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Y entonces no la veo, cuando miro por la ventana no está. Siento un profundo vacío en mi interior; parece como si de repente todo dejara de tener sentido, como si un tsunami pasara por delante de mí y se lo llevara todo, excepto el recuerdo. Porque eso es para mí Sigüenza, el recuerdo de una etapa pura, feliz y especial: la infancia; que, en mi caso, está marcada por tres grandes memorias.
Los paseos en el pinar, ese espacio que siembra paz en nuestra persona, que hace parar el reloj de nuestras vidas y que lo llena todo de armonía. Las vistas a la catedral, joya que a tanta gente ha visto pasar desde el siglo XII, y que, por desgracia, ha sufrido los estragos de las más crueles realidades de este país. Aunque no por ello ha perdido ese encanto que hace que todos los seguntinos la admiremos día a día al pasar por su lado. Las tardes de verano en la Alameda, pulmón que da vida a la ciudad, la enriquece y tinta de alegría. Todo esto forma parte de mí y, en cierta manera, soy yo gracias a ello. Porque sí, a veces no nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo perdemos; pero siempre quedará la nostalgia, que borra los malos recuerdos y que, por suerte, magnifica los buenos.
Probablemente sea un romántico, pero creo firmemente que desde la profundidad se puede ver lo sustancial de la grandiosa ciudad. Cuna de historia, cultura, gastronomía, arquitectura, literatura, filosofía y arte; fuente de inspiración, sabiduría y creatividad. Luego no es de extrañar que sea musa de los más ilustres literatos y pintores, así como tampoco es sorprendente que peregrinos y ciudadanos se enamoren de esta bella tierra.
Precisamente por eso, es imprescindible concienciar de la belleza del mundo rural. El campo amarillo, hablando en términos machadianos, es la tierra que menos les preocupa a las instituciones gubernamentales, pero, ¿qué sería el mundo sin él? Nada. Por ello, hemos de sensibilizar a jóvenes, mayores y, en general, a personas de cualquier edad de la importancia que cobra en la sociedad el espacio rural. Los pueblos son lugares donde se puede soñar, imaginar y viajar.
Sigüenza es, para mí, esa especie de vía de escape, esa ampliación del universo. En Sigüenza se sueña, se vive, se cree y, en definitiva, se es más feliz. A pesar de no verla por la ventana, todos los días me reencuentro con ella, porque estará grabada en mi pupila eternamente.
Y entonces no la veo, cuando miro por la ventana no está. Siento un profundo vacío en mi interior; parece como si de repente todo dejara de tener sentido, como si un tsunami pasara por delante de mí y se lo llevara todo, excepto el recuerdo. Porque eso es para mí Sigüenza, el recuerdo de una etapa pura, feliz y especial: la infancia; que, en mi caso, está marcada por tres grandes memorias.
Los paseos en el pinar, ese espacio que siembra paz en nuestra persona, que hace parar el reloj de nuestras vidas y que lo llena todo de armonía. Las vistas a la catedral, joya que a tanta gente ha visto pasar desde el siglo XII, y que, por desgracia, ha sufrido los estragos de las más crueles realidades de este país. Aunque no por ello ha perdido ese encanto que hace que todos los seguntinos la admiremos día a día al pasar por su lado. Las tardes de verano en la Alameda, pulmón que da vida a la ciudad, la enriquece y tinta de alegría. Todo esto forma parte de mí y, en cierta manera, soy yo gracias a ello. Porque sí, a veces no nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo perdemos; pero siempre quedará la nostalgia, que borra los malos recuerdos y que, por suerte, magnifica los buenos.