Manuel Sierra, el pintor de paisajes y de la Memoria Histórica cuya obra fue borrada en Medina del Campo
Una palabra. Una conversación que desencadena un recuerdo que queda plasmado en un esbozo que permite mantener “la esquizofrenia a raya”. Goterones de pintura por el suelo muestran que el proceso de creación “ni empieza ni termina nunca”. El taller del pintor Manuel Sierra es fiel reflejo de su personalidad: llena de pinceles, acrílicos y cuadros cuidados pero apoyados contra una mesa. Libros por todas partes, figuritas llenas de historias y proyectos que esperan expectantes su destino. Un taller —y una figura, la de Manuel Sierra— en el que resulta imposible no detenerse un buen rato —o más— a contemplar.
“La creación no es sacar algo de la nada, sino combinar elementos que están desde el origen de los tiempos y ordenarlos de una manera. Eso da lugar al estilo”, explica desde su taller con un carcadé hirviendo en la cocina. El hibisco desprende un olor dulzón y amargo a la vez, como a veces es la propia vida.
—El color es muy bonito, ¿eh? Me gusta el carcadé por el color que tiene. Me lleva a tomar... ¿Cómo se llama esto, que es una botella pequeña rosa? ¡Un Bitter Kas!
El proceso creativo del pintor —inconfundible por su estilo figurativo, sus colores y sus pájaros— se asemeja a las relaciones humanas. “Me gusta ganármelo, que me admita”. “La tensión creativa atiende a todo, es como si tuvieras un radar que estuviera dando vueltas continuamente”, explica Sierra. Su estilo heredado del pop le hace querer avanzar hacia una pintura más “jugosa”, “esponjosa” y que se “pueda tocar”. A lo largo de los años, ha cambiado las cajas de zapatos por lienzos o aglomerados pintados en negro, que requieran mucha ‘capa’ y dé textura.
La mente de Sierra se asemeja a su casa; ágil pero caótica: tan pronto habla de libertad como de su alergia al aguarrás, de su infancia o de la tensión social, de cómo vivió el cierre forzoso de la Universidad en 1975, de qué legado le dejaron sus padres o de su pintura, claro. Primero prefiere estar de pie, luego se sienta. —“Cuidado con esa silla, que se mueve”—. Acude con rapidez a anécdotas de hace décadas y recuerda nombres y apellidos hasta de sus profesores de la universidad, cuando vivía en una comuna y tenía la barba muy larga y el pelo muy largo, con una trenza.
“Analógico perdido”, todavía está aprendiendo a utilizar el móvil, que cree que provoca “estupidez” porque no ayuda a tener tiempo “para pensar”, sino para “tonterías”. “Pensar es una propiedad que tenemos los humanos pero hay que practicarlo. Y eso da pereza, como ir al gimnasio”, apunta. Los trazos rápidos —para los que contiene la respiración— y ese lenguaje tan directo y figurativo le identifican rápidamente, aunque confiesa que el estilo puede llegar a convertirse en una prisión. “Es una jaula de oro, pero una jaula”, confiesa.
La realidad de mi tiempo es ese paisaje de Tierra de Campos pero también lo que pasó en Medina, en Los Balcanes, lo que estará pasando en el frente ruso-ucraniano
“Hay murales que son para celebrar la vida y estar vivos, y lo unidos que podamos estar y el deseo de un mundo mejor. Estos son murales cómodos, regocijantes. Pero hay murales para denunciar cosas, como en el caso de Medina del Campo. Tenía que hablar de la represión concreta de los muertos republicanos ocultos en un pozo pudriéndose y de una bodega que llegó a tapiar porque se lo comían los perros y ratas. Eso no es cómodo, pero la manera no es amenazar...”, reflexiona. El mural de Manuel Sierra duró cuatro días hasta que el dueño —que dijo sentirse “engañado”— borrara la pintura que pretendía recordar a las 63 personas que fueron fusiladas y lanzadas a un pozo en la finca de Los Alfredos, cuyos restos recuperó la ARMH de Valladolid.
No es la primera vez que se atacan sus pinturas más políticas —aunque también han cortado algún bodegón y pintura circense—. El año pasado en Castronuño (un pequeño pueblo de Valladolid) tacharon el texto relativo a la república y a la libertad. Ha perdido la cuenta de cuántos murales han sido dañados a lo largo de los años—mientras otros permanecen en buen estado—. “Pero el caso de Medina fue más triste todavía, porque la persona que cedió la pared dijo que no se atrevía a seguir, que había tenido tales amenazas que iba a mandar un pintor. Y eso me parece un salto cualitativo de una gravedad impresionante. La internacional fascista está aquí, instalada en todo el mundo”, protesta.
