Joaquim Carreras, agricultor de la localidad de Alcarràs (Lleida) con ocho hectáreas principalmente de melocotón, nectarina y paraguayo, llegó a cobrar buena parte de la fruta el año pasado a 0,25 euros el kilo. “Entre maquinaria, sulfatos, riego, temporeros, impuestos... Producir un kilo me cuesta 0,30 euros; no me sale a cuenta”, comenta este campesino. Como él, el conjunto sector hortofrutícola, con gran presencia en Catalunya y Aragón, alerta de que hace cuatro años que sufre pérdidas, y aunque prevén una cierta mejora en la campaña de 2018, no se atreven a vaticinar un aumento de los precios.
A fecha de 30 de julio, algunas variedades de melocotón y nectarina ya se encuentran por debajo de 0,60 euros el kilo y bajando. Con todo, un precio ligeramente superior al de hace un año, según marca el Observatori Agroalimentari de Preus de Catalunya, una herramienta ideada en 2017 por la Generalitat que trata de ofrecer una estimación del precio de la fruta de hueso semanalmente, aunque no es vinculante.
Esta temporada empezó en mayo con previsiones de una caída de la producción de entre el 12 y el 15%. Contra lo que podría parecer, esto es una buena noticia para el sector, que precisamente el año pasado produjo demasiadas toneladas de fruta dulce, algo que incentiva a las centrales a pagar menos por la pieza. Las cooperativas y centrales comercializadoras se comprometen a veces a no pagar menos de 0,50 euros el kilo, pero al final acaban cediendo a los precios que les fijan sus compradores, los grandes supermercados europeos.
El año pasado se llegó a unos niveles de sobreproducción –450.000 toneladas solo en la comarca del Segrià– que los agricultores pidieron la retirada de fruta del mercado para ajustar los precios, un mecanismo que debe contar con el visto bueno de la Comisión Europea. El ok llegó a finales de agosto y en tan solo 24 horas los campesinos cubrieron el cupo de 20.000 toneladas apartadas. Este año, los sindicatos aseguran que no se plantean pedir esta medida excepcional, aunque la Generalitat dice haber negociado ya con el Gobierno esta posibilidad.
“Es una acción para fijar un precio en el mercado que el año pasado llegó tarde”, sostiene Carmel Mòdol, director general de Alimentación, Calidad y Industria Agroalimentaria de la Generalitat, convencido de que si la retirada puede tener algún efecto debe ser a principios y no al final de la campaña, cuando mucha de la fruta ya está colocada. “El año pasado solo sirvió para limpiar los almacenes del producto sobrante”, asegura.
Del veto ruso al poder de los supermercados
Los agricultores de la provincia de Lleida, que durante años se ganaron bien la vida y fueron ampliando sus plantaciones, convirtiéndose en los principales productores de Europa sobre todo de paraguayo, se asomaron al abismo en 2014. El veto ruso ese año dejó al sector hortofrutícola catalán y aragonés sin uno de sus mayores mercados. Solo de España importaba 65.000 toneladas de melocotones y nectarinas, alrededor de un 50% de la cuota de mercado.
Con el adiós al comprador ruso empezó una crisis de precios para la que el sector no ha encontrado alternativas. “Los mercados se han acostumbrado a comprar barato, los grandes supermercados pelean para ver quién se lo vende más económico, no tienen en cuenta la calidad”, lamenta David Borda, del sindicato Joves Agricultors i Ramaders de Catalunya (JARC). Entre las grandes firmas, señalan a Lidl, Aldi, Tesco o Carrefour como los responsables de fijar estos precios.
Tanto JARC como la Unió de Pagesos consideran “perjudicial” para el campesino el proceso de comercialización de la fruta. Los agricultores entregan los palés de fruta a las cooperativas y centrales, que no les dicen cuál será el precio final que cobrarán por ellos. Esto lo acaban sabiendo al cabo de unos meses, al final de la liquidación. El montante total que recibe el productor depende de lo que pagan las grandes empresa europeas, intermediarios mediante, a las centrales.
“Vas al supermercado y la fruta te cuesta 1,50 euros el kilo, su precio no ha bajado, pero lo que nosotros cobramos sí”, se queja Borda. “El campesino debería poder exigir un precio antes de entregar su producto, pero al final nunca lo hace porque sabe que se puede quedar sin nada: no tiene la sartén por el mango”, concluye el portavoz del sindicato. “Algo nos perdemos durante el proceso y alguien cobra mucho por hacer muy poco”, afirma Jaume Pedrós, de Unió de Pagesos.
El negocio familiar, ¿en retroceso?
Para Carreras, los que hacen de la agricultura un negocio familiar tienen los días contados. “Poseer ocho, diez, quince hectáreas de fruta es insostenible”, lamenta. Lo corrobora el secretario general de Agricultura. “Es así, las explotaciones con estructura familiar no pueden aguantar porque no pueden reducir costes; un agricultor que mueve 1 millón de kilos al año no puede ser tan eficiente en el gasto como una gran empresa productora que genera 10 o 12 millones de kilos”, expone Mòdol.
El sector tiene la sensación de estar atrapado en un círculo vicioso: la dinámica del mercado empuja a los agricultores a producir más –para así sacar más partido a la inversión–, pero a la vez la gran cantidad de fruta que se recoge es lo que provoca que se pague menos por pieza.
Para Unió de Pagesos, una vía de escape a este aparente callejón sin salida sería que el Gobierno pudiera fijar un precio mínimo de obligatorio cumplimiento, pero esta medida está fuera del alcance competencial de la Generalitat. En su Plan de acción para la fruta dulce 2018-2020, presentado en mayo, la propuesta más destacable del Govern pasa por arrancar 2.000 hectáreas de fruta dulce a cargo de los fondos de la Unión Europea.
Las demás medidas del plan tienen que ver con el fomento del consumo de fruta, de la innovación tecnológica o de la apertura a mercados locales. “Las cooperativas tienen que decidir si del total de lo que comercializan pueden sacar un 20% de fruta madura para que sea consumida en el ámbito local”, propone Mòdol.