Otro Isbert al volante: Alfonso lleva 15 años como taxista, el oficio que popularizó su abuelo en sus películas

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Durante décadas, el taxista más famoso de España fue Pepe Isbert. En su larga trayectoria ante las cámaras, don José hizo de taxista hasta en cinco películas. Y, de hecho, en la frontera de las décadas de los veinte y los treinta del pasado siglo, formó parte del reparto de Cuarenta y ocho pesetas de taxi, de Fernando Delgado, su cuarta película y que terminó siendo una premonición de lo que vendría después.

Sin embargo, hay otro Isbert que ha protagonizado multitud de escenas conduciendo un taxi. Pero en este caso, no en la gran pantalla, sino la vida misma. Alfonso Isbert, el pequeño de los siete hijos que tuvo María Isbert (Madrid, 21 de abril de 1917-Villarrobledo, 25 de abril de 2011), lleva 15 años recorriendo las calles de la ciudad trasladando viajeros y viajeras de aquí y allá en su taxi número 12. Y siempre con una palabra amable que regalar o un chiste que contar. “Me encanta mi trabajo, trato de hacer feliz a la gente”, confiesa Alfonso Spitzer Isbert (Madrid, 28 de julio de 1961), que ya piensa en el momento en el que, a la vuelta de un par de años, podrá dedicarse a su vocación: hortelano. “Me veo en mi huerta, en El Provencio, viviendo tranquilo y ocupándome de mi familia”.

Será la culminación a la vida de un hombre que se ha reinventado una y mil veces, y a quien una llamada de teléfono y una herencia adelantada alteraron sus planes. Será la casualidad, porque el destino le mostraba otro camino bien diferente.

En su vida, Alfonso Isbert ha probado un sinfín de profesiones. El consejo de un médico, casi a vida o muerte, fue la razón por la que dejó una agencia de viajes mayorista que le iba sobre ruedas, pero que le causaba un estrés tan alto que le llevó en media docena de ocasiones al hospital. Siguió en el sector, pero organizando viajes para grupos en autobús, que no sólo conducía, sino en los que hacía de guía e interprete gracias a su conocimiento de varios idiomas.  Más de una década transitando por las carreteras del viejo continente hasta que hace 15 años conoció a su actual mujer y decidió quedarse en Albacete a vivir. Y ahí apareció el taxi en su vida.

“Me compré el taxi sólo para estar con mi esposa, y estoy encantado. Me llevo muy bien con los compañeros, en un ambiente extraordinario de trabajo. Además, me gusta la interacción con los clientes, si veo a una persona triste, le cuento cuatro chistes. Se aprende mucho en el taxi”, confiesa Alfonso Isbert, que ha ahorrado más de una sesión de psicólogo a su clientela. “En una ocasión, llevé a una señora que estaba viuda y que solo pensaba en morirse porque se sentía sola, su hijo vivía en el extranjero. Entonces, le hablé de otras alternativas en la vida, y tras repensar sus intenciones me pidió un abrazo, esas cosas me llenan de satisfacción”.

El papel de su abuelo en ‘Los ángeles al volante’

Recuerda la práctica totalidad de las películas de su abuelo, más de un centenar, aunque tiene especial cariño a algunas de ellas, como Los ángeles al volante (1957), en la que don José se mete en la piel de Cristóbal, ese taxista sencillo que solo piensa en hacer el bien. “En Los ángeles al volante me impresiona mucho una escena en la que la protegida de mi abuelo termina triunfando. Entonces, el personaje de mi abuelo acude a felicitarla con un ramito de flores muy modesto, pero ella tenía ya un sinfín de flores. Entonces, mi abuelo tira su ramillete a la basura porque se siente muy pequeño ante tal desarrollo de regalos, y esa escena me hace llorar, por su gesto tan impresionante. Creo que es uno de sus mejores papeles”.

Pero José Ysbert Alvarruiz (Madrid, 3 de marzo de 1885-Madrid, 28 de noviembre de 1966) hizo de taxista en otras películas, desde Aeropuerto (1953) a Un día perdido (1954), pasando por El guardián del paraíso (1955). Y tanto se llegó a identificar a Pepe Isbert con esta profesión, que el gremio de taxistas de Madrid le ofreció un homenaje. “No lo sabía -confiesa Alfonso-, pero ya digo que me encanta mi trabajo, porque lo elegí yo, me encanta conducir, el trato con la gente y… contar chistes”. Y hasta tal punto que le han ofrecido hacer monólogos en locales de copas.

