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Así cayó en Albacete el penúltimo carlista

Ilustración de Miguel Lozano, carlista de Albacete

José Iván Suárez

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Años después, en la memoria de los testigos aún resonaban los disparos del pelotón militar que acabó con la vida del carlista Miguel Lozano, en el barranco al poniente del edificio de la Feria. En los albores del 3 de diciembre de 1874, un joven estudiante de bachillerato presenció el fusilamiento y así lo recordaba tres décadas más tarde: “Una fría y densa niebla impedía la separación de las tinieblas de la luz del nuevo día, cual si no quisiera que éste alumbrara la sangrienta tragedia que se preparaba; el fúnebre tañido de la campana, tocando a agonía, imponía pavor en el ánimo de todos los moradores de la humanitaria ciudad de Albacete”. Desde Casasimarro, Juan José Saiz rememoraba cómo algo le impulsó a acercase a aquel lugar, quizá solo “por ese cariño que engendra en las almas la comunidad de ideas y sentimientos”. 

El autor de la crónica no conocía personalmente al carlista, sin embargo, en los últimos meses de 1874, Lozano se había hecho muy famoso en todo el país por su expedición por tierras levantinas, manchegas y andaluzas. Este joven militar jumillano abandonó el ejército fundándose en que sus ideas monárquicas no le permitían continuar prestando sus servicios a un gobierno republicano. A finales de 1873, Lozano se enroló en las tropas del pretendiente Carlos VII. Muy pronto demostró sus dotes de mando y aglutinó a una considerable partida de hombres dispuestos a todo. España estaba inmersa en la Tercera Guerra Carlista, el tercer conflicto civil del siglo XIX. 

El primero arrancó en 1833 cuando, a la muerte de Fernando VII, fue proclamada la regente María Cristina en sustitución de su hija Isabel II, que todavía era menor de edad. Carlos María Isidro no aceptó la solución y se lanzó a la batalla. A partir de entonces, el carlismo se convirtió en un actor más del complejo entramado político de la nación.

En noviembre se conformó la provincia de Albacete y el roncar de los trabucos se dejó sentir en nuestra tierra. La historiadora Pilar Córcoles ha investigado los hechos que se produjeron en 1836, durante las primeras invasiones de partidas carlistas en la ciudad de Albacete. La alarma se extendió a poblaciones vecinas como Almansa o Alpera. Y el 16 de septiembre de aquel año aconteció la primera invasión efectiva por la famosa expedición de Gómez. Pánico, fuga de autoridades y particulares y un botín nada desdeñable de 64.000 reales en oro. Gómez y los suyos incendiaron edificios y provocaron numerosos daños en los dos días que camparon por Albacete.

Unos meses después, otro carlista histórico, Ramón Cabrera, hizo lo propio en la ciudad. Durante un tiempo, el temor corría de las entrañas de los albaceteños que escuchaban los nombres de Palillos, Morago, Tallada o Esperanza. Guerrilleros o forajidos que obligaron a crear Milicias Nacionales. Hasta 1840 no se alzó la paz tras el conocido “Abrazo de Vergara”.

Dos maneras de entender España  

Hacia mediados de siglo, una segunda guerra civil mantuvo en vilo al país y frenó el progreso que llegaba con el ferrocarril o el telégrafo. Dos maneras de entender España en continua fricción. Liberalismo o tradición. Religión o nuevas ideas. Derechos o privilegios inamovibles. El genial Valle-Inclán, un autor muy interesado en el movimiento carlista, resumía en tres frases el espíritu del hecho histórico: “Terminada la misa, un fraile subió al púlpito y predicó la guerra santa, en su lengua vascongada, ante los tercios vizcaínos que, acabados de llegar, daban por primera vez escolta al Rey”. La síntesis carlista era: “Dios, Patria y Rey”. Y el fenómeno despertó con fuerza cuando en 1868 la Revolución de la Gloriosa expulsó de España a Isabel II. El carlismo arraigó con ganas en las zonas en las ya había echado raíces como Cataluña, Valencia, Navarra y el País Vasco. Y algunos seguidores, como Miguel Lozano, trataron de extender sus dogmas por otros lugares del país. 

