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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Manuel Azaña actualizado

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No siempre fue muy eficaz Manuel Azaña como mandatario. El historiador Ángel Viñas, en su reciente libro ‘El gran error de la República’, escribe que la Dirección General de Seguridad (DGS), dependiente del Ministerio de la Gobernación, logró “meter a un espía en la cúpula de la UME [Unión Militar Española], por lo que el Gobierno sabía lo que pasaba, pero Azaña, ya como presidente del Consejo de Ministros, se carga en febrero del 36 al equipo de la DGS”.

Se dejaba engañar por esos militares levantiscos que fraguaron el golpe de julio. Al embajador de Francia le dijo que “la supuesta agitación de los militares no consiste sino en conversaciones de café entre oficiales monárquicos”. E inconcebiblemente salvó al general Sanjurjo del pelotón de fusilamiento, condenado por protagonizar un fallido golpe de Estado contra la República en 1932. Pero Azaña encarna como nadie el perfecto canon republicano, encauzado en sus impecables discursos.

Realidad inapelable fue que Azaña desarrolló su pensamiento, su gran capacidad crítica, como un auténtico escritor. Antes de entrar en política, cuando ya había cumplido 50 años, era bien conocido en el mundillo cultural, habiendo sido galardonado con el Premio Nacional de Literatura por su biografía ‘Vida de don Juan Valera’.

‘La Velada en Benicarló. Diario de la guerra de España’, quizá es su mejor obra, considerada como su testamento político y la esperanzada hipótesis de cómo la parte leal, en el conflicto, debería haberse sometido a la legalidad republicana, y no optar por la revolución a la que las desfavorables circunstancias obligaron. Azaña anhelaba una república laica y burguesa.

El estilo literario de esta novela dialogada es inmejorable, como se puede comprobar en el trecho en el que el doctor Lluch dice: “Contra el insomnio tengo unas pastillas de mucha fuerza”, a lo que el exministro Garcés responde: “No las quiero. Temo abandonarme al sueño. Prefiero seguir a brazo partido con mis pensamientos. Luchar con ellos es una forma de la esperanza. ¿Usted no conoce ese estado?”. El escritor Morales, ‘alter ego’ de Azaña, replica utilizando una cabal expresión de creador: “Conozco el pavor de despertar”.

El año pasado se cumplió el 80 aniversario de la muerte de Manuel Azaña y el medio siglo de la revolución de las Comunidades de Castilla. Este año, sin embargo, la editorial Reino de Cordelia ha conmemorado ambas onomásticas, editando un ensayo que fue publicado en la revista La Pluma, que Azaña fundara, y en el que desaprueba el ‘Ideárium español’, del granadino Ángel Ganivet.

 El libro, cuyo título editorial es ‘Comuneros contra el Rey’ queda dentro de una serie de entregas de Azaña que agrupa Reino de Cordelia, siempre prologadas o editadas por José Esteban, Isabelo Herreros o ambos. La edición de esta última a que nos referimos está a cargo de Isabelo Herreros, un investigador toledano con muchos libros en su haber referidos a la Segunda República, la guerra civil, el exilio y la represión franquista.

Son muy curiosas algunas de sus publicaciones: ‘La conquista del cuerpo’, sobre la tolerancia y la libertad republicanas, así como ‘El cocinero de Azaña. Ocio y gastronomía en la República“ o ‘El libro de cocina de la República’. Fue director de la revista Política y actualmente es presidente de la Asociación Manuel Azaña. Vivió bastantes años en Madrid y ahora reside en la zona de Talavera de la Reina.

‘El Idearium de Ganivet’ sobre todo se centra en la errada opinión del diplomático suicida en torno al fenómeno de las Comunidades de Castilla. En el amplio prólogo que precede al trabajo azañista, Isabelo Herreros da cuenta de las consolidadas facetas del inmenso intelectualismo que el presidente republicano siempre mostró, detentando, según Santos Juliá, “una curiosidad sin límites, gusto por los documentos, capacidad y método de trabajo, lecturas sin tasa”.

Para Azaña, el Parlamento era decisivo como centro, y así lo señala el prologuista, de la acción política. Y, sigue comentando Herreros, que “la obra modernizadora de la República hay que contemplarla en sus dos primeros años, donde se aprecia claramente la mano y liderazgo de Azaña, lo que queda reflejado, sobre todo, a partir de la publicación de sus intervenciones parlamentarias.” Bien, pero luego vino lo de Casas Viejas y demás.