El pintor cree que es evidente el intento “de que el arte no cuente la realidad” y de que el discurso político en el arte se “menosprecie”. “La realidad de mi tiempo es ese paisaje de Tierra de Campos pero también lo que pasó en Medina, en los Balcanes, lo que estará pasando en el frente ruso-ucraniano. Tienes que contar eso”, reflexiona el pintor, que no es muy partidario de que el arte político entre en el mercado. “La tarea de la pintura política no es una complacencia de un rato, es el foro de debate que puede abrir y entonces para eso tiene que moverse”, defiende.
Si hay algo que caracteriza la pintura de Manuel Sierra son sus pájaros, cuyo romance nació en su infancia. “Siempre estábamos en el monte y nuestros padres nos enseñaban todo lo relacionado con la ornitología”, recuerda. El muralista descubrió después a los pájaros en la pintura pastoril —en las cayadas y los zurrones— y en la pintura mexicana.
No hay cultura en la que el pájaro no suponga una referencia a la libertad
La primera vez que el artista empleó la figura de un ave en una de sus obras fue en 1977, cuando le pidieron un cartel para anunciar la legalización de la CNT. “El mural contaba con cuatro ventanas. La primera estaba abierta y detrás de ella había un muro. La segunda estaba abierta y se podían visualizar rejas. La tercera también estaba abierta y de fondo se podían ver unas banderas muy tupidas. Y la última, la única en color, representaba una ventana con un paisaje y un pájaro. El lema era: ‘CNT está por la libertad de todos los presos’”, recuerda el pintor. “No hay cultura en la que el pájaro no suponga una referencia a la libertad”, señala Sierra. El muralista suele incluir las aves con los colores de la bandera republicana. “Son pequeños homenajes a toda la gente que les pasó lo que les pasó”, puntualiza.
Hace diez años Sierra también generó mucha polémica. En 2012 pintó un mural en recuerdo a los profesores represaliados durante la guerra civil y el franquismo que fue vandalizado en numerosas ocasiones con loas a Cristo Rey e insultos. “Estaba hecho una mierda, con 'rojos, hijos de puta' y toda es fantasmada... Cuando consideramos que ya había cumplido su función y decidimos contar la historia de los maestros y esta ha sido menos atacada”, recuerda.
La belleza de los murales reside precisamente en que acerca el arte al ciudadano. Y cuando son vandalizados, también son reflejo de esta sociedad.
—Es una respuesta a un planteamiento social sistémico que provoca mucha frustración. Ser adulto es acomodarse a las frustraciones, hacerlas tuyas, evitarlas y capearlas. Pero la gente joven traduce la frustración en ira y eso desemboca en lo que sea. Si encima tienen la oreja puesta a escuchar gilipolleces y que estimulan el odio... lo tienen blanco y en botella. A lo mejor hay un corte político en los murales, pero no es muy distinto del ataque del domingo por la noche a papeleras, bancos, kioscos...
Cuando el vandalismo tiene una motivación reivindicativa como los activistas climáticos que irrumpieron en el Louvre o El Prado, tiene otro cariz. “Es coherente. Das una alerta al mundo. Me fastidia que lo hagan como copropietario —como el resto del mundo— de las piezas, aunque las atacan con cuidado. ¿El marco es importante, por muy de la época que fuera?”, se pregunta. Mientras se acaricia la palma de la mano, asegura que los que acaban “jodidos” son los que se pegan la mano al cuadro.
A ratos desvía la mirada mientras recuerda a sus padres. “Mi padre era juez y pese a ser juez, era muy buena persona. Mi madre era licenciada en Filosofía y profesora de Filosofía e Historia”. Sierra fue uno de los jóvenes que vivió el cierre de la Universidad de Valladolid en 1975 por los disturbios estudiantiles. “La gran parte de los catedráticos se la jugaron y siguieron el curso en bares, en locales parroquiales, sedes de asociaciones de vecinos... acumulando sapiencia para hacer exámenes en su momento”, recuerda.
—¿Qué legado dirías que te dejaron tus padres?
—¿Cómo diría yo? La generosidad. Yo creo que me enseñaron a ser generoso y a ser agradecido a la vez. Y... tratar de ser valiente.
No puede evitar emocionarse al recordar cómo en el 78 sus padres y su hermano fueron a verle a comisaría tras un interrogatorio con “un viaje de golpes”. “Salía con la cara como una luna y mi madre me traía un bocadillo y una manta. Y le dije: 'no no, no te acerques'. Y se echó a llorar y le dije: ”No llores delante de esta gente, no llores nunca“. Y cuando se iba me dijo: ''Estoy tan orgullosa de tener un hijo tan valiente”.
Un payaso tragaldabas rojo y azul vigila a todo aquel que entra en el taller desde lo alto de una estantería. Pilas de libros de diferentes tamaños se acumulan en varias mesas y en el suelo, varias botellas de cristal encierran barcos de madera como el Unicornio del capitán Hadoque. Buscan la libertad. Romper el vidrio y poder navegar por el océano. Igual que hacen los pájaros de los murales que aunque se borren y dañen, siempre volarán en busca de la libertad.
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