“La guerra en Ucrania no empezó el jueves. Empezó en 2014, por mucho que haya gente que se empeñe en negarlo”. Así habla Nataliya, una mujer de 34 años que en 2015 huyó de Kiev rumbo a Barcelona, junto a su marido y sus hijos, escapando de la guerra. Ella es una de las 100.000 personas ucranianas que solicitaron asilo entre 2014 y 2020, fruto de un conflicto que ya ha dejado más de 15.000 muertos, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). España es uno de los países que más solicitudes recibió, 15.019 en total, sólo superada por Italia y Alemania. De hecho, desde 2014 hasta 2016, los ucranianos fueron la segunda nacionalidad en demandas de asilo en España, sólo por detrás de Siria.
“Ha sido un goteo constante de personas, que no se paró aun cuando el conflicto parecía que menguaba”, explica Paloma Favieres, responsable de políticas y campañas de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR). Pero, a pesar de eso, sólo al 1,09% de los solicitantes entre 2014 y 2020 se les concedió el asilo, según datos del Ministerio del Interior. Tampoco fueron muchos los que pudieron conseguir protección subsidiaria (0,57%) ni los que han podido tramitar su permiso de residencia (1,35%). Esto significa que el 96,98% de peticiones de asilo de personas ucranianas fueron denegadas o están sin respuesta.
Nataliya fue una de las personas a las que negaron el asilo. Su familia huyó porque su marido fue llamado al ejército, pero “se negó a acudir y a matar a sus iguales en una guerra civil sin sentido”, recuerda. Fruto de esta deserción, la policía fue a buscarlo, acusándolo de un delito penado con tres años de cárcel. Pero consiguieron escapar y llegaron a España, donde se les negó la protección. “Es muy frecuente que no se reconociera la deserción como motivo suficiente para obtener el asilo. En tanto que el servicio militar es obligatorio y no presentarse es un delito, no se consideraba a los desertores como un colectivo perseguido”, explica Favieres.
Ante esta respuesta, Nataliya, acompañada por la ONG Accem y el Servicio de Atención a Emigrantes, Inmigrantes y Refugiados (SAIER) del Ayuntamiento de Barcelona, interpuso un recurso ante la Audiencia Nacional. Pero el resultado, como en la gran mayoría de casos, fue el mismo. “Para entonces ya llevábamos dos años y medio aquí. Así que en lugar de volver a intentarlo de nuevo, decidimos esperar seis meses más y tramitar el permiso de residencia por arraigo”, recuerda. El caso de Nataliya, como el de miles de ucranianos, tardó “un tiempo vergonzosamente largo” en resolverse, tal como lamenta Favieres, quien recuerda que el máximo para peticiones de asilo es de seis meses, según la ley.
Huyendo sin garantías
La familia de Nataliya llegó a Barcelona en avión y, después de pasar su primera noche en un hotel, se pusieron en contacto con diversas ONG que les proporcionaron alojamiento en un albergue, primero, y en un piso social, después. “Esa ayuda fue imprescindible, porque nos permitió centrarnos en encontrar ingresos y a los seis meses ya estábamos trabajando”, explica. Hoy ella limpia pisos turísticos y él ejerce de repartidor, mientras que sus hijos estudian, el pequeño en un colegio público y el mayor una ingeniería en la Universitat de Barcelona.
Yuriy no tuvo tanta suerte. Él llegó a Málaga en 2015 desde Pokrovske, una ciudad a 1.500 kilómetros del frente de Donetsk, de donde también huyó porque le llamaron a filas. “No quería participar en la guerra y ni siquiera quería tomar partido. Mi madre es ucraniana y mi padre ruso, por lo que mi corazón está dividido”, explica. Si Nataliya vino en avión, él optó por la vía terrestre, por miedo a que lo interceptaran en el aeropuerto. Así que se subió a un autobús rumbo a la ciudad “más lejana posible del conflicto”. A él también le denegaron el asilo, aunque en su caso, no le dieron ninguna explicación.
“No me sorprendió, porque a todo el mundo que conocía se lo estaban denegando. A algunos con excusas tan baratas como que en Ucrania no había guerra. Eso duele, porque yo vi el frente y vi los muertos”, relata Yuriy. Preguntadas sobre los motivos de denegación de las peticiones de asilo y la baja cifra de aceptación, fuentes del Ministerio del Interior aseguran que “no se trata de una decisión que dependa de la voluntad política y jamás se deniega el asilo por criterios discrecionales como si se considera que hay guerra o no o si un desertor está perseguido o no. Tenemos una lista de criterios que cumplimos con rigor”. Pero para Paloma Favieres estos criterios son “obviamente insuficientes”, porque dejaron a miles de personas en situación administrativa irregular, mientras en su país se desarrollaba una guerra.
Según CEAR, la baja cifra de aceptaciones, así como la tardanza a la hora de resolver las peticiones, se explica por el llamado “criterio de prudencia”. Se trata de un principio al que puede acogerse la Oficina de Asilo y Refugio (OAR) para aplazar sus resoluciones cuando estalla un “conflicto de duración incierta. Muchos estados lo usan para evitar tomar decisiones hasta que haya previsión de cuánto va a durar. Esto se hizo con Ucrania y también con Siria”, explica Favieres. Por su parte, fuentes del Ministerio del Interior afirman “desconocer este término. Aseguramos que no se ha usado jamás, mucho menos en protección internacional, porque las decisiones no se toman en base a futuribles”.
Nueva guerra, nuevo intento
Según Acnur, ya son más de medio millón las personas que habrían salido de Ucrania a causa de la invasión rusa que empezó el pasado jueves. El Ministerio del Interior explica que “en un futuro se tomarán las medidas necesarias para atender el flujo de solicitantes”, pero Paloma Favieres advierte que no hará falta esperar para que España empiece a recibir solicitudes de asilo. “Con la reactivación del conflicto, muchas personas que ya están aquí tramitarán solicitudes sobrevenidas. Esto significa que, independientemente de su situación, pueden volver a pedir asilo, debido a que regresar a su país supondría poner en peligro su vida”.
Así lo ha hecho Yuriy. Hace ya siete años que llegó, pero todavía no cuenta ni con permiso de residencia. “Para eso necesito un trabajo, y nadie me quiere contratar porque me ven viejo. No tengo ni un solo papel y me cuesta mucho sobrevivir”, apunta este hombre de 59 años, que en su Ucrania natal fue profesor de física y matemáticas en la universidad. “No puedo volver. Primero, por la guerra. Y segundo porque me juzgarían por desertor”, explica, negándose a que se publiquen su apellido o fotos suyas. La familia de Nataliya tampoco quiere que se le reconozca, también por miedo a “lo que pudiera pasar”.
Ninguno quiere volver a Ucrania y tampoco querrían en caso de que acabara el conflicto. “Ya he sufrido demasiados cambios en mi vida. Primero, tuve que dejar la universidad con la llegada de la Perestroika. Así que monté un negocio, que tuve que abandonar por la guerra. Yo ya me quedo aquí, pase lo que pase”, explica Yuriy. También habla así Nataliya, quien cuenta que sus hijos “ya son catalanes. Se han hecho hasta del Barça. No vamos a volver. Como mucho, en vacaciones”, dice. Ahora, ambos miran con preocupación a lo que pasa en Ucrania, sabiendo que dentro de poco, centenares de miles de personas iniciaran el mismo camino que ellos empezaron hace siete años y que aun no han terminado.