La faceta artística de Alfonso Isbert va más allá. Al ser el pequeño de la tropa familiar -el resto de sus hermanos, Tony, Andrés, José, Miriam, Carlos, Juan Bosco y Ramón, nacieron antes-, siempre acompañaba a su madre en las giras que realizaba por provincias. “Me tocó siempre ir con mi madre cuando no tenía con quien dejarme, me he pasado la vida detrás de ella, enganchado como un llaverico, y he celebrado Nocheviejas entre bastidores”, explica, indicando que ya, con 16 años, “empecé a hacer alguna cosa en teatro, y me encantaba, pero solo por el mero hecho de acompañarla, pero llegó un día en el que me pregunté cómo voy a ir siempre con ella sin hacer nada, por lo que comencé a colaborar en una obra que dirigía Antonio D. Olano, Los chaqueteros, hice de regidor, poniendo los efectos de sonido y de luz y lo cierto es que me gustó, luego ya hice pequeños papeles con mi madre, con la compañía de Ricardo Hurtado en obras tales como Que Dios os lo demande, Las cartas boca arriba o La decente”.

Y, en algunos casos, como en El Cirilo y la Croqueta de Juanito Navarro, era poco menos que el hombre orquesta. “Hice de conductor, de bailarín, de montador, de telonero, estuve en atrezo, de utillero, de maquinista”, lo que le permitió conocer al dedillo lo que se esconde tras el escenario.

El cine, de casualidad

Uno de los momentos que recuerda con mayor cariño llegó con el estreno en el Teatro Romea de Murcia de Que Dios os lo demande, con Ricardo Hurtado. “Ahí tenía un papel importante, mi madre se fue de texto al segundo acto y conseguí hilar aquello e, improvisando, volvimos al primer acto, fue el día del estreno que coincidió con la jornada en la que vino la prensa, y los periódicos salieron diciendo que el profesional había sido yo a pesar de los nervios. Y recuerdo que mi madre me dijo: ‘No ha nacido un actor que en el día del estreno no haya estado nervioso’. Fue entonces cuando decidí hacer algo de cine”. Su entrada en el séptimo arte fue curiosa: “Una productora, Balcázar, llamó a mi casa preguntando por mi hermano Toni, que iban a rodar una película, y recuerdo la conversación”.

-¿Está Toni?

Y contesté:

-Pues no está, pero estoy yo, que soy mucho más alto y más guapo.

“Y me dijeron que me presentara al casting. Y así lo hice. Me dieron el papel de protagonista”. Fue la película Locas vacaciones, una coproducción hispano-austriaca que se rodó en inglés. “Y venía mi madre a pasarme el texto. Yo sabía inglés, pero no tenía un conocimiento tan completo del inglés como mi madre. Ella hablaba cuatro idiomas, y en inglés estaba diplomada con los títulos Cambridge y en el Oxford”. Y esa era otra de las singularidades de María Isbert, su amplio conocimiento de lenguas extranjeras, lo cual, tiene su explicación. “Mi abuelo era muy malo para los idiomas, por lo que a sus hijos les hizo estudiar en el colegio San Luis de los Franceses de Madrid desde un principio, y después, cuando terminaron la parte correspondiente a lo que sería el graduado los pasó al Deutsche Schule (Colegio Alemán) también en Madrid, todos aprendieron inglés, francés y alemán perfectamente, además del español”.

Después intervino en ¡Qué tía la de la C.I.A.!, dirigida por Mariano Ozores, con Fernando Esteso, Antonio Ozores... “Fue un papel muy corto. Al estreno acudí con mi madre, y también asistió el director Manuel Summers, y cuando la vio, me dijo que valía para el cine y que contaría conmigo para una nueva película”.

Esa futura película de Summers podría haber cambiado su vida, pero una decisión de su madre determinó su futuro. Corría 1985, año en el que María Isbert decidió vender la finca familiar de Tarazona de la Mancha, El Pilar, de 80 hectáreas, incluido el pinar. “Yo le dije que estaba dispuesto a hacerme cargo de la finca, aunque para entonces ya había hecho tres películas -la tercera fue La chica que cayó del cielo-, dos anuncios de televisión para Nescafé y Yoplait y el director de Locas Vacaciones, Hubert Frank, todos los años me mandaba una felicitación de Navidad y me recordaba que tenía las puertas abiertas para hacer otra película, Pero además llegó la llamada de Manolo Summers, pero le respondí que ya era agricultor, y no actor”.

