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Un ejemplo clásico y tradicional de lo que entendemos por “políticamente correcto” sería cuando Marcelino Menéndez Pelayo en su ‘Historia de los heterodoxos españoles’ y al hilo de la ejecución de unos inocentes en la hoguera de la Inquisición, proclama de forma ligera y bastante fanática aquello de “¡Y mil muertes merecían!”, refiriéndose a esas víctimas.
Por ello mereció él mismo un justificado rapapolvo del ilustrado sabio, Julio Caro Baroja. Ahí lo políticamente correcto en el sentido clásico del término viene definido por lo que Menéndez Pelayo pontifica guiado por una ortodoxia irracional y oscurantista. Y los “políticamente incorrectos” serían aquellos inocentes que sin ningún motivo murieron en las llamas.
Pero los tiempos han cambiado. El objetivo último hoy del bluf de “lo políticamente correcto” (polémica artificial y falsa donde las haya) es hacer pasar lo reaccionario por contestatario y lo cavernario por rebelde. Es decir, el clásico “dar gato por liebre”.
Lo “políticamente correcto”, considerado como el peor de los vicios, es la expresión de moda hoy para atacar desde la derecha más radical eso que ellos mismos llaman la “progrecracia” (otra expresión también de moda). No se entiende el abuso del primer término si no se atiende a la novedad y lo impropio del segundo.
Hasta no hace tanto estas expresiones no eran de aquellas de las que se abusa (y en toda época las hay) como si la masa hablante y poco pensante participara irremediablemente de un eco gregario (una suerte de ecolalia colectiva). Esto ha ocurrido siempre y procede de nuestra naturaleza imitativa. Todos podemos ser víctimas de esa sugestión que opera en estratos profundos. Lo que pasa es que ahora se pone especial énfasis y se invierten enormes esfuerzos mediáticos en esa técnica de sugestión cuyo objetivo final es la confusión y el engaño.
La expresión “políticamente correcto” se ha usado a menudo y desde hace tiempo (cuándo venía a cuento), pero la otra fórmula repetitiva de moda, la “progrecracia”, no tanto y resulta un tanto extraña, una innovación del lenguaje político de esta posmodernidad flácida en que la ideología neoliberal lo ha tenido fácil (demasiado) para imponer su catecismo feroz. Dogma inspirado en la involución y no en el progreso precisamente. Bien entendido esto de progreso. Es decir, tal como se entendía este concepto antes del imperio del “pensamiento único”.
Esto (tergiversar y adulterar las palabras) se hace para confundir, y se quiere dar a entender o convencer a alguien (sin duda despistado), que en los últimos decenios ha gobernado Occidente y por tanto Europa una banda de furibundos “progres” y/o desatados socialdemócratas. Dicho esto con todo el respeto que me merecen los “progres” y también los socialdemócratas.
Como esta tesis, o más bien suposición, no tiene ningún contacto ni semejanza con la realidad, porque quién ha impuesto el ‘canon’ bien pensante todo este tiempo en Europa y Occidente (y en ello siguen) es la derecha más reaccionaria, diremos que los que así tergiversan son amigos y cofrades del bulo, que al día de hoy ya sabemos en qué franja del espectro político se fabrica. Aquella franja en que la revolución del siglo de las luces aún no se ha digerido del todo, ni siquiera una miaja.
Lo “políticamente correcto” en realidad, la ortodoxia reinante desde hace décadas, el pensamiento único bien pensante que se nos ha impuesto con la fuerza que otorga el dinero y del que nadie se puede desviar, salvo pena y condena grave, es el que procede del neoliberalismo y no del progresismo. Es decir, de la ultraderecha y no de la socialdemocracia. El catecismo de lo “políticamente correcto” emana desde hace tiempo de eso que Piketty llama “el marco irresponsable que está vigente desde los años ochenta”, es decir, el marco neoliberal. Que son los años del vuelco involutivo y antisocial del PSOE, por ejemplo, que tanto ayudó a definir el dogma. Dentro de ese “marco irresponsable” de lo políticamente correcto se ve con normalidad (se ve correcto) cerrar quirófanos o retrasar cirugías para dejar abiertas discotecas, por ejemplo.
Es la teocracia del dinero liberado de todo control (que sea negro o proceda del delito es lo de menos) la que establece el ámbito y límites de lo “políticamente correcto”. Es el neoliberalismo y sus apóstoles los que proclaman con ferocidad dogmática que “no hay alternativa”, y por tanto los que establecen los cauces de la corrección política. Un día te dicen cómo se debe pensar (sin alternativa por supuesto) y al día siguiente cómo se debe votar para no enfadar a los dioses supremos: militares aguerridos y nostálgicos y potentados alérgicos a la democracia. Casi casi como en otros tiempos, sin duda peores. Hablamos claro está de dioses menores y un tanto cutres, moradores si acaso de un Olimpo fiscal o reservorio de una tradición golpista.
La salsa que completa este potaje es la telebasura que idiotiza a las masas. Por ejemplo, si un gobierno legítimo y democráticamente electo, no se ajusta a los límites estrechos del catecismo neoliberal (lo “políticamente correcto” en sí) o se desvía, aunque sea un ápice del pensamiento único como norma suprema de inspiración divina, primero se le califica de ilegítimo, luego de socialcomunista, y por último de hereje, y se mueve Roma con Santiago (es decir se mueve dinero a mansalva, incluidos fondos reservados) para echarlo abajo.
Así por ejemplo, lo “políticamente correcto” todo este tiempo en nuestro país ha sido (entre otros artículos de fe ciega) no dudar ni un solo instante de las virtudes del rey emérito y de la prudencia sublime de sus cortesanos mudos y ciegos. De manera que el palafrenero que diga, llevado de su sentido natural (la vista) y de su sentido común, que lo que él ve ante sus propios ojos es un rey poco recomendable y al jefe supremo de un Estado corrupto, incurre en incorrección política, con escándalo de bien pensantes cortesanos.
Como también ha gozado de las bendiciones del dogma y de la “corrección política”, la tesis (o el cuento) de que nuestro emérito rey fue el salvador insigne de nuestra democracia en momentos de amago golpista. Por aquello del 23F, tragicomedia no del todo aclarada ni en el contenido de su guión ni en su autoría. Aunque ya surgen dudas también sobre esto, como las que expresaba Antonio Elorza en un reciente artículo en el País, titulado ‘Reyes mentirosos’. Dudas que por otra parte cuentan con una densa historia y una extensa bibliografía a sus espaldas.
Estos días se habla y se escribe mucho sobre una película que debe su interés a una suerte de auto reconocimiento: ‘No mires arriba’. Y es que efectivamente esta cinta actúa como un espejo, un tanto descarado, que refleja nuestra imagen y la de nuestra época. Habrá quien considere que se trata de una comedia o de una sátira, y eso es lo que parece. Aunque con mayor amplitud de miras y mayor incorrección política podemos pensar que en realidad se trata de un ensayo concienzudo, casi académico a su manera ligera, sobre el multiforme y extraordinario despliegue de locura (o locuras) en que hoy se desenvuelve nuestra “normalidad”. Y además “sin alternativa”.
El muñequito de Carl Sagan (autor, entre otras obras, de ‘El mundo y sus demonios. La ciencia como una luz en la oscuridad’) que aparece al principio de la película como icono de referencia de los protagonistas astrónomos en el observatorio donde trabajan, es todo un símbolo de resistencia ante tanto desvarío.
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