Antes de la aventura de Lozano, fueron las partidas de Roche, Ibáñez y Santés, a finales de 1873, las que sembraron el miedo en las tierras albaceteñas. En ocasiones, como sucedió en Ontur, un grupo de vecinos organizados por un militar consiguieron “ahuyentar a los facciosos”. Tal y como recoge la “Memoria de Gobernación” de aquella anualidad, “el máximum de fuerzas con que han contado los carlistas en esta provincia en la época en que se suspendieron las sesiones de Cortes era de 4.000 infantes y 300 caballos”. Esta fuerza correspondía a Santés. Con orgullo, en noviembre del 73, el gobernador civil emitió un comunicado a la población de Albacete en la que decía: “Al solo anuncio de que la partida de Santés intentaba pasar el Júcar e invadir esta capital, ocupasteis presurosos y de entusiasmo henchidos, los puntos estratégicos de ella, prefiriendo, como tantas otras veces, el oprobio de una vergonzosa inacción, la gloria de una enérgica resistencia”. Sin embargo, finalmente, el carlista consiguió entrar en Albacete a principios de enero 1874.

Robaron, tomaron la estación de ferrocarril, la Audiencia, quemaron libros del registro, incendiaron el Gobierno civil y, según Sánchez Torres, “se hizo una defensa heroica de la torre de la iglesia de San Juan y de la casa cuartel de la Guardia Civil hasta que fue presa de las llamas”. Aparte de los destrozos, se apropiaron de unos cuarenta caballos, mil doscientos fusiles y 30.000 duros. Tras aquello se construyó una muralla de tapial para la defensa de la ciudad. 

Las noticias volaban entonces por los más de 11.000 kilómetros de línea telegráfica instalada en España. No tardaría mucho en llegar a Albacete la información sobre el sitio de Bilbao, una de las batallas más famosas de la guerra. En aquellos tiempos, Albacete contaba con los portazgos de Valencia y de Madrid y los fuertes de Santa Bárbara y La Estrella. Aparte de estas estructuras defensivas, las instalaciones más reconocidas eran el recinto ferial, la estación de tren y la plaza de toros. El Hospital de San Julián estaba en pleno centro de la ciudad y más allá de las últimas calles, solo abundaban huertas como las de Alfaro o los Franceses. Y en aquel pequeño Albacete de hace 150 años fue donde pasó sus últimos días de vida Miguel Lozano. Quizá uno de los carlistas más aguerridos de aquella época. Tal vez el penúltimo de esta historia singular del carlismo.

La expedición de Lozano 

Las correrías de Miguel Lozano comenzaron en septiembre de 1874 cuando el infante Don Alfonso le encargó dirigir una expedición por las provincias meridionales de España. El día 14 salió de Chelva con 500 infantes, 33 caballos y algunos oficiales instruidos. Recorrió en las horas siguientes Utiel, Caudete, Venta del Moro, Casas Ibáñez y pernoctó en Alatoz. Sorprendió un tren, montó en él y se dirigió a Hellín, donde cometió desmanes y se hizo acopio de dinero. Después rompió las vías y siguió hacia la provincia de Almería. Al parecer, en Isso, su partida asesinó a un babajero “por habérsele justificado que hacía traición”. La expedición prosiguió por lugares como Jumillla, Pinoso, Novelda, Elche, Crevillente, Orihuela, Fortuna y, en Cieza, se enfrentó a la División Portilla que le venía persiguiendo, pero Lozano salió victorioso.

Alcanzaron Pozo Cañada y allí, concretamente en la aldea de Nava, cuatro empleados del ferrocarril fueron fusilados. Un hecho luctuoso que significó el principio del fin de Lozano. El suceso produjo una fuerte controversia en la propia partida. El segundo del caudillo carlista, José González Fernández, decidió retirarse tras lo que llamó “hechos vandálicos y verdaderos asesinatos” y se presentó ante las autoridades. Según otros tantos testimonios, el propio Lozano no tuvo conocimiento de las muertes hasta que ya había corrido la sangre. 

Durante la aventura por tierras albaceteñas, Lozano y sus secuaces incendiaron las estaciones de Pozo Cañada y Tobarra. Rompieron puertas, ventanas, muelles y telégrafos en Hellín. Volaron con explosivos varios tramos de vía férrea. En Agramón, con haces de leña, prendieron fuego a 60 vagones y coches. Provocaron un terrible choque de trenes y cerca de Chinchilla trataron de apresar un convoy. Sin embargo, la rápida reacción del maquinista evitó que se hicieran con este botín. La huida de la partida siguió por Peñas de San Pedro y el 16 de octubre, en la localidad de Bogarra, Lozano y sus hombres fueron sorprendidos por la tropa dirigida por el brigadier Luis Dabán. La famosa publicación “Ilustración Española y Americana”, con grabados incluidos, difundía días después este titular: “Sorpresa en Bogarra: derrota de la facción Lozano”. Y en “El Imparcial” se anunciaba que “este ha sido el trágico fin de las aventuras del jefe de la banda más audaz que ha aparecido en la presente guerra”. 