Casi cuatro décadas como agricultor

En Tarazona de la Mancha estuvo 37 años haciéndose cargo de la finca familiar, de la que todavía su hermano y él conservan parte. La propiedad formó parte de la herencia de su madre, que decidió repartir sus bienes en vida. “Como éramos siete hermanos, a tres nos dejó El Pilar y a los otros cuatro la casa de Madrid, en la calle Arturo Soria”, señala, confesando que “es indudable que la finca y Tarazona de la Mancha, donde me llamaban el hijo de la artista me cambió la vida”.

Me tocó siempre ir con mi madre, María Isbert, cuando no tenía con quien dejarme, me he pasado la vida detrás de ella, enganchado como un llaverico, y he celebrado Nocheviejas entre bastidores

“Ya había estado trabajando allí. Con 15 años le pedí a mi abuela -Elvira Soriano Picazo (1892-1986)- ir a vendimiar para ganarme un dinerillo, pero mi familia se opuso. Al final lo hice gracias a mi abuela, un mes casi de vendimia con una cuadrilla muy amplia. Y recuerdo cómo me picaban mis compañeros el billete, cuestionaban que pudiera aguantar, que era un señorito, pero estaba en forma gracias al deporte que practicaba, y me hice amigo de la cuadrilla. Y, de hecho, conservo amigos de entonces, como Mateo. Fui el único de la familia que hice ese trabajo, que repetí otros años”.

Sus principios en el campo no fueron sencillos. “No tenía ni idea. Cuando comencé en la finca tenía 24 años, y aprendí a fuerza de errores. Recuerdo que cuando monté un pívot de riego, empecé a labrar desde el centro del pívot en espiral hacia afuera”, y un agricultor que le vio desde el camino le dijo:

-¡Qué haces muchacho, que se van a reír de ti en el pueblo!

Le respondí:

-¿Es que no se os ha ocurrido a vosotros que si el pívot marca una circunferencia, pues es más lógico labrar en círculo para no tener que estar levantando el apero?

Y le espetó:

-¡No ves que al girar las cuchillas no cortan la hierba!

Y así, a base de pruebas y errores, aprendió un oficio que le llevó incluso a ser presidente de Asaja en Tarazona de la Mancha durante seis años, con más de 120 agricultores asociados. Su trayectoria laboral no acabó ahí. “Me gusta conocer el mundo, y en todas las ocasiones el trabajo siempre lo he elegido yo”.

A lo apuntado, también hay que sumar que ha sido camarero y empresario de hostelería en Tarazona de la Mancha, San Clemente y en Marbella. “En Tarazona monté El Rincón del Artista, con actuaciones de música y teatro los fines de semana, y así tres años. En Marbella un pub con uno de mis hermanos, y en San Clemente, una cafetería, que le puse Café Isbert, pensando en mi hija mayor. Año y medio, lo dejamos porque mi hija no quería seguir”.

Señala que su abuelo, quizá, como un visionario del humor manchego que ha hecho famosa y peculiar a esta provincia, decía con frecuencia: “Una limosnita para el pobre que acaba de heredar”. Conserva en sus memorias muchas anécdotas, pero más por lo que le han contado que por haberlas vivido. “Él murió en 1966 y yo tenía cinco años, lo traté muy poco, en esos últimos años estaba mudo, por eso no pudo hacer la segunda parte de La gran familia, tenía cáncer de garganta y no podía trabajar. Por eso, sé más por lo que me ha contado la gente de Tarazona y mi familia, anécdotas muchísimas que nadie sabe”.

Algunas anécdotas de ‘humor manchego’

“Cuando iba a Tarazona, le gustaba echarse la partida de dominó, que es mucho más difícil de lo que parece. Iba al Casino, donde tienen un dibujo hecho a lapicero a carboncillo de mi abuelo. Pues bien, una vez, su abuelo dijo que lo que se decía en Tarazona cuando alguien se moría lo veía ridículo, ‘que todo le sirva de gloria y descanso’, que era demasiado largo, que en caso de necesitarlo no iba a saber decirlo, y aseguraba que prefería decir: ‘Un camelo’.

“Alguien de la partida le dijo que cómo iba a decir esa frase. Y resulta que poco después se murió la madre de uno de los compañeros de partida de mi abuelo, y cuando fue a darle en la iglesia el pésame, su compañero de partida pensaba que mi abuelo no se iba a atrever a decir lo que le había avisado, y empezó mi abuelo a mascullar unas palabras que no se le entendían y le dio la risa al hijo de la finada. La seriedad del momento se rompió. Así era mi abuelo”, señala Alfonso Isbert.

