Palabras Clave es el espacio de opinión, análisis y reflexión de eldiario.es Castilla-La Mancha, un punto de encuentro y participación colectiva.
Las opiniones vertidas en este espacio son responsabilidad de sus autores.
El escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), enamorado de Toledo, llegó a usar los servicios culinarios de la Posada de la Sangre. Estando alojado (como también lo hicieron Galdós y Rilke) en el cercano, y lujoso, Gran Hotel Castilla, en la plaza de San Agustín, que luego devino sede del Instituto Nacional de Previsión, se acercaba con una cuadrilla a degustar el cocido y la tortilla con torreznos a ese establecimiento que él, como otros, confundía con el Mesón del Sevillano, lugar donde Cervantes escribió la novela ejemplar ‘La ilustre fregona’, realmente situado junto al Paseo del Carmen, al final de la calle que hoy ostenta el nombre del inmortal alcalaíno.
Allí llegó a ir también Buñuel y los miembros de La Orden de Toledo, por él fundada, así como Emilio Carrere, que la bautizó como “excelsa abuela” de las posadas de Madrid, cenando asimismo Ramón Gómez de la Serna y su mujer, Luisa Sofóvich, una sopa en la que, el genial Ramón detalló, “sobrenadaban en nieve de arroz los menudillos”. La Posada cerró en los años de la guerra, pero recuerdo que, en el tiempo de mis primeras vivencias toledanas, todo el mundo sabía que esa ruina que se veía al dejar Zocodover por el arco debajo del reloj, fue justamente la Posada de la Sangre.
En mi eBook he insertado una grata publicación: ‘Toledo en la obra de Vicente Blasco Ibáñez’, que incluye un haz de artículos periodísticos alusivos a la “ciudad egregia” -título de uno de ellos- y la novela ‘La Catedral’. Refiriéndose al Alcázar, el novelista escribe lo que al parecer exclamó Carlos V: “Cuando subo las escaleras de mi alcázar de Toledo es cuando reconozco lo grande que es mi poderío.”
Elogia la antigua sinagoga que fue Santa María la Blanca como el monumento más primoroso de la ciudad, a pesar de que exteriormente “es una barraca achatada, que parece hundirse en el suelo para llamar menos la atención”, siguiendo la tendencia judía, refractaria al arte aparente, aunque su interior se constituya en un gran lujo derrochando un sobrio y elegante brillo. Trata también de esa procesión religiosa, tan civil, que es el Corpus. Y analiza con lucidez el rol curioso de las obreras en la Fábrica de Armas. La lectura de estos artículos se salda en una admiración por la liturgia y la sempiterna crítica del autor en torno a toda religión: “En nombre de Jehová, del Dios de los cristianos o de Mahoma, se han hecho cosas buenas; pero las más de las veces sólo han servido para venganzas y degollinas.”
Los escenarios interpuestos en el fluido discurso de la novela ‘La Catedral’ de Blasco Ibáñez me resultan muy cercanos. Yo y unos cuantos mozalbetes nos refrescábamos del intenso calor veraniego en Toledo penetrando en la catedral, haciendo transcurrir buena parte de nuestras mañanas en su interior. Algo que hoy libremente ya no se puede hacer, pues es preciso apoquinar si se pretende traspasar sus puertas. Otras veces, también realizándolo gratis, a los chavales nos daba por subir al campanario para ver esa hermosa vista aérea de Toledo y permanecer un rato junto a la quebrada Campana Gorda. Accedíamos por una humilde entrada en la calle Hombre de Palo y ascendíamos esos pinos escalones que aparecen en la película ‘Tristana’ de Luis Buñuel. Podíamos ver también los antiguos gigantones y la Tarasca. La última vez que accedí a la vera de la Campana Gorda, un poco antes de estallar la pandemia del coronavirus, tuve que sacar entrada, entrar al templo por la Puerta Llana y esperar en el claustro a que un guía jovial nos condujese al grupo ilustrándonos de maravilla.
El marco de la novela se sitúa en Las Claverías, situadas en el Claustro Alto, consistentes en unas modestas viviendas donde habitaban los empleados de la magna iglesia, aunque, en principio, el cardenal Cisneros las quería destinar a celdas de los canónigos para que esta clase clerical orgullosa residiese en una especie de convento; cosa que el poderoso prelado no consiguió de gente tan mundana y la mejor pagada, después del Primado, de todo el personal dependiente del solar catedralicio.
Blasco Ibáñez escribe la novela en uno de esos angostos espacios. Yo recuerdo acceder de vez en cuando, siendo muy jovencito, a Las Claverías, pues en uno de esos pequeños apartamentos residió temporalmente el pintor sevillano Juan de Orta, al que íbamos a visitar el también pintor, toledano, Pablo Sanguino y yo. En un catálogo vi reproducido uno de sus cuadros que mostraba la humilde habitación de Antonio Machado en Segovia, con el que Juan de Orta se trató. Este artista se fue de Toledo y murió en Aranjuez alrededor de 1985. Está completamente olvidado, siendo imposible encontrar su nombre en Internet.
En ‘La Catedral’ Blasco Ibáñez realiza, por un lado, una esmerada descripción física del edificio y de la sociología de las gentes que pululan allí dentro y, por otro, su discurso se explaya en terrenos ensayistas e historicistas por los que se comprende bien el proceder de las gentes dependientes de la Primada y aun de los toledanos. Así, en la catedral hay “muestras de todas las arquitecturas que han florecido en la Península. El gótico primitivo y rudo lo veía Gabriel [Gabriel Luna es el absoluto protagonista] en las primeras portadas; el florido en la del Perdón y la de los Leones; la arquitectura árabe extiende sus graciosos arcos de herradura en el ‘triforium’ que corre por todo el ábside tras el altar mayor (…) El estilo plateresco mostraba su gracia juguetona en la portada del claustro, y hasta el arte churrigueresco tenía la mayor de sus muestras en el famoso transparente de Tomé”.
Gabriel Luna, criado en Las Claverías, empieza a ser seminarista, sus estudios resultan muy brillantes; pero un día, influido por el ambiente carlista que se respira (“los ministros de Dios no podían salir a la calle con traje talar sin riesgo de ser silbados e insultados”) huye de Toledo y se alista para guerrear en el bando del carlismo. Y aunque “gustaba de la existencia libre y sin leyes de la guerra con la avidez de un colegial que sale de su encierro, no podía ocultar la decepción que le producía la vista de aquellos ejércitos de la Fe”. Acaba, derrotado, trasladándose a Francia y abogando por el anarquismo. Al cabo de los años empeora de salud y vuelve a la catedral, con su hermano.
En la novela, Blasco saca el problema de los cadetes de la academia militar, que pervivió hasta que los cadetes se marcharon de Toledo. Yo he visto a bastantes chicas prendadas de esos alféreces, deseosas de casarse con los recién salidos tenientes. Sagrario es el personaje que pasa por esta relación, acabando muy mal. Porque, como se dice en la novela, “son rarísimos los casos en que estos amores llegan al matrimonio”. Puedo afirmar que sólo una conocida mía lo consiguió.
Hay en ‘La Catedral’ sustanciosos párrafos que deshacen ciertos equívocos. Se cree que la invasión árabe, que duró siete siglos, fue algo furibundo y cruel. Esto no es cierto. Los godos eran un desastre y la gente acogía gustosa la entrada de los árabes, tan civilizados y respetuosos, capaces de tolerar, con la mezquita, la iglesia y la sinagoga. En esos tiempos medievales, generalmente se convivía bien. Alfonso VI, al conquistar Toledo, dejó la catedral como mezquita mayor. La intolerancia religiosa partió de los Reyes Católicos y, sobre todo, del Sacro Imperio Germánico, con Carlos V y Felipe II al frente. Esa intransigencia del poder alemán es la que provoca el germen de la Reforma luterana. De esto les habla Gabriel Luna al estamento menestral de la catedral, originando, desgraciadamente, una malentendida revolución muy injusta que acaba con la vida del protagonista.
El escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), enamorado de Toledo, llegó a usar los servicios culinarios de la Posada de la Sangre. Estando alojado (como también lo hicieron Galdós y Rilke) en el cercano, y lujoso, Gran Hotel Castilla, en la plaza de San Agustín, que luego devino sede del Instituto Nacional de Previsión, se acercaba con una cuadrilla a degustar el cocido y la tortilla con torreznos a ese establecimiento que él, como otros, confundía con el Mesón del Sevillano, lugar donde Cervantes escribió la novela ejemplar ‘La ilustre fregona’, realmente situado junto al Paseo del Carmen, al final de la calle que hoy ostenta el nombre del inmortal alcalaíno.
Allí llegó a ir también Buñuel y los miembros de La Orden de Toledo, por él fundada, así como Emilio Carrere, que la bautizó como “excelsa abuela” de las posadas de Madrid, cenando asimismo Ramón Gómez de la Serna y su mujer, Luisa Sofóvich, una sopa en la que, el genial Ramón detalló, “sobrenadaban en nieve de arroz los menudillos”. La Posada cerró en los años de la guerra, pero recuerdo que, en el tiempo de mis primeras vivencias toledanas, todo el mundo sabía que esa ruina que se veía al dejar Zocodover por el arco debajo del reloj, fue justamente la Posada de la Sangre.