entrar con el coche es artesanal y sólo se distingue cuando la buscas sabiendo que ya debe estar cerca.