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Vi salir el sol de Italia en una playa del Levante español. Alguien al otro lado del mar, más allá, quizás a la altura de Livorno, lo viera caer, hundirse en las aguas, desaparecer. El sol de España. Le decía a mi colega, nos prestamos el sol, la felicidad, la luz, esta alegría del otoño, intercambiable, de un naranja velado. Le decía, habrá que girarse para verlo todo. Me decía, pero no lo que se espera del otro, sino lo que apenas se espera del otro, lo que es altamente improbable, el compartir en las lejanías que se aproximan la extraña sensación de vivir y de la existencia. Todo lo gaseoso tiende al gris. El humo, las nubes, el aliento en el cristal de la ventana, la memoria después del reventón del cielo.
Exhala la tierra aún caliente la bruma. En las aberturas y tierras bajas la humedad y las ligeras gasas del aire velado; la boira en las sierras costeras de Blanes. El gris no es un color, es un estado de ánimo. En un poema de Amós Luria se esclarece: “Noches de álamos amarillos, -ya sabes cuando- hay un allí, y se vela. Yo me velo en ti. Nos velamos en el día. Somos la veladura del sol en la niebla”. Un reventón del cielo al mediodía. Allí la tromba, una cortina gris de agua sobre el mar, entre Llançà y Port Bou. Un reventón de memoria, visual, sobre todo visible, lisérgico, sin posibilidad de lenguaje más allá de lo que se ve. Mi colega dice en ese momento: Como si se debiera apagar el fuego de la boca en los ojos. Muy lejos de aquí, pero a la misma hora, en Melgaço, en un mirador que da a “Espanha”, a la orilla de un río que une, un río que cose, el río que ellos cruzan para amarse.
Ahora vemos lo mismo, pero estamos en el mismo lugar, a la misma hora, y aun así, lo que vemos, todo esto, que se alarga, nos rodea y nos cubre, se expresa en nosotros de manera diferente. El milagro hubiera sido otro. Primero él, estuvo aquí a primera hora de la mañana. Cuando llegué, ya no estaba. Su presencia quedó allí en algunas colillas de cigarrillos dentro de un hoyo en la tierra. A fuerza de escuchar el espacio, el lugar, incluso el principio de la noche en el final del día. Me había acercado tanto a su indiferente visión, que ahora sí, veíamos lo mismo y lo reconocíamos de la misma manera. Eso era ir al encuentro de aquello que se llama “Algo más allá de lo que no se ve” Lo que más alegría le daba a mi colega, “Ese comenzar a ver ya lo que no se ve” y que por estar oculto en la distancia, en el allí, se la había aparecido en otras ocasiones.
El-cruza-ríos, se hacía llamar así. En inglés suena peor, river-crossing. Charles Wright en un verso magistral dice Riverrum. Hay cosas imposibles, o que raramente suceden. A no ser a causa de un gran golpe, como por ejemplo desaprender a nadar, o a amar.
Noches oscuras: Noviembre: la pieza: Ante el Ballon Dog de Jeff Koons te reflejas en lo pulido ayudado por la luz artificial del museo, una luz limpia y lisérgica, de quirófano. Te gustaría empañar la pieza con tu aliento, contaminarla, ir más allá, destruirla con tu aliento al precio de tu propia autodestrucción.
Una forma de ceguera es el mar de noche. Le pides estar allí adentro, muy adentro sobre las aguas hasta sentir la telilla negra de la humedad cubriendo tu cuerpo, y ver, verlo todo profundamente. No querrías extender el brazo para ver la luz de tu mano. Podría destruirse el mundo.
Ojos enfermos de sí mismos, de egoplexia y egoflexión. ¿Qué ven en lo que tú ves? ¿Así mismos en todo? ¿Ven acaso más?
En su lista de poetas aceptables dejaba muchos huecos, otros aparecían solo con las iniciales de sus nombres. ¿Llenaría alguna vez esos huecos?