Las tropas gubernamentales venían acechándole en las últimas semanas y una certera confidencia puso al ejército en el camino del éxito militar. Después de catorce horas de marcha, el grupo liderado por Dabán alcanzó Bogarra hacia la media noche. Allí se había apostado Lozano con cerca de 1.000 hombres y 200 caballos. A fuerza de bayoneta y algunas descargas de cañón, los militares leales desalojaron a la facción carlista sorprendida por el inesperado ataque.

En una crónica de 'La Iberia' se ofrecían más detalles sobre el resultado de una acción bélica que se prolongó durante cuatro horas: “Causando al enemigo numerosas bajas; cogiéndoles, según resultaba hasta la hora del parte, tres titulados capitanes, seis tenientes, seis alféreces, un músico mayor, nueve sargentos primeros, dos segundos, siete cabos primeros, un segundo y 182 individuos prisioneros; y además 100 caballos, 240 armas de fuego, 15 sables, cinco lanzas, 12.000 cartuchos, una bandera, 8.250 pesetas que llevaban en caja, y rescatando los prisioneros que conducían. Practicando un reconocimiento al día siguiente, fueron enterrados 15 muertos de la facción, la que en grupos sin armas que arrojaron, marchaba en completa dispersión en distintas direcciones. El cabecilla Lozano debió su salvación a haberse arrojado por un barranco”. Al parecer, otros tantos seguidores del carlista desertaron y se entregaron en Alcadozo. Entre tanto, el caudillo murciano, acompañado de un puñado de hombres, prosiguió hacia las Fábricas de San Juan en Riópar y después se internó en la provincia de Jaén. Finalmente, el grupo se disgregó y Lozano optó por tratar de llegar en tren hasta Gibraltar para iniciar el exilio. 

Pena de muerte 

Sin embargo, en la estación de Santa Elena, cerca de Linares, el carlista fue reconocido por un carabinero y detenido al momento. Se pensó si llevarle a la aldea de Nava, donde fueron asesinados los empleados del ferrocarril, pero finalmente, junto a tres de sus oficiales, Lozano fue trasladado a Albacete. Quienes le vieron en el tren contaron que el líder carlista se mostraba “algo impaciente y nervioso; que es de grande estatura, barba poblada, larga y negra, bien parecido, de aspecto simpático y calaveresco”. Durante las semanas siguientes, su causa judicial generó titulares y debates. En el consejo de guerra al que fue sometido se le declaró culpable y se le impuso la pena de muerte. Desde Madrid, no faltaron voces que pidieron su indulto. Pero Lozano tenía la intuición de que estaba sentenciado desde el primer momento. 

Regresamos al testimonio con el que comenzábamos esta historia. El joven estudiante de 16 años que presenció el fusilamiento del carlista. En su memoria todavía latía el instante: “Vi una tartana que se acercaba seguida de un piquete de soldados y que a poco paraba cerca del cuadro; de ella descendió el intrépido Lozano y los sacerdotes que le acompañaban; con aire distinguido y sereno se despidió de todos los jefes de la guarnición, llamando la atención la despedida con el comandante de la Guardia civil, al cual se le vio llorar al abrazarlo; a todos repartió como recuerdo los objetos que llevaba consigo, como petaca, fosforera; gratificando al piquete encargado de su ejecución”.

Provisto de serenidad y tranquilidad, Lozano se arrodilló. Le vendaron los ojos. Volvió a levantarse. Se despojó de la levita y el chaleco y se arrodilló de nuevo. Alguien gritó: “¡Cobardes! Así no se matan a hombres valientes”. Sonó la terrible descarga y Lozano cayó del lado derecho. “Un grito de horror partió de la escasa concurrencia”, narraba el testigo. Los Hermanos de la Paz y la Caridad se llevaron el cadáver y le enterraron en el nicho número 384. Murió un hombre, pero nació el mártir. 

Unas horas antes, en la capilla habilitada en la Audiencia, Lozano escribió algunas cartas de despedidas, soltó la pluma, cogió el crucifijo y comentó: “Me matan, pero moriré tranquilo, porque tranquila tengo mi conciencia”. Aquel mismo diciembre de 1874, en la aldea de Pradorredondo, de Lezuza, se produjo la terrible matanza de 120 carlistas acaudillados por Lucio Dueñas, el cura de Alcabón, después de tres horas de fuego intenso y cruzado.

El investigador José Ángel Munera Martínez ha descrito con todo detalle unos hechos ocurridos una mañana de frío y nieve. Apenas 48 horas después, en Sagunto, el general Martínez Campos protagonizó un pronunciamiento militar que acabó con la Primera República e inició la senda a la Restauración monárquica en la persona del borbón Alfonso XII. El carlismo, nuevamente, cayó derrotado y la historia de España persistió en su camino de sobresaltos.  

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