En otra ocasión, en la única entidad bancaria que había en Tarazona de la Mancha, el Banco Central, “cuando mi abuelo iba a realizar un ingreso, decía: ‘¿Por qué si yo vengo a hacer una imposición de dinero tengo que firmar como el interesado, ¡interesados vosotros!, yo prefiero firmar como el imponente”. Y así se suceden en su memoria un sinfín de recuerdos que hicieron de su abuelo una persona peculiar, sí, pero muy apreciada. Y ese don de gentes le sirvió a don José durante la Guerra Civil para salvar la vida, ya que, a pesar de perder sus tierras, logró sobrevivir, no cómo otros terratenientes. “Siempre había trabajadores que salían en su defensa”.

Alfonso no puede emocionarse cuando se refiere a su familia. “Pertenecer a la familia Isbert, con el cariño que se le tiene, es una responsabilidad muy grande”. Y le vienen los recuerdos que han pasado de generación en generación. “Aunque la finca procedía de la familia de mi abuela Elvira, fue mi abuelo quien transformó mucho terreno de secano y pinar en regadío secano y pinar, ¡invirtió tanto dinero!, y creo que se ganaron el respeto de sus paisanos”.

Además, la familia Isbert gestionaba el Teatro y Cine Benavente en Tarazona de la Mancha, y también la verbena. “En ese teatro mi abuelo dirigió obras y mi madre también actuó. Lo primero que hizo mi madre ahí fue El refugio, dirigida por mi abuelo, que como director era muy serio”.

Su familia y Albacete

Alfonso Isbert deja para el final de este repaso de sus remembranzas el cariño que le ha brindado siempre tanto Tarazona de la Mancha como Albacete. “Y se pudo comprobar con la despedida que se le dio a mi madre en el Teatro Circo cuando falleció”. Fue el martes, 26 de abril de 2011. María Isbert tenía 94 años cuando murió en el Hospital de Villarrobledo a consecuencia de un agravamiento de las distintas afecciones que sufría por su avanzada edad.

“En principio se pensó en montar la capilla ardiente en la sala pequeña del Teatro Circo, pero finalmente fue en el escenario principal, y la excelente respuesta de público y de compañeros de profesión nos sorprendió”, confiesa Alfonso Isbert, que esos días hizo de portavoz de la familia. No era para menos, más de 250 películas hicieron a María Isbert una persona muy popular.

“Lo último de mi madre en cine no se estrenó, de las películas que se graban en España, un porcentaje muy bajo se llega a estrenar. Me llamó un director novel que iba a rodar una película basada en el programa Hablar por hablar, de Gemma Nierga, y le dio a mi madre un pequeño papel, tenía que soportar a su marido que roncaba, lo hizo y muy bien”.

“Mi madre amaba el teatro, lo adoraba, sólo hacía de secundaria, y sólo aceptaba hacer películas o televisión cuando no estaba en el teatro, y lo hacía por dinero, éramos muchos hermanos”, explica Alfonso Isbert, que recuerda que su padre, Alfonso Spitzer, profesor de idiomas de origen húngaro, le hizo a su madre abandonar el teatro para ocuparse de la familia. Pero no sucedió lo mismo con el cine.

Y, por último, se refiere al Premio Nacional de Teatro Pepe Isbert, creado por la Asociación de Amigos de los Teatros Históricos de España (Amithe), inicialmente, Amigos del Teatro Circo. “Nosotros teníamos nuestras dudas, no hay que olvidar que él apenas actuó en Albacete en una veintena de ocasiones, pero quienes lo impulsaron pensaron, acertadamente, que era un reconocimiento a su figura, y viendo el palmarés de quienes ostentan el galardón, está claro que fue un acierto”.

Y del futuro de los Isbert como artistas, su sobrina, Begoña Ysbert, ya ha demostrado su talento, que ejerce en México. “Y ya aviso que mi nieta Diana será una artista como la copa de un pino. Tiene madera, por lo que he visto en sus actuaciones. Esa chiquilla va a valer”.

Después de décadas de servicio, Alfonso vislumbra un nuevo capítulo en su vida: el retorno a la tierra. Sueña con una vida más tranquila, dedicada a cultivar su huerto y a cuidar de su familia. Y lo hace en este último giro del camino, en el que encuentra la culminación de una vida marcada por la reinvención constante y el amor por su actual oficio. Atrás quedan los días de incertidumbre, pero su legado de bondad y empatía perdurará en la memoria de aquellos a quienes toca y tocará con su amabilidad y sus chistes oportunos.