Al fin dejé de saber que es, era o será la poesía. Dejé de saberlo para siempre. Descomprensión.
Leyendo a una tal Zadie Smith a los pies de un gran alcornoque en la confluencia del río Cuerpo de hombre con el Alagón, en una mañana de lluvia fina a finales de octubre. Me gustaría conocerla en persona a pesar de esta lejanía insalvable de aquí a allí.
Un baño de sol a principios de Noviembre en el lugar de Jerte. Al fin el agua estaba fría.
De nuevo en los caminos. Algunos tienen nombre, otros simplemente se pierden en el “No lugar” en la tierra de nadie.
Experiencia tras experiencia. Algunas merecen ser escritas secamente, no dar pábulo. Las que dejan secuelas físicas hablan por sí mismas.
Hablamos demasiado, cada vez más, estamos tomados por el lenguaje de los otros.
El camino es sobre todo silencio, extendido a lo largo bajo el cielo. Parece que eres el primero que lo sigue, y el único que lo sigue, y por eso el último que irá por ese camino para llegar a “Ningún lugar”
El silencio original sigue ahí, lo oímos, no ha cambiado, ni siquiera se repliega hacia sí mismo para ausentarse y dejarnos en los ojos ese zumbido inaudible. El silencio como origen de todo. Solo lo oyes si lo ves en algo, en el sol, por ejemplo, que tiende a un zumbido continuo, o en el mar, de día, incluso a pesar de los ligeros movimientos de flujo y reflujo de las aguas, como un cuerpo que respira por todos nosotros. Ese silencio se oye de día en la calma espacial, o en lo que está lleno. De noche el mar habla. Un silencio que se aparece en lo lejano y es igual a la luz que va llenándose de luz. Es el silencio original del mundo que permanece quieto. Para oírlo hay que verlo en algo. En aquellas sierras de Altamira, a media distancia, todavía más denso si te acercas y caes en medio de un valle angosto por donde va el pequeño curso del Guadarranque. Ahí, justo ahí donde estás ahora. Quedó el silencio después de fragor de las placas tectónicas durante el plegamiento. Las fuerzas oponiéndose, ese silencio en tus sienes. Ese ahí, en esas sierras, más que en el sol o en el mar.
Wittgenstein el eremita, aun la poesía le debe, ahora y para siempre, ese balbucear, el silencio oscuro de las bocas, y esos paseos en los que uno debe encontrar su propia sed.
La presión de las ruedas de los neumáticos del auto que nos iba a llevar por los caminos de herradura y las pistas que suben a esa montaña. Obsesión por la presión de los neumáticos, y por nuestras palabras, y todo lo que seremos capaces de decir sin decir nada. Había que darles aire, inflarlas, y al fin, al llegar a un teso donde acababa la pista pedregosa, un trecho a pie hasta un collado donde el aire se había aligerado. Solo se oía el silencio. Apenas había llegado allí el lenguaje, y raras veces los que llegaban a aquel alto osaban decir “yo”, ni siquiera perjuraban. Se extrañaban de que incluso las aves, que suelen coronar por encima de cada uno los anhelos, se vieran muy por debajo. Allí, al fondo del valle, de donde llegaba un silencio seco. Intenta oírlo desde allí, hoy aquí.
Ese silencio propio, al que se ha acostumbrado, y mi colega, llama el balón de luz, o la propia altura de la que uno cae. Estaba acostumbrado a poner nombre a las cosas, y aunque buscaba cosas sin nombre, a las que primero escuchaba, y así nombrar desde su propio silencio a aquello que oía. Lo más normal era que le cambiara el nombre, pero no podía inventar, crear o designar nombres desde el aire de sus propias manos, el aire que bebía de sus manos. Nombres que había escuchado, llegados del aire de la escucha, y eso ocurría raras veces.
Rescisión del lenguaje del amor, hasta llevarlo a su silencio original.
