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Mientras Alemania se prepara para celebrar los 30 años que nos separan del momento histórico más importante del siglo XX, la caída del muro de Berlín, transitamos a la vez por una sociedad que parece anestesiada ante tal recuerdo y asume como normalizados discursos que enaltecen muros ideológicos, e incluso reales, entre los países, entre las personas.
A pesar del tiempo que nos separa de tal hecho histórico, parece que ciertos lideres políticos han decidido olvidar que triste suceso dividió a Europa en dos mitades:
“Cuando México nos manda gente, no nos mandan a los mejores. Nos mandan gente con un montón de problemas, que nos traen drogas, crimen, violadores… México no se aprovechará más de nosotros. No tendrán más la frontera abierta. El más grande constructor del mundo soy yo y les voy a construir el muro más grande que jamás hayan visto. Y adivinen quién lo va a pagar: México” – Donald Trump, campaña de primarias de 2015.
En 2016, el triunfo de Donald Trump sembró la semilla del regreso a un tiempo que parecía olvidado, a un tiempo anterior a la Segunda Guerra Mundial, a una época de aislamiento, de rivalidades nacionales y de racismo.
La búsqueda de un enemigo, un culpable a los males que nos acechan y miedo hacía lo que es diferente, no es algo nuevo, son vicios ancestrales de la naturaleza humana, que supo bien explotar el régimen nazi, y que ahora vuelven a estar presentes en Europa y en el mundo.
Después de la caída del muro de Berlín, en 1989, había 15 muros fronterizos, hoy hay 70[1]. Pero los muros no siempre tienen porque ser construidos, los discursos y las decisiones políticas también crean muros simbólicos. En nuestro país lo estamos viviendo: la crisis catalana o los mensajes de la ultraderecha contra la inmigración, el colectivo LGTBI y el movimiento feminista son ejemplos de cómo dividir es tomar el camino fácil, pero que a largo plazo conlleva consecuencias desastrosas para la sociedad y heridas que nunca terminan de cicatrizar.
Fragmentar una sociedad, dividir pueblos, es coartar derechos y principios fundamentales, líneas rojas irrenunciables si queremos seguir luchando por un mundo que respete la dignidad humana. Porque “el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias” (Preámbulo de la Declaración de los Derechos Humanos, 1948).
El 9 de noviembre de 1989 se puso fin a 28 años de separación entre la República Democrática (RDA) y la República Federal Alemana (RFA). Se puso fin a una guerra fría entre dos modelos, pero, lo más importante, se puso fin a la separación de familias y de una ciudad.
Pero, aunque hoy 9 de noviembre, celebremos el aniversario de esa caída, yo tengo más presente que nunca los muros que aún quedan por derribar y aquellos que, desde mi cargo en Europa, quiero impedir construir.
Si queremos un Europa de paz, de convivencia, no podemos optar por los separatismos, porque es imposible asumir esa tarea solo como españoles, o como franceses o alemanes. Es una tarea común que no entiende de fronteras.
[1] Si queréis conocer el listado de muros que aún siguen existiendo, os invito a consultar un artículo de la Cadena Televisa, haciendo click aquí.
Mientras Alemania se prepara para celebrar los 30 años que nos separan del momento histórico más importante del siglo XX, la caída del muro de Berlín, transitamos a la vez por una sociedad que parece anestesiada ante tal recuerdo y asume como normalizados discursos que enaltecen muros ideológicos, e incluso reales, entre los países, entre las personas.
A pesar del tiempo que nos separa de tal hecho histórico, parece que ciertos lideres políticos han decidido olvidar que triste suceso dividió a Europa en dos mitades: