Hoy se cumplen dos meses exactos del inicio de la nueva escalada de violencia en Rakhine, uno de los siete estados de Myanmar situado en la costa oeste del país. El balance de estos 60 días: más de 5000 muertos, casi 600.000 personas rohingyas refugiadas en el estado de Bangladesh, al menos 288 pueblos rohingyas quemados e incontables testigos de desapariciones, agresiones y violaciones. Este nuevo episodio de violencia hacia la minoría musulmana se reactivó el 25 de agosto tras el ataque del grupo de insurgentes rohingya ARSA (Arakan Rohingya Salvation Army) a varias comisarías y una base militar birmana en Rakhine. Estos hechos dieron al ejército nacional carta blanca para iniciar una verdadera depuración rohingya. Como han afirmado varios expertos y dirigentes internacionales, incluyendo el propio Secretario General de la ONU António Guterres, no podemos obviar que estamos ante un genocidio en toda regla.
La persecución de los rohingyas por parte del ejército birmano no es novedad ni un hecho aislado. Los rohingyas suponen el 4% de la población del estado birmano de tradición budista. Las buenas relaciones y el apoyo de los rohingyas a los colonos ingleses generaron un clima de tensión entre ambas comunidades que, con la descolonización en 1948, dejó al grupo minoritario en una situación de máxima vulnerabilidad. Desde entonces, los rohingyas han sido discriminados sistemáticamente por las instituciones políticas hegemónicas del país, que consideran a sus integrantes como inmigrantes de Bangladesh no bienvenidos. Con la instauración de la dictadura militar en 1962 se les denegó la nacionalidad birmana que hasta entonces habían tenido y se convirtieron en apátridas sin derechos civiles ni políticos. Entre otros, no tienen derecho a la libre circulación, no tienen derecho a trabajar, no tienen derecho a ser escolarizados ni a recibir asistencia sanitaria, no tienen derecho a casarse ni a tener más de dos hijos, y tampoco tienen derecho a poseer tierras, las cuales les son confiscadas sistemáticamente. Este escenario que se ido tejiendo desde hace décadas ha permitido la normalización y legitimación de prácticas de trabajo forzado, de explotación laboral y sin garantías, de acosos y violaciones, de quema de mezquitas, casas y escuelas con rohingyas dentro, etc. No sin motivo la ONU declara que los rohingya son la minoría étnica más perseguida. Esta asfixiante violencia estructural y física es la que ha levantado rebeliones rohingyas en diferentes episodios como el de 2012, el de octubre de 2016 o este último de finales de agosto. No es anecdótico escuchar los motivos de los insurgentes de este último levantamiento, que defendían estar “llevando a cabo acciones defensivas en respuesta a varias semanas de saqueos y abusos contra civiles por parte del ejército de Myanmar en la localidad de Rathedaung”.
Parecía que el ascenso al poder de la Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi 2015 con su proyecto de transición democrática podría poner fin al apartheid contra la comunidad rohingya, pero en la práctica se ha limitado a reproducir las políticas ya existentes. Tras la revuelta de 2016, Suu Kyi desestimó la apertura de ninguna investigación, persecución y juicio contra los ejecutores de crímenes contra los rohingyas; y con el último episodio de este pasado agosto, la Consejera tardó casi un mes en emitir declaración alguna. Durante su discurso Suu Kyi expuso: “Condenamos todas las violaciones de los derechos humanos (...) y nos comprometemos al imperio de la ley y del orden”; sin embargo, evitó emitir cualquier condena o asumir responsabilidades, alegando que aún se desconocen cuáles son los verdaderos problemas y que les han llegado denuncias y contra-denuncias que deben investigarse. También aseguró que desde el 5 de septiembre las “operaciones de seguridad” habían concluido y que no se habían producido más incidentes, lo que posteriormente ha sido desmentido por varias organizaciones internacionales. Según Human Rights Watch, la quema de al menos 66 de los 288 pueblos rohingyas incendiados se habría producido después del 5 de septiembre, y los relatos de las víctimas que consiguen esquivar los filtros de la política de terror y la censura del estado birmano hablan de brutales episodios de agresiones y violaciones cometidas estas últimas semanas. Sin embargo, la prohibición de la libertad de expresión junto con el difícil acceso a la zona complican el trabajo de los periodistas. En este sentido, Arif Sultana, coordinadora y editora del medio de comunicación alternativo Rohingya Vision, explica al Centro Delàs: “como medio rohingya, es un trabajo muy difícil poder verificar la actualización de la información del escenario del crimen debido a la restricción de los periodistas”. Justamente porque en su caso han conseguido acceder a la zona, el medio recibe amenazas constantes: “Nos enfrentamos a muchos desafíos y amenazas del gobierno birmano desde el pasado octubre de 2016, cuando nuestro portal web fue hackeado varias veces y nuestra página de facebook bloqueada. El portavoz de la presidencia de Myanmar, U Zaw Htay nos amenazó directamente con bloquear la página de facebook y efectivamente lo hizo después del 25 de agosto”.
