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La voz de El Shaday

Portada La Voz de El Shaday, por Descrito Ediciones

Joaquín Copeiro

Mi amigo Federico de Arce, que acaba de publicar en Toledo un bello libro, La voz de El Shaday (Descrito Ediciones), confiesa ser un hombre religioso y no creyente. Y se apoya para explicarlo en las relaciones paronomásticas entre los términos ‘religión’, ‘releer’ y ‘religar’. Soy ‘religioso’, viene a decirnos mi amigo, porque ‘releo’ continuamente a los clásicos para empaparme de su sabiduría, y porque me siento ‘ligado’ o ‘religado’ a mis semejantes, aquí y ahora, para compartir con ellos los avatares de la existencia. Y soy ‘no creyente’, parece añadir, porque el creyente, en lugar de ‘religarse’ a los demás, se ‘desliga’ de ellos, en su afán por elevarse hacia un dios tan alejado, tan inaccesible, de tan inextricables designios, y yo busco todo lo contrario.

Pues bien, es desde esa perspectiva del ‘relector religado’ a los demás desde donde Federico de Arce ha escrito La voz de El Shaday. No se trata de una novela, dice él, sino de una narración, un midrás, y «la narración no se explica, se cuenta simplemente», escribe. Y es verdad, esa es la sensación que uno tiene cuando se adentra en sus ciento cincuenta páginas, la de que estamos ante una hermosa narración, un cuento precioso de asunto bíblico, con personajes como Adán y Eva, Caín y Abel, Abraham y Sara, pero cuyo tema central es el sacrificio de Isaac; «el sacrificio», en realidad. Y frente al sacrificio, ya sea el de Isaac, el de Jesucristo o el de cada uno de nosotros mientras bregamos por estos mundos, mi amigo reivindica su rechazo al mismo y la alegría de vivir.

El objetivo de mi amigo Federico es «arrebatar» ese libro único y maravilloso que es la Biblia a toda esa caterva de sacerdotes que, desde el cristianismo, el islamismo o el judaísmo, llevan siglos intentando enturbiar las mentes humanas con visiones e interpretaciones insoportablemente inhumanas en ocasiones, dogmáticas y excluyentes casi siempre. Y, a fe mía, que lo consigue. Porque la Biblia, parece decirnos Federico, es patrimonio de la humanidad entera y nadie tiene el derecho exclusivo a apropiársela. Por eso él, pertrechado con la Ética de Spinoza, con su profundo sentido de la solidaridad, con la lealtad que mantiene hacia sus propias convicciones, con la franqueza sincera de los buenos amigos, con una erudición que se le desborda sin proponérselo, pero también con la humildad y sencillez del sabio, imparte una primera lección inolvidable a cuantos pretendemos acercarnos a la Biblia a pesar de los falsos sacerdotes, y también a estos, ¡ojo!, ¡para que aprendan a hablar «como Dios manda» de esa joya de la literatura universal!

Y lo hace, además, con una frescura inusitada, rara y encantadora, con un lenguaje elemental y desnudo, tal y como él se propone, de tal manera que, una vez que leemos La voz de El Shaday, lo que desearíamos es acceder al resto de los ocho mil folios que asegura haber escrito sobre temas bíblicos. ¡Madre mía! ¡Uno se imagina toda una vida de gozosa lectura, enhebrando nuestro presente con el pasado más remoto, relacionándonos con lo mejor de la historia humana, de su literatura, de sus creaciones, humanas o divinas, que éstas también son humanas, parece sugerirnos Federico, y todo ello sin intermediarios, a pelo, escuchando simplemente el leve y profundo fluir de su discurso, y uno desearía que la vida, esta vida, la única que tenemos, la que en verdad existe, no acabara nunca para poder seguir leyéndolo!

Les recomiendo, en fin, que lean ustedes La voz de El Shaday, de Federico de Arce, porque estoy convencido de que, felizmente, los atrapará.

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