Antes de la catástrofe de Letur: tragedias naturales del pasado en Albacete

Antes de que el olvido nos alcance, echemos un ancla a la memoria. Porque antes de la inédita y terrible catástrofe de Letur, otras desgracias meteorológicas asolaron municipios de la provincia de Albacete. El pasado nos recuerda que la naturaleza es más fuerte que la voluntad humana. Un indicio de nuestra fragilidad: “Se hizo de noche, quedando todavía dos horas de sol, y entre los continuos relámpagos y truenos y el viento huracanado que dominó sin cesar durante la tempestad, que ofrecía un espectáculo tan aterrador, tan emocionante, que ponía carne de gallina a cualquiera, el corazón se contrajo y el estado de ánimo era tal, que se pensaba en que la hora de la destrucción del mundo había llegado”.

Así describía un redactor del periódico Defensor de Albacete una tormenta en Chinchilla en agosto de 1929. Otra evidencia. Verano de 1834 en las sierras de Nerpio, esto narraba un observador en una crónica: “La luz del día se oscureció completamente: los truenos y relámpagos tan espantosos y continuados parecía que anunciaban la conclusión del mundo: la tierra se estremecía; las fieras, que en lo más escondido de las cavernas parecían no hallarse seguras, salían dando bramidos”. Desde siempre, el agua, la nieve o los terremotos han sacudido la tranquilidad de nuestros antepasados. En ciertas ocasiones, se ha roto mucho más que la calma.

En aquel siglo XIX, los temporales provocaron desastres en poblaciones como Alcalá del Júcar. Una caída del peñón con parte del castillo destruyó unas 30 casas y fallecieron 26 personas. Por fortuna, 27 vecinos salvaron la vida después de tres días sepultados. Este suceso ocurrió en la Nochebuena de 1803 y no fue el único. El hermoso pueblo albaceteño ha sufrido acontecimientos similares de desprendimientos provocados por la lluvia en 1813, 1820, 1829, 1832, 1847, 1884 o 1900. Tragedias que se repitieron esporádicamente en el siglo XX. Uno de los incidentes más dramáticos se produjo el 16 de diciembre de 1932.

La triste noticia llegó a la prensa nacional: “Tremendos bloques de piedra, desprendidos en Alcalá del Júcar, aplastan varias casas y ocasionan la muerte de diez vecinos, hombres, mujeres y niños”, publicaba el prestigioso diario Ahora. Durante días había llovido intensamente. Aguas que impidieron que los hombres fueran al campo a trabajar. Por eso, las casas pegadas a la roca estaban repletas con “sus desgraciados moradores”, explicaba un redactor y añadía un retrato del desastre: “En el mismo sitio se encontró una pequeña cesta de costura con los útiles propios y una estampa de San Antonio, con marco, y algunos enseres, que pusieron de manifiesto que una mujer se encontraba cosiendo y al oír el ruido del desprendimiento escapó para resguardarse en una de las dependencias interiores”.

En toda catástrofe natural hay multitud de historias personales. Más allá de los daños materiales, siempre mucho más allá, están las vidas. Existencias fulminadas por una naturaleza bravía e indomable. A veces, las tormentas estivales se presentan y, de repente, escupen su fuerza en forma de descarga eléctrica. Las hemerotecas encierran un buen número de noticias donde se relatan episodios de rayos que impactaron en personas. Chispas asesinas que alcanzaron a pastores o jornaleros del campo, sorprendidos por el destino. En 1926, en Valdeganga, dos hombres y cuatro ovejas perecieron por un rayo. Leemos parte de una crónica donde se da cuenta: “Otro individuo que se encontraba a pocos pasos del lugar donde ocurrió la desgracia, cuenta que por una de las víctimas se le ofreció un cigarro, que no aceptó, en el preciso momento de caer el rayo. De haber aceptado la invitación, seguramente hubiera corrido la misma muerte que los otros”.