Se fue callando poco a poco ¿Por agotamiento, o desidia? Cada día un poco más. Se rescindía así mismo de sí. Acallarse, y solo señalar aquello que escuchaba, aquello que solo él, o uno, u otro, puede oír para sí. La escucha de lo que el mundo le dice al otro.
Época negra, sobreiluminada. Las farolas del cementerio estaban encendidas de noche, los cipreses parecían arder. Líneas de luces de leds tendidas en las copas de los cipreses, lucecitas de fiesta pestañeando de noche sobre las tumbas. Sobrecoge no tener nada que decir, callar como un muerto, inmanencia del silencio, abocarse a ello. “Las relaciones son reemplazadas por las conexiones” Byung-Chul Han.
Noches oscuras junto al mar de Llançà. El aire de poniente posa el polvo que arrastra desde muy lejos en el mar, desvía mi escupitajo. El exceso de saliva del silencio en la boca después de haberse comido la sombra de la sabana. Los escupitajos son el síntoma de una sed eterna. En el camino de Mejorada a T., los danzantes levantan el polvo de miles de días sin llover. Grandes improvisadores del movimiento. Al querer imitar en su baile a un laurel agitado por el aire. Hasta caer bailan un 'hoop' en homenaje a Benjamín camino de Port Bou. Con sus veloces movimientos solo les queda descoyuntarse y escupir el polvo que tragan.
Pensé en helicópteros, en cientos y miles de helicópteros volando a la vez en el cielo. Se puede escribir hacia adentro o hacia afuera. Ahora no llueve. Aquello no era lluvia, la lluvia es otra cosa. Nos hemos violentado a nosotros mismos con comida basura e imágenes basura. Me ortigué la mano para escribir. ¿Y cómo llamaba mi colega a esa manera de llover que no es la lluvia? De muchas maneras, aunque siempre mantuvo que nunca había tenido que inventar o crear un nombre para ello desde la “nada” ¿Y a ella? ¿Cómo se dirigía a ella? ¿Cómo la llamaba? Siempre en silencio por su nombre sagrado. Aún buscaba una palabra para eso que no es la lluvia.
Los niños trabajan a escala universal, hacen castillos de arena a la orilla del mar, y una breve ola los desmenuza al instante. Él arrojaba al aire un puñado de tierra solo para ver como el polvo se separaba de la arena. Alma y materia. A esa escala seguimos levantando nuestro frágil mundo.
Vi salir el sol de Italia en una playa del Levante español. Alguien al otro lado del mar, más allá, quizás a la altura de Livorno, lo viera caer, hundirse en las aguas, desaparecer. El sol de España. Le decía a mi colega, nos prestamos el sol, la felicidad, la luz, esta alegría del otoño, intercambiable, de un naranja velado. Le decía, habrá que girarse para verlo todo. Me decía, pero no lo que se espera del otro, sino lo que apenas se espera del otro, lo que es altamente improbable, el compartir en las lejanías que se aproximan la extraña sensación de vivir y de la existencia. Todo lo gaseoso tiende al gris. El humo, las nubes, el aliento en el cristal de la ventana, la memoria después del reventón del cielo.
Exhala la tierra aún caliente la bruma. En las aberturas y tierras bajas la humedad y las ligeras gasas del aire velado; la boira en las sierras costeras de Blanes. El gris no es un color, es un estado de ánimo. En un poema de Amós Luria se esclarece: “Noches de álamos amarillos, -ya sabes cuando- hay un allí, y se vela. Yo me velo en ti. Nos velamos en el día. Somos la veladura del sol en la niebla”. Un reventón del cielo al mediodía. Allí la tromba, una cortina gris de agua sobre el mar, entre Llançà y Port Bou. Un reventón de memoria, visual, sobre todo visible, lisérgico, sin posibilidad de lenguaje más allá de lo que se ve. Mi colega dice en ese momento: Como si se debiera apagar el fuego de la boca en los ojos. Muy lejos de aquí, pero a la misma hora, en Melgaço, en un mirador que da a “Espanha”, a la orilla de un río que une, un río que cose, el río que ellos cruzan para amarse.