A Arcadi Oliveres la muerte no le ha cogido por sorpresa. Llevaba semanas preparándose. Entre amigos y familiares, vivió esta etapa con la serenidad y entereza que le caracterizaba para todas las cosas de la vida: haciendo planes, discutiendo sobre los problemas de la humanidad y rememorando episodios de su trayectoria militante. Los filósofos clásicos solían decir que el modo en que morimos revela algo muy profundo de nuestro carácter. En efecto, la dignidad, humildad o sencillez con la que Arcadi se ha despedido es un fiel reflejo de su vida.
Cuando le dijeron que el cáncer era terminal decidió que no quería morir en el hospital. A partir de entonces, el salón y el jardín de su casa en Sant Cugat del Vallès se convirtieron en un lugar de peregrinación. Sentado en su sofá, junto a su mujer Janine, recibía nuestras visitas. Nos ofrecía té, frutos secos o galletas. Cuando estaba su hijo músico, Albert, entonces la velada podía terminar en un improvisado concierto de piano. Arcadi siempre ha hecho sentir bien a quienes le rodeábamos. Era un hombre afable. En una ocasión la música se trasladó a la calle, con un emotivo repertorio cantado a coro tras una pancarta y un equipo de música, delante de su portal. No fue esa la única despedida a la que acudió. Por ejemplo, la federación catalana de ONG o la plataforma ciudadana del Procés Constituent, cofundada por él, organizaron sendos actos de reconocimiento ante su presencia.
Las muestras de afecto eran tan numerosas que la familia habilitó una web abierta a su otra familia, más amplia y diversa, de la que formaba parte: la de los movimientos sociales. Llegaron más de 7.000 mensajes. Con todo, estos últimos días ya no recibía visitas. El viernes fue la última vez que hablé con él. Le costaba hablar. Su voz era un hilo frágil y tembloroso pero lucido y sereno. Ningún sentimiento de rabia, impotencia o enfado con el mundo. Se iba con agradecimiento. Era un afortunado -confesaba – por haberse podido despedir con tiempo y rodeado de todos sus seres queridos.
Tras su muerte, en la memoria colectiva queda el recuerdo de un Arcadi sentado en una silla plegable, micrófono en mano y hablándole a quien quisiera escucharle sobre las injusticias del planeta. Lo hacía pausadamente pero con claridad y rotundidad. Su voz crítica, insobornable, nunca dejaba de oírse en todos los foros. Iba a cualquier sitio donde se le reclamaba con su viejo coche y una pequeña agenda arrugada para apuntar todas las charlas a las que se comprometía a intervenir. Esa agenda era una muestra de su incasable compromiso en la lucha contra las injusticias: casi todos sus fines de semana estaban ocupados con muchos meses de anticipación.
Con él, hoy se va uno de los mayores referentes de los movimientos sociales en Catalunya. Vinculado desde siempre al catolicismo progresista y al pacifismo, Arcadi destacó por su lucha antifranquista. En los años ochenta empezó a ejercer de profesor de Economía. Dentro y fuera de la universidad, en libros o entrevistas, siempre nos recordaba que la desigualdad era producto de un capitalismo feroz que tendía a convertir todos los derechos en mercaderías.
En los años noventa, para muchos de mi generación Arcadi nos abrió camino. De hecho, leyendo sus libros o escuchando sus discursos tomamos conciencia política. Son muchas las cosas que aprendimos. Una de ellas: la importancia de organizarnos en asambleas, cooperativas, asociaciones o agrupaciones de cualquier tipo para perder el miedo y defender nuestra libertad.
A Arcadi lo conocí en la campaña del 0'7% para los países menos desarrollados. Desde entonces, nunca le perdí la pista. Fue uno de los mediadores en los encierros de migrantes en varias iglesias de Barcelona en protesta por la ley de extranjería. También se implicó en las campañas de objetores fiscales contra el gasto militar o en las movilizaciones antiglobalización o contra la guerra de Irak.
Casi veinte años más tarde, seguía sin perder la esperanza. Frente al pesimismo de la inteligencia, siempre estaba dispuesto a levantar la bandera del optimismo de la voluntad. Su fe en el género humano no era inquebrantable, pero consideraba que eso no era impedimento para embarcarse en proyectos que mejoraran la posición de los más débiles y, con ello, acercarnos a ese otro mundo posible. Con ese ánimo, participó activamente en movilizaciones como la del soberanismo catalán o la de las plazas de los indignados del 15-M.
Arcadi nunca perdió la oportunidad de comprometerse con causas nobles, aún sabiendo de antemano que probablemente estaban perdidas. Lo hacía de forma pública y, cuando era necesario, de modo discreto. Como abogado, en más de un caso recibí su ayuda en la defensa de algún activista perseguido en un momento en el que la lucha antirrepresiva no tenía los focos y las simpatías que tiene ahora en Catalunya.
Quienes hemos tenido la fortuna de conocer a Arcadi en manifestaciones, asambleas, aulas o foros nos sentimos afortunados de haber disfrutado de su enorme humanidad, su vocación pedagógica de profesor, su humildad, su generosidad, su honestidad, su humor y, sobre todo, su coherencia radical entre sus ideas y su forma de estar en el mundo.
Con esa coherencia vital y su ejemplo nos deja una última enseñanza: hay que atreverse a imaginar el futuro para poder influir sobre él. Eso haremos, compañero y maestro. Seguiremos enzarzados –cada uno a su manera– en esa pelea para que el mundo sea un lugar más habitable y menos cruel. Descansa en pau, estimat Arcadi.