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Inmigración y militarismo

Albert Orta

Centre Delàs d'Estudis per la Pau —

Mientras algunos hablan de un mundo global sin fronteras, hay muros que no paran de crecer, cada vez más altos, más difíciles de saltar, más militarizados. ¿Para qué? Para detener una nueva amenaza: la inmigración ilegal. En muchos lugares del mundo encontramos ejemplos que responden a este objetivo: la decisión del Gobierno italiano de incrementar la presencia del ejército en las costas meridionales de Italia después de la tragedia de Lampedusa, la fortificación de la frontera entre México y los EEUU, o sin ir más lejos, las famosas vallas de Ceuta y Melilla. Esta supuesta guerra ha dejado ya en las puertas de Europa 17.300 muertos (la mayor parte de un solo bando) desde 1993, y deplorables episodios como la actuación de la Guardia Civil disparando pelotas de goma contra migrantes. Resultado: quince muertos ahogados.

La inmigración ha pasado a ser una de las principales preocupaciones de muchos ministerios del Interior y de Defensa de los países que llamamos desarrollados. Y eso, dicen, justifica estas prácticas. Aunque puedan tener consecuencias trágicas (como en Ceuta o Lampedusa recientemente), se nos presentan como el mal menor para evitar males mayores: si no nos defendemos nos invadirán. “30.000 subsaharianos preparan el salto a Europa por Ceuta y Melilla”, escribía el diario El País el 18 de febrero. Como muy bien dice el politólogo Fernando Vallespín, los migrantes son vistos como bárbaros que presionan nuestras fronteras, bárbaros que no cuentan (en derechos) pero se los cuenta (30.000 asaltantes eran un día, 80.000 al siguiente según el Ministro del Interior). En otra perla, La Razón abría el 5 de marzo anunciando que hay “un guardia civil por cada 64 inmigrantes a la espera del asalto”, y debajo ofrecía pruebas de la “bárbara violencia contra las Fuerzas de Seguridad”, acompañadas de una infografía comparando el “armamento” de los migrantes con el de la Guardia Civil.

Estos ejemplos forman parte de un relato que construye al migrante como una amenaza, lo criminaliza como un ilegal/invasor, y legitima la militarización de las fronteras. Darse cuenta de este nexo entre palabras y hechos es fundamental ya que, hay que recordar, las primeras acompañan los segundos y los justifican. La solución a los problemas depende en buena parte de cómo los enfocamos. Por tanto, si analizamos la cuestión de las migraciones desde el prisma de la seguridad del Estado, la respuesta pasará muy probablemente por la militarización.

¿Somos ilusos y no afrontamos la realidad si nos oponemos a esta lectura? ¿Realmente los migrantes ilegales suponen una amenaza a la identidad, orden público y el mercado laboral? No hay espacio aquí para resumir el impacto de la inmigración contemporánea en las sociedades occidentales, pero algunos datos disponibles para cualquier ciudadano pueden empezar a hacer tambalear el argumento de la invasión. Uno: la mayoría de migrantes entran en España por avión y carretera, no nadando, en patera o saltando vallas. Dos: durante la primera década de los años 2000 llegaron cerca de 5 millones de personas y no sólo no causaron disturbios en el orden público, sino que además contribuyeron al crecimiento económico de entonces. Y tres: si ha habido problemas de convivencia ha sido más por actitudes xenófobas y concepciones esencialistas de la identidad que no por la mera presencia de gente llegada de otras partes.

Si queremos evitar las consecuencias de la militarización, tenemos que analizar y contraargumentar los relatos que la justifican, sea en el caso de las migraciones o en otros, como por ejemplo la participación política y las manifestaciones. Para terminar, una segunda conclusión que se desprende de la primera: a menudo, las respuestas militares a un problema no son cuestión técnica, fuera de la política, sino que son el resultado de una decisión previa al definir el problema como una amenaza a la seguridad del Estado.

Mientras algunos hablan de un mundo global sin fronteras, hay muros que no paran de crecer, cada vez más altos, más difíciles de saltar, más militarizados. ¿Para qué? Para detener una nueva amenaza: la inmigración ilegal. En muchos lugares del mundo encontramos ejemplos que responden a este objetivo: la decisión del Gobierno italiano de incrementar la presencia del ejército en las costas meridionales de Italia después de la tragedia de Lampedusa, la fortificación de la frontera entre México y los EEUU, o sin ir más lejos, las famosas vallas de Ceuta y Melilla. Esta supuesta guerra ha dejado ya en las puertas de Europa 17.300 muertos (la mayor parte de un solo bando) desde 1993, y deplorables episodios como la actuación de la Guardia Civil disparando pelotas de goma contra migrantes. Resultado: quince muertos ahogados.

La inmigración ha pasado a ser una de las principales preocupaciones de muchos ministerios del Interior y de Defensa de los países que llamamos desarrollados. Y eso, dicen, justifica estas prácticas. Aunque puedan tener consecuencias trágicas (como en Ceuta o Lampedusa recientemente), se nos presentan como el mal menor para evitar males mayores: si no nos defendemos nos invadirán. “30.000 subsaharianos preparan el salto a Europa por Ceuta y Melilla”, escribía el diario El País el 18 de febrero. Como muy bien dice el politólogo Fernando Vallespín, los migrantes son vistos como bárbaros que presionan nuestras fronteras, bárbaros que no cuentan (en derechos) pero se los cuenta (30.000 asaltantes eran un día, 80.000 al siguiente según el Ministro del Interior). En otra perla, La Razón abría el 5 de marzo anunciando que hay “un guardia civil por cada 64 inmigrantes a la espera del asalto”, y debajo ofrecía pruebas de la “bárbara violencia contra las Fuerzas de Seguridad”, acompañadas de una infografía comparando el “armamento” de los migrantes con el de la Guardia Civil.