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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Por Paco de Lucía

«En este mundo podrío y sin ética sólo nos queda la estética», decía Ivá. Y en aquella larga noche en que nos sumergió Franco, y también en medio de esta podredumbre que corrompe el sistema que con tanta ilusión y esperanzas acogimos tras su dictadura, la música de Paco de Lucía, su hermosa alma gitana pulsando como nadie las seis cuerdas de su guitarra, con sus cautivadores trémolos, sus rasgueos conmovedores, su virtuosismo genial e insuperable, nos llevó a navegar gozosamente una y otra vez entre dos aguas, elevándonos desde el fango de la España más negra y casposa hasta las aguas cristalinas y transparentes de la mejor España, la de la grandeza ética y estética, la de García Lorca, la de Joaquín Rodrigo, la de Pablo Picasso, y por eso números uno del jazz, como John McLaughlin, Al di Meola o Chick Corea, buscaron y alcanzaron el privilegio de codearse con él.

¿Y cómo vamos a resignarnos ahora a no verlo más, sentado sencillamente en una silla, puede que de enea, en medio de un escenario, ya sea el del Carnegie Hall de Nueva York o el del Teatro Rojas de Toledo, las piernas cruzadas, la expresión austera, sus ojos cerrados y su mirada serena y hacia dentro, como si escarbara en lo más profundo de sí mismo para regalarnos el cuerpo y el alma con sus inolvidables rumbas, guajiras, tangos, sevillanas, alegrías, cómo no verlo ya...?

Siempre nos quedará su música, desde luego, siempre su música, y podremos escucharla hasta que nos muramos nosotros también. Pero hoy nos embarga una pena profunda y enorme, como la causada por el adiós irremediable y definitivo de alguien por nadie discutido, admirado por todos y a quien todos hemos querido por no haber dejado jamás de susurrarnos con envidiable franqueza las más bellas cosas, las más tiernas, las más dulces, las más conmovedoras, las más hondas, las más auténticas, y sin pedir nada a cambio. Y nos sentimos tan apenados, porque la Muerte, ¡maldita Muerte, y siempre maldita!, se lleva así, sin avisar siquiera, a los mejores, a los inimitables, a los imprescindibles, a Paco de Lucía. ¡Toda la gloria para él!

«En este mundo podrío y sin ética sólo nos queda la estética», decía Ivá. Y en aquella larga noche en que nos sumergió Franco, y también en medio de esta podredumbre que corrompe el sistema que con tanta ilusión y esperanzas acogimos tras su dictadura, la música de Paco de Lucía, su hermosa alma gitana pulsando como nadie las seis cuerdas de su guitarra, con sus cautivadores trémolos, sus rasgueos conmovedores, su virtuosismo genial e insuperable, nos llevó a navegar gozosamente una y otra vez entre dos aguas, elevándonos desde el fango de la España más negra y casposa hasta las aguas cristalinas y transparentes de la mejor España, la de la grandeza ética y estética, la de García Lorca, la de Joaquín Rodrigo, la de Pablo Picasso, y por eso números uno del jazz, como John McLaughlin, Al di Meola o Chick Corea, buscaron y alcanzaron el privilegio de codearse con él.

¿Y cómo vamos a resignarnos ahora a no verlo más, sentado sencillamente en una silla, puede que de enea, en medio de un escenario, ya sea el del Carnegie Hall de Nueva York o el del Teatro Rojas de Toledo, las piernas cruzadas, la expresión austera, sus ojos cerrados y su mirada serena y hacia dentro, como si escarbara en lo más profundo de sí mismo para regalarnos el cuerpo y el alma con sus inolvidables rumbas, guajiras, tangos, sevillanas, alegrías, cómo no verlo ya...?