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Es en Proust donde puede leerse la historia de un pianista. Charles Valentin Alkan no está muerto, nunca murió. Todo el que llama a la puerta de su casa recibe la misma contestación “M. Alkan no está en casa” a la pregunta de cuándo estará, el conserje contesta, “nunca”.
Un hombre que nunca murió, y para ello tuvo que desaparecer. Me encuentro con un viejo amigo al pasar por su ciudad a orillas del J., y me pregunta por otro conocido. Aún tiene muchas cosas que escribir, para eso se ha hecho coser la boca, le digo. Todavía ante un libro puede diferenciar lo que fue escrito a mano de lo que fue tecleado. Ahora se escribe para no ser. No es necesario inventar o crear algo, lo visible lo esconde todo, le digo a mi amigo antes de seguir hacia el “No lugar” al encuentro de “Nadie”.
Veo el cielo todos los días, todos los días estoy vivo. Ya no estoy en casa, estoy por ahí, perdido en algún lugar del país. No una huida, sino en la deserción de uno mismo. En la huida desapareces, corres, caminas, quizás siguiendo la orilla de este río, y nadie va detrás de ti, llamándote por tu nombre. La angustia del que huye se va agrandando, pues aunque esta sea a campo abierto, siguiendo un curso de agua, siempre se está buscando la salida de los lugares demasiado viciados.
Al desertar no, te siguen, te buscan, y a medida que te alejas, y notas que los vas dejando detrás, la adrenalina se transforma en alegría, una pequeña alegría doméstica en la que te gustaría quedarte para siempre. Entonces comienzas a caminar más despacio, te detienes y contemplas lo que te rodea, y como aquel personaje de P.H. el cielo comienza a llamarte la atención de una forma en la que no te lo llamaba antes. Pero en el fondo no te llamaba la atención, solo lo veías, interesado, sin más cavilaciones.
El que huía tenía todo este largo e incansable día de hoy para huir, bajo un sol español, fuera de los caminos, cruzando carreteras secundarías, o siguiendo cursos de agua, ya en esta época del año estancados, lo más lejos posible de las ciudades, alejado de ti mismo. Durante un descanso, sentado a la sombra de una encina, sacas de tu mochila ese viejo ejemplar de 'Hojas de Hierba' del viejo Whitman, tres postales de Italia siguen dentro del libro, en ellas escribiste un breve poema de Ungaretti, “Entre una flor tomada y otra ofrecida, la inexpresable nada”. Sin destinatario.
Te das cuenta de que todo está nombrado y escrito, y sin llegar a la desesperación por esto, de nuevo mirando el cielo, como a aquel al que le llama tanto la atención, y que solo lo veía, interesado, sin más cavilaciones, te reconoces ahora como dueño de un gran silencio. Para entonces ya no hay palabras con las que tratar durante la travesía. Al cruzar un terreno, en una valla, un cartel metálico, donde dice se vende, y un teléfono.
Más allá, en muros semiderruidos, en mitad de la nada, algunas palabras o signos ágrafos pintados con espray. Allí había llegado alguien antes que tú. El que deserta dice en un momento dado: Un Escorial donde mueren todas las carreteras. Sobre las experiencias límites escribimos pobremente. Algunos de nosotros está seco, otros llevan demasiado caudal. Huir, desertar de sí mismos, desplazarse, marcharse, viajar o ausentarse. Tú dudabas de la palabra que debías escoger antes de la renuncia. Te decías, si hay un río que corre hacia allí, puedo seguirlo, esta vez fuera de los caminos.
Más allá de los caminos se llega más lejos. Pero tampoco en realidad querías llegar más lejos: No querías seguir en esa tensión de la madera y de los nudos de los árboles, en esa tensión de ti mismo. Vacío, lugar. Él diría que el poema llega a ese lugar y lo funda, de lo contrario, de allí, de ese lugar vacío, no llega ningún poema. Pero aún no sabías exactamente si desertabas o estabas huyendo de-ti-mismo.
No eras capaz de conciliar los matices, pues se trataba de una mezcla de estar como un turista perdido, un vendedor de nadas, un teólogo del viento buscando una Arcadia al Oeste de aquí, o simplemente de alguien perdido en mitad de la nada. Otra vez más allá de 'Un Escorial donde mueren las carreteras'. En otro muro, caído en varios tramos, alguien que pasó por allí antes que tú, escribió con pintura roja: “La poesía o dios. Es lo mismo, como el amor y la muerte”.
Después sentiste las ráfagas de aire caliente del holocausto solar. Está llegando el gran silencio, pensaste. Lo oías. ¿Lo oyen los otros? Se oye de tal o cual manera. Cada uno lo oye de una forma diferente. En las cumbres oímos el silencio del valle aplastado por el cielo. Se ajustan los sentidos pinchándonos los músculos hasta que viene la necesidad del gran grito. Lentos caminos por los que no se ve a nadie durante días, después, en algún momento, una multitud en marcha, grupos de personas más o menos numerosos.
Amo a los retraídos, a los que veo pararse ante lo mínimo. Algunos, pocos, después de rastrear el suelo, miran el cielo. Eso es lo que aún no entiendo. También la mirada bovina de los alemanes cuando han descendido demasiado al Sur en su despreciable viaje hacia la luz. Hay que vendérsela. El sol se los come despacio. Ojalá ya nunca más sepa dónde estoy para ser más de mí.
