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Verano. Tiempo de calor, de descanso. En nuestro imaginario social el cuadro vacacional del verano es poco menos que el ansiado paraíso con el que se recompensa un duro año de trabajo.
En el caso infantil, ese cuadro se magnifica por eso de que las vacaciones de los hijos suelen ser más largas que las de los padres. Porque asumimos que los niños van a disfrutar muchísimo ese período estival de descanso, más sin duda que la jornada escolar que les obliga a madrugar y respetar un horario pocas veces deseado.
Lo asumimos porque lo normal es que los niños estén agusto en casa, se les quiera, escuche y se favorezca su desarrollo.
El verano está para ser disfrutado, como todo en la vida, pero hay épocas que tienen una magia y una impronta especial en la infancia. En teoría todos los niños están deseando que llegue, ¿o no?
Este año me he encontrado con varios alumnos que en la tutoría me hablaban de dificultades en el hogar por la tendencia violenta del padre o la madre hacia ellos, física o verbal, porque, aunque varía la gravedad, ambas duelen. Un día un alumno al final de la última clase mientras preparaba la mochila para volver a casa se echó a llorar: profe no quiero ir a casa, mi padre me va a pegar. Era viernes a última hora, el padre esperando en la puerta del centro. Nos inventamos una excusa para justificar lágrimas y tardanza y le devolvimos al padre. Se inició un protocolo, pero yo aquel viernes volví con pavor a casa, qué podría sucederle a este pobre chico. El lunes llegué a clase y él tan contento. Se inició un protocolo y desde servicios sociales organizaron alguna reunión para hablar con los padres. Es un tema complejo de tratar, como todo lo que refiere a la esfera familiar. Pero no es una rareza.
En esta sociedad donde muchos niños reciben cada vez más protección, donde hablamos ya no de la sobreprotección sino de la nefasta hiperprotección, nos encontramos otra brecha. La que separa a los niños mimados con un celo excesivo de aquellos cuyos progenitores, por muy distintas razones y contextos, asumen sus responsabilidades con disfunciones violentas. Y ante esta brecha la respuesta normal suele ser mirar a otro lado, asimilarla y normalizarla.
“No quiero ir a casa porque mi padre me va a pegar”. Es una frase estremecedora, pero que está presente en nuestras vidas, si no con voz, sí en el pensamiento de varios niños y niñas, demasiados.
Cuando se plasma esta frase con palabras, acompañada de lágrimas, al que escucha se le encoge el corazón y por la cabeza no puedes evitar la imagen de un persona desequilibrada y cruel dando una paliza a su hijo. La realidad es que es un tipo normal, con una vida normal. Amigo de sus amigos como se suele decir.
Ese amigo de sus amigos, entiende que su deber como padre o madre es educar a su hijo, como hicieron sus padres con él. Y que un par de guantazos cuando el niño hace algo mal forma parte de esa correcta educación, que es la forma de que el niño aprenda. Otras veces los golpes físicos o verbales caen simplemente porque caen, no hay una reflexión mayor sobre el adulto que los lanza que el simple hábito. “Y por qué no, es mi hijo”.
Personalmente los cachetes y los insultos a los niños me duelen. Por qué está justificado un bofetón al hijo, objetivamente vulnerable, por hacer una cosa mal, y dar un bofetón al vecino por tirar una colilla al suelo es impensable. Por qué el insulto al niño “pero tú eres tonto o qué” o la amenaza física “a que te doy” están a la orden del día, pero esa misma persona sería incapaz de utilizar ese tono o palabras con sus compañeros de trabajo.
Porque pervive esa errónea concepción de que los hijos son propiedad de sus progenitores. Porque se heredan conductas violentas en la manera de educar a los hijos, sin reflexionar sobre su alcance. Porque no existe una conciencia social que condene determinados gestos y actos en público y en privado.
Recientemente “Save the children” ha lanzado una campaña en favor de una Ley por la no violencia contra los niños en España. Los datos que ofrecen son apabullantes. Y es que mucho hemos oído del bullying, pero la violencia doméstica infantil es un tema tabú, del que nos falta tomar conciencia, y cuyas secuelas son de gran profundidad.
En este período estival en mi imaginario se han colado estos alumnos y alumnas, que disfrutarán de no tener que madrugar, pero cuya vivencia veraniega está lejos de ser pacífica, porque su mayor miedo es también su mayor referente y fuente de amor.
Si queremos una sociedad no violenta, los hijos deberían ser los principales receptores de esos valores. Y al igual que en la violencia machista, la concienciación y presión social resultan esenciales para conseguir un cambio.
Verano. Tiempo de calor, de descanso. En nuestro imaginario social el cuadro vacacional del verano es poco menos que el ansiado paraíso con el que se recompensa un duro año de trabajo.
En el caso infantil, ese cuadro se magnifica por eso de que las vacaciones de los hijos suelen ser más largas que las de los padres. Porque asumimos que los niños van a disfrutar muchísimo ese período estival de descanso, más sin duda que la jornada escolar que les obliga a madrugar y respetar un horario pocas veces deseado.