Azaña pensó escribir un extenso corpus crítico sobre la generación del 98, la que no era totalmente santo de su devoción. En este estudio sobre Ganivet, rechaza la postura tradicionalista como emblema del alma española, postura que se puede extender a gran parte del 98; recuérdese el “¡Que inventen ellos!” unamuniano, generado en una polémica con Ortega y Gasset, máximo exponente de la generación del 14, generación a la que, además de por edad, por pensamiento pertenece Azaña.

Ganivet afirma: “Los comuneros no eran liberales o libertadores, como muchos quieren hacernos creer, no eran héroes románticos inflamados por ideas nuevas y generosas; eran castellanos rígidos, exclusivistas, que defendían la política tradicional y nacional contra la innovadora y europea de Carlos I”.  Es decir, que abogaban por el feudalismo. Azaña replica que la guerra comunera fue una revolución moderna: “Merced a los comuneros, el devenir constitucional de España tomó tal rumbo que, mirando al fondo de las cosas, no se ha modificado todavía”.

La periodista Josefina Carabias (1908-1980) publicó el libro ‘Azaña. Los que le llamábamos don Manuel’. Lo publicó en Plaza & Janés en 1980 y resultó ser póstumo; envió a la editorial el manuscrito y aun estando el libro en imprenta falleció de un infarto a las pocas semanas.

Ahora lo ha reeditado Seix Barral con prólogo de Elvira Lindo, para quien la pionera periodista se propuso, con éxito, “ser atractiva, jamás verbosa, no engolfarse en la faena, huir de la retórica, estar al servicio de los lectores. De ese estilo fue la maestra”.

 El libro de Carabias no es una biografía al uso. Relata, además de los graves acontecimientos históricos, lo que le prometió al escritor y político que en vida no contaría, siempre desde la excelente relación de ambos, basada en un “trato superficial, pero siempre afectuoso”. Antes de periodista, Josefina fue ateneísta; y ahí empieza todo. En el Ateneo de Madrid es donde la carrera de Azaña arranca.

A Josefina Carabias no le convencía ese interés de Azaña por Juan Valera: “Me divertía pincharle diciéndole que no me explicara que ‘Pepita Jiménez’ se considerase como una obra maestra”. Y él le respondía: “Lo fue en su tiempo”. Y se alargaba diciendo que creía que valía la pena escribir la biografía de Valera, y proféticamente le vaticinaba: “A lo mejor, un día escribe usted la mía con muchos menos motivos, y los jóvenes de aquel tiempo futuro le dicen que ‘El jardín de los frailes’ es un pestiño insufrible”.

Cuando Azaña pronunció la frase-anatema “España ha dejado de ser católica”, casi todos se rasgaron las vestiduras no comprendiendo su comprensible razón. Los socialistas pretendían añadir una enmienda a ese polémico artículo 26 de la Constitución, por la que se proponía la disolución de todas las órdenes religiosas, a lo que Azaña replicó: “¿Es que son lo mismo las monjas que están en Cebreros o las bernardas de Talavera o las clarisas de Sevilla, entretenidas en bordar acericos y en hacer dulces, que puedan ser los jesuitas?”.

Se le admiraba y se le denostaba en grandes bocanadas. Carabias interpreta que “la división entre ‘azañófilos’ y ‘azañófobos’ [no se] correspondía exactamente con la división entre izquierdas y derechas”.

Juan Manuel de Prada acaba así un artículo, soez e incontinente, publicado en ABC en diciembre pasado, a raíz de la asistencia de Felipe VI a una exposición sobre Azaña en la Biblioteca Nacional: “Ver al Rey homenajeando a aquel gran lírico del odio da mucha pena penita pena”. 

No siempre fue muy eficaz Manuel Azaña como mandatario. El historiador Ángel Viñas, en su reciente libro ‘El gran error de la República’, escribe que la Dirección General de Seguridad (DGS), dependiente del Ministerio de la Gobernación, logró “meter a un espía en la cúpula de la UME [Unión Militar Española], por lo que el Gobierno sabía lo que pasaba, pero Azaña, ya como presidente del Consejo de Ministros, se carga en febrero del 36 al equipo de la DGS”.

Se dejaba engañar por esos militares levantiscos que fraguaron el golpe de julio. Al embajador de Francia le dijo que “la supuesta agitación de los militares no consiste sino en conversaciones de café entre oficiales monárquicos”. E inconcebiblemente salvó al general Sanjurjo del pelotón de fusilamiento, condenado por protagonizar un fallido golpe de Estado contra la República en 1932. Pero Azaña encarna como nadie el perfecto canon republicano, encauzado en sus impecables discursos.