La zona del conflicto no sólo es infranqueable para la mayor parte de los periodistas, sino también para las diferentes ONG y organizaciones internacionales que reclaman acceder para prestar ayuda humanitaria. Por otro lado, la visita que la ONU tenía que realizar en la zona a finales de septiembre también fue cancelada por el gobierno birmano. Ante el aislamiento y el hambre, el éxodo masivo hacia Bangladesh continúa sumando refugiados en el país vecino, que según ACNUR ya concentra casi 600.000 rohingyas, de los cuales el 60% son niños. Según la misma organización, si las autoridades de Bangladesh acaban construyendo el nuevo campo de refugiados que han anunciado, con capacidad para 800.000 personas, estaríamos ante el campo de refugiados más grande del mundo.
Los hechos nos hacen pensar que la figura de Suu Kyi habría sido un mero producto de marketing “democrático” inscrito dentro de las estructuras institucionales monopolizadas por el brazo militar del país y no una verdadera opción de cambio. Considerando que el parlamento necesita al menos el 76% de los votos para modificar la Constitución y que actualmente los militares ocupan de facto el 25% de la cámara, parece difícil poder articular cualquier transformación. Sencillamente, los números no salen. Además, el ejército sigue poseyendo el ministerio de Defensa, el del Interior y el de Asuntos fronterizos.
Ante este conflicto de mal pronóstico, se esperaría que la Comunidad Internacional tomara medidas. Sin embargo y a pesar de los discursos de preocupación y condena emitidos por múltiples dirigentes, de momento no se ha llevado a cabo ninguna acción directa más allá de la ayuda humanitaria y de carácter paliativo de algunas agencias intergubernamentales en Bangladesh. El Consejo de Seguridad de la ONU, máximo exponente de la Comunidad Internacional, se ha reunido recientemente para estudiar la crisis pero no ha emitido ninguna resolución o propuesta concreta. Si analizamos los intereses que los inversores internacionales tienen sobre terreno es más fácil comprender el inmovilismo político. Myanmar es un país muy rico en recursos naturales: posee gas, petróleo, piedras preciosas, opio y madera de gran calidad, entre otros. Para Occidente, condenar el gobierno de Suu Kyi supondría poner en riesgo las potenciales ganancias económicas que les podría brindar el país birmano en esta “seudodemocracia” que les da más margen de maniobra que la anterior dictadura militar, más cercana a China.
Ante este escenario geopolítico, ya no nos puede sorprender que la ONU haya decidido retirar la publicación de su informe sobre la crisis alimentaria de los rohingya ante la petición del gobierno de Myanmar. Sin duda, el gobierno birmano no ignora que la información es la más valiosa de las armas. Y es que ya lo decía Napoleón: “Cuatro periódicos hostiles son más peligrosos que mil bayonetas”.
Hoy se cumplen dos meses exactos del inicio de la nueva escalada de violencia en Rakhine, uno de los siete estados de Myanmar situado en la costa oeste del país. El balance de estos 60 días: más de 5000 muertos, casi 600.000 personas rohingyas refugiadas en el estado de Bangladesh, al menos 288 pueblos rohingyas quemados e incontables testigos de desapariciones, agresiones y violaciones. Este nuevo episodio de violencia hacia la minoría musulmana se reactivó el 25 de agosto tras el ataque del grupo de insurgentes rohingya ARSA (Arakan Rohingya Salvation Army) a varias comisarías y una base militar birmana en Rakhine. Estos hechos dieron al ejército nacional carta blanca para iniciar una verdadera depuración rohingya. Como han afirmado varios expertos y dirigentes internacionales, incluyendo el propio Secretario General de la ONU António Guterres, no podemos obviar que estamos ante un genocidio en toda regla.
La persecución de los rohingyas por parte del ejército birmano no es novedad ni un hecho aislado. Los rohingyas suponen el 4% de la población del estado birmano de tradición budista. Las buenas relaciones y el apoyo de los rohingyas a los colonos ingleses generaron un clima de tensión entre ambas comunidades que, con la descolonización en 1948, dejó al grupo minoritario en una situación de máxima vulnerabilidad. Desde entonces, los rohingyas han sido discriminados sistemáticamente por las instituciones políticas hegemónicas del país, que consideran a sus integrantes como inmigrantes de Bangladesh no bienvenidos. Con la instauración de la dictadura militar en 1962 se les denegó la nacionalidad birmana que hasta entonces habían tenido y se convirtieron en apátridas sin derechos civiles ni políticos. Entre otros, no tienen derecho a la libre circulación, no tienen derecho a trabajar, no tienen derecho a ser escolarizados ni a recibir asistencia sanitaria, no tienen derecho a casarse ni a tener más de dos hijos, y tampoco tienen derecho a poseer tierras, las cuales les son confiscadas sistemáticamente. Este escenario que se ido tejiendo desde hace décadas ha permitido la normalización y legitimación de prácticas de trabajo forzado, de explotación laboral y sin garantías, de acosos y violaciones, de quema de mezquitas, casas y escuelas con rohingyas dentro, etc. No sin motivo la ONU declara que los rohingya son la minoría étnica más perseguida. Esta asfixiante violencia estructural y física es la que ha levantado rebeliones rohingyas en diferentes episodios como el de 2012, el de octubre de 2016 o este último de finales de agosto. No es anecdótico escuchar los motivos de los insurgentes de este último levantamiento, que defendían estar “llevando a cabo acciones defensivas en respuesta a varias semanas de saqueos y abusos contra civiles por parte del ejército de Myanmar en la localidad de Rathedaung”.