Los ojos pegados a la roca, sin poder cerrarlos, condenados siempre a ver, a vivir sin final, a divisar. Querrían hablar esos ojos, poder hablar, decir algo que ayudara a soportar el cielo, la propia dureza de la materia. Abriendo el mundo como si fuera la primera vez que el hombre se pone a caminar, hacia ese lugar de “Nadie” llamado el “No lugar”. Está solo, sabe que siempre va a estar solo, caminando hacia el lugar, no va a poder dejar de caminar siguiendo al sol. Entre tus pensamientos graves, uno en el que imaginabas a una gran parte de la humanidad desertando de sí misma.
Cientos de miles de personas en camino de “Nadie” pero fuera de toda ruta o lugar conocido. Sin ningún plan, por primera vez no había plan. Solo en algunos lugares del mundo aún se podía oír el silencio. El primer silencio del mundo todavía ahí, extraño, fuera de toda intermitencia o rumor ajeno. Se podía oír y ver, un gran silencio entrando por los ojos y los oídos. Desertas, pero no huyes, de nada huyes, solo desertas de ti mismo.
Es como si te debieras curar de algo, sin saber siquiera de qué exactamente. De tus recuerdos al haber llegado a ese Escorial donde mueren las carreteras. Un silencio seco, muy seco, donde nada irrumpe, y solo te vas a oír a ti, tus pasos, tu respiración, el crujido de las ramas demasiado secas por donde pasas. ¿A la búsqueda del sol? Pero odiarías también aquellos lugares de cielo limpio durante largos e innumerables días. Como después de una gran alegría, uno se odia por ello a sí mismo. El chirriar de los columpios al moverlos el aire.
Tus poemas querían parecerse a una casa vacía, a la raspa de un pez. Hay en ellos un eco seco. Ya habíamos hablado mucho, más de lo necesario, ahora las palabras iban por sí solas, haciendo el mal o el bien, cargadas de energía e inercia, hacia algún lugar concreto. Amo las palabras que se pierden aquí, oí, en ese “Nadie” y en este “No lugar”. Supongo que aquí se limpian, están por un tiempo al albur de la piedad, en una gravedad ligera, como escribió Simone Weil en épocas de coraje.
“Un acto odioso es la transferencia a los demás de la degradación que tenemos dentro”. Un día, no sé cuál, siempre en verano, durante otra huida o deserción, me detuve junto a un río, no tan lejos de este lugar donde ahora escribo esto, pero un lugar donde tuve la sensación de una lejanía insuperable, la lejanía a la que uno ha llegado después de dar mil vueltas. El río aún llevaba agua y parecía limpio. Hacía ya mucho calor. Me metí en el agua, había dejado la ropa en la orilla. Siempre con el temor de que pueda llegar alguien y llevarse la ropa.
Siendo así, bajo ese temor a vagar después desnudo por el país de “Nadie” y hacia “Ningún lugar” Sentí que todavía no había comenzado la huida o deserción a la que aludía. Se mantenía intacto el temor a quedar desangelado. Ningún miedo de los que me habitaba se había desanudado de mí. Estuve mucho tiempo en el agua, y no llegaba nadie. Dormí aquella noche junto al río, cerca de la orilla, y no llegó nadie. Habría pasado algunos días más en aquel lugar y “Nadie” habría pasado por allí.
Nadie deja la línea de los lugares y de la costumbre. ¿Y ahora qué? Me pregunté, o se preguntó a la vez él, el que siempre me acompaña. Con quien más hablo es con él, ese “Nadie” que siempre me acompaña, no con el tú, que podría estar más cerca; es con él, porque siempre va a unos metros de uno, acercándose o alejándose según el ritmo. El tú está enfrente, no va contigo. Te obliga a detenerte y a hablar. A él puedes ir diciéndole las cosas según te van saliendo. Ahora te lo digo a ti, directamente a ti, estás leyendo esto ahora. El hombre de las suelas de viento ha vuelto, ¿a mí, a ti, a ellos?
El caminante del aire, el “Gran desertor” Distancias, distancias. Yo os contraigo, contraigo con vosotras el trato, que no contrato, del ir hacia allí siempre; desde muy temprano, cada mañana, cada día, dejando a los lados semillas de impaciencia, y los soles de los días que voy cruzando. Por una gran y extrema fe en la nada, por el hecho solo de caminar contra “Nadie” ni siquiera contra mí. Has vuelto a mí, hombre de los pies de aire. He leído en un punto indeterminado de la ruta “del ayer” tus iluminaciones. Te declaro santo de los inocentes y caminante eterno
Es en Proust donde puede leerse la historia de un pianista. Charles Valentin Alkan no está muerto, nunca murió. Todo el que llama a la puerta de su casa recibe la misma contestación “M. Alkan no está en casa” a la pregunta de cuándo estará, el conserje contesta, “nunca”.
Un hombre que nunca murió, y para ello tuvo que desaparecer. Me encuentro con un viejo amigo al pasar por su ciudad a orillas del J., y me pregunta por otro conocido. Aún tiene muchas cosas que escribir, para eso se ha hecho coser la boca, le digo. Todavía ante un libro puede diferenciar lo que fue escrito a mano de lo que fue tecleado. Ahora se escribe para no ser. No es necesario inventar o crear algo, lo visible lo esconde todo, le digo a mi amigo antes de seguir hacia el “No lugar” al encuentro de “Nadie”.