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“La señorita”, de Nita Jatar Kulkarni

Era una auténtica señorita. Amable, hablaba en voz baja y siempre sonreía. Nunca se quejaba ni la afligía el duro trabajo que realizaba durante toda la jornada. Ese era su sino. Había nacido en la pobreza absoluta y no creía poder salir de ella.Trabajaba desde el alba hasta el atardecer; su jornada empezaba al despuntar el día. A veces, su cuerpo menudo apenas podía levantarse del camastro desvencijado, pero de ningún modo podía volver a dormirse. ¿Quién si no hubiese sacado agua del pozo? ¿Quién habría preparado el desayuno? El trabajo era arduo y lento, y ella lo hacía sin derramar una sola lágrima pese a que el hambre le encogía el estómago y las náuseas le ascendían por la garganta. No podía comer todavía porque a los hombres se les servía primero, y, cuando hubiese recogido el agua, aún tendría que encender rápidamente la chola, preparar el té dulce y caliente y, luego, las tortitas de mijo, que los varones devorarían con cebolla y pepinillos. Ella no se sentaba a comer hasta que los demás hubieran terminado. Hoy solo le habían dejado media tortita, y, aunque tenía ganas de más, no le quedaban fuerzas para cocinar. Así que tuvo que contentarse, y dio gracias por lo que había.

Luego tocaba lavar la ropa y limpiar, lo que siempre hacía cantando. Hoy había cantado la canción dhoom machalo dhoom, que había escuchado la noche anterior en el televisor afónico de los vecinos. Estaba contenta. Se sentía afortunada por no tener que trabajar en la construcción, lo que sí debía sufrir su amiga. Ella tenía que quedarse en casa a cuidar del bebé.

Lo oyó llorar y corrió a su lado. En un instante cambió los andrajos sobre los que el bebé yacía, y llenó de leche en polvo una botella recién enjuagada. Después, con el bebé sobre el regazo, apoyó su cuerpo esquelético en la puerta de la chabola, y miró los coches abigarrados que pasaban por delante. A veces, si quedaba algo de té, lo sorbía lentamente, intentando imitar los sonidos guturales del bebé.

Este era el mejor momento del día. Podía descansar y observar a la gente que había en la calle. La miraba con curiosidad, sin rencor. Todos le parecían gordos y bien vestidos, pero ella también se sentía feliz. Tenía una familia, un techo y una comida al día. Y un bebé con el que poder jugar. No podía pedir más.

Esa fue la primera vez que la vi: su cuerpo frágil y casi invisible estaba junto a la puerta. Mi potente cámara de fotos la enfocó y, al ver su cara cansada y malnutrida, sentí que invadía su intimidad. Pero no pude retirar el objetivo de la belleza de su rostro, una belleza que solo podía pertenecer a un ser inocente.

Empecé a hablar con ella sin prestar atención a sus vecinos. Se llamaba Chanda, me dijo, sonrojándose. Palpó la seda de mi sari y la piel de mi bolso y, cuando se lo pedí, me contó gustosamente cómo era su vida. Mientras hablaba del bebé, el cansancio parecía desaparecer de sus ojos. Me alegré de que no pudiera percibir la compasión que había en los míos.

Le di una chocolatina y rio mientras la comía. Lo importante para ella eran las pequeñas alegrías. El sabor del chocolate. El tacto de la seda. La sonrisa del bebé o media tortita. Al fin y al cabo, solo tenía siete años, y le habían encargado ocuparse del hogar cuando su madre murió unos meses antes, durante un parto.