Los caprichosos quiebros de la supervivencia. Quienes han sufrido la fiereza de las tormentas han sentido síntomas como la asfixia, paralización de brazos o piernas o vómitos. Algo parecido notaron los albaceteños que en la mañana del 1 de noviembre de 1755 vivieron el terremoto de Lisboa. Una tragedia que se cobró la vida de miles de personas en el país vecino y en algunas regiones españolas limítrofes. En la provincia albaceteña no causó fallecidos, pero el pavor fue absoluto. Al ser Día de Difuntos, el temblor encontró a numerosas personas dentro de las parroquias. Fernando Rodríguez de la Torre investigó el asunto y recabó cerca de una veintena de documentos de la época. “Los árboles de la huerta, sin percibirse algún aire, parecía se arrancaban y llegaban con sus ramas a la tierra” o “el agua de las pilas se salía a borbotones sin moverla nadie”, contaban algunos testigos.

En este caso, la tragedia solo rozó a Albacete. En infinidad de ocasiones, las inclemencias meteorológicas adversas no pasan de ser una pesadilla. Pero cuando no es así, cuando el mal sueño se transforma en cruda realidad, los lugares que los padecen suelen quedar estigmatizados. Nombres como Ribadelago, Tous o Biescas ya forman parte de un triste ideario colectivo en España. Y luego, hay dramas de los que ya apenas nadie se acuerda. En septiembre de 1944, el río Segura destrozó cinco molinos, arrastró maderas, animales y enseres. Unas diez personas, entre ellas varios niños, de Elche de la Sierra y Molinicos, perecieron en aquella temible crecida de los cauces.

Más cerca en el tiempo y con mayor presencia periodística, el domingo 4 de septiembre de 1955, la ciudad de Almansa sufrió otra terrorífica jornada. La ciudad vivía las últimas horas de feria. De pronto, al comienzo de la tarde, llegaron los truenos y se desencadenó una fuerte tormenta. “El agua, que arrastraba árboles, ganados y enseres arrebatados a las casitas de campo existentes en la parte bajaba del lugar conocido por Las Fuentecicas”, informaba La Voz de Albacete. Diez personas fallecieron en el suceso. Juan Cuenca, un testimonio presencial de los hechos, recordaba en 2022 para Víctor Gil, en La Tinta de Almansa, que “todo el mundo estaba en la calle, había mucha gente ayudando con los pocos medios que había, también muchos se acercaban a curiosear. Los niños intentábamos subir hacia Alicante, Clavel e Industria, pero en la esquina con Manuel de Falla la Guardia Civil nos mandaba a casa para que no viéramos lo que había pasado”.

Ciertamente, como suele pasar en estos casos, también en 1955 afloró la solidaridad. A las pocas horas, La Voz de Albacete afirmaba que “Almansa ha dado una prueba ejemplar de unánime colaboración con los equipos de socorro, registrándose admirables gestos de concursos espontáneos entre la población civil”. Tampoco era la primera vez que esto sucedía en Almansa. Solo veinte años antes, un periódico se hacía eco: “La plaza de abastos se inundó, arrastrando el agua los puestos de melones y un carro cargado de paja. También se inundaron los sótanos de muchas casas. El viento destruyó las casetas y barracones de la feria, el cine, el circo, un salón de tiro al blanco”. Y es que, como han constatado Rafael Piqueras y Jesús Gómez, las inundaciones en Almansa son un fenómeno repetido, al menos documentalmente, desde 1570.

“Nadie recordaba una tormenta tan grande”, se repite en las noticias a lo largo de las décadas. Para finalizar este relato, tan solo saltamos un siglo atrás. En mayo de 1924, la revista Mundo Gráfico difundía una foto de las enormes bolas de granizo que habían caído sobre Albacete. Añadía otra información periodística: “La cantidad de piedra que cayó fue inmensa, siendo algunas del tamaño de huevos de gallina. Los destrozos causados en la población y en el campo son grandísimos, especialmente en el arbolado. En la capital resultaron derribados numerosos cables de la luz eléctrica y de las líneas telefónicas, averías que tardarán varios días en ser reparadas. En el mercado quedó casi totalmente destruida la cristalería del piso principal. La granizada produjo gran pánico en el vecindario”.

Acabamos. Esto no es un ránking de catástrofes; tan solo una humilde crónica sobre el furor de la naturaleza. Una pizca de memoria antes de que los titulares olviden a las víctimas, sus vivencias y sus nombres. Un recuerdo de lo que somos. Pura debilidad. Pura endeblez que, a veces, conseguimos superar en la labor colectiva. Ahora, imaginemos el Letur de las fuentes; el Letur del festival más bonico del verano; el Letur repleto de historia en cada recodo de sus calles. Imaginemos juntos y así, podremos seguir recordando.