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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La entrada de los bárbaros por Gracia

Siento hablar con demasiada frecuencia de lo mismo, quizá os harte, no lo sé, pero ahora un nuevo viraje de la aniquilación que el turismo provoca en Barcelona amenaza con traspasar las fronteras del inexpugnable poblado galo que es la Vila de Gràcia. El lector de mi generación que no lo frecuente lo denigrará porque se le considera hipster de noche, con una miríada de bares diseñados para que jóvenes profesionales liberales gasten su dinero y se doren la píldora con total despreocupación.

La otra visión es del que quien convive en sus calles desde hace décadas, conoce los nombres de cada rincón, no se pierde en su laberinto y se alegra por un ecosistema sano donde las personas, como en un pueblo, se saludan al cruzarse porque la rutina de frecuentarlo crea conocidos de la nada y una educación cívica que se percibe en su activismo. Algunos, entre los que me encuentro, lo juzgan hasta cierto punto inofensivo desde un sentido positivo, entre otras cosas porque los habituales vamos a los bares de siempre, nos sentamos en las plazas y ahí vemos la vida pasar entre charlas, cervezas y algunos hábitos diurnos de paz y nocturnos de conversación, cerveza y paseo, contentos en el meollo de sus festividades anuales y la lógica de espacios que forman parte de nuestro tejido vital.

Qui n’ha begut en tindrà set tota la vida menos cuando llegan las fiestas. Hace años, cuando era pequeño, me gustaban, pero desde hace unos años se masificaron. Gràcia mantiene su estructura de pueblo por un motivo que le ha otorgado una resistencia particular que hasta genera pereza por ir al centro. Es un recinto amurallado sin muros que la protejan porque las calles ya delimitan su perímetro. Desde la plaça Joanic la barrera es la calle Escorial, prosigue por Travessera de Dalt, la cubre desde otro ángulo por Gran de Gràcia y la cierra, hasta crear una cuadrícula imperfecta, por el carrer Còrsega con un breve tramo del Passeig de Sant Joan. Estas fronteras han creado expresiones como baixar a Can Fanga, por las obras del Eixample que podían admirarse desde el carrer Bonavista, o a Barcelona. Salir de su zona de influencia es acceder a otra dimensión.

Las fiestas degeneraron en un alud de forasteros y guiris dedicados a emborracharse y destrozar el bonito esfuerzo de los vecinos. Por eso muchos abandonamos el barrio durante esos días de agosto, porque se desnaturaliza. Ahora corremos que ese peligro se amplíe porque el Ayuntamiento es insaciable en consolidar un modelo de ciudad que no desean los ciudadanos. En Gràcia queremos nuestra normalidad anormal del Canigó y los nuevos bares chinos, de la calle Verdi con su trasiego y la ruta de plazas entre el señor Rovira sentado en su banco en el recuerdo a Marsé y la horrible estatua de la colometa en el Diamant.

Perdonaríamos el crimen que quieren cometer con la plaça del Sol, que se convertirá en una especie de Kindergarten para que los jóvenes no se sienten en el suelo a beber cerveza de los pakistaníes, majos y útiles ante el aumento de precios de algunos bares donde antes íbamos porque eran de la familia. Sol, donde hubo el cedro de la libertad, empezó a hundirse cuando se cargaron su refugio y construyeron un parking de scalextric. Los noventa la llevaron al exceso de horas de fiesta y el nuevo siglo marcó una especie de equilibrio en la problemática. Vemos carteles de a Gràcia no volem soroll, pero vaya, ahora los de BCNeta tienen la perfecta táctica de desalojo de las plazas con su manguera, de la más baja hasta la más alta, llenando de agua el cemento de Bohigas para expulsar justo antes de la llegada de los coches de policía.

Lo de la plaça del Sol, desarrollado con medidas idiotas como quitar un banco bajo el pretexto que era la base de los camellos, como si estos no pudieran moverse como cualquier ser humano, es casi una caricia del mal para sedar el espacio público, ágora, foro, un lugar al que accede desde los cuatro puntos cardinales. Para romper todo el conjunto deberán esmerarse mucho más y hacerlo mejor que en el experimento inmobiliario y claustrofóbico de la plaça de les dones del 36, donde montaron todo tan deprisa que la reja ya está pintada y su sistema de cloacas debió ser revisado tras sólo tres años de funcionamiento. Hay mil plazas y encima ahora, porque son la monda de listos, las llenarán de guiris, porque más que en escuelas piensan en conceder nuevas licencias hoteleras. La acción vecinal ganó la batalla con l’Escola de l’Univers que se ubicarà en la calle Bailén. De momento sus alumnos siguen en esos deleznables barracones de la plaça del Poble Romaní. No lejos de su chimenea proliferan las librerías y se demuestra que el pequeño comerciante tiene una idea mucho más cabal de lo que debe ser el magma que fomente una ciudadanía digna desde un marco de convivencia que nunca será perfecto ni equitativo pero que desde una tradición de siglos aspira a una cierta armonía, vivir sin sobresaltos, sonreír de vez en cuando.

Cuando me encamino a una cita con mis amigos paso por la calle Còrsega y topo con el barullo del Generator Hostel. Miles de extranjeros se lo pasan bien por cuatro duros. Nada malo hay en ello. Lo mismo ocurre en la calle Bruniquer con otro albergue de nuevo cuño. Ahora el Ayuntamiento tramita permisos para 400 nuevas plazas hoteleras, una en Sol, otra en Legalitat, otra más en Jardinets y una última monumental, 182 habitaciones, en Còrsega, donde la antigua sede de la compañía alemana Henkel, sin olvidar lo de la Torre Deutsche Bank. Lo bueno dentro del cinismo del plan es que salvo una casi todas están en el limes, por lo que quizá sigamos con la ignorancia del turista que cuando le hablas de Gràcia la identifica con el Passeig de Gràcia y no penetra en el interior de mi hábitat. Deseo que siga así porque el barrio pese a todo continúa como un microcosmos virgen de personalidad propia. Es cierto que ya intentaron convertirlo en un segundo Born y que lo han logrado a medias en algunos enclaves, es cierto que muchos la identifican como una postal naif entre restaurantes antiguos, vaquerías desaparecidas y algún gueto de modernillos. Que diguin el que vulguin que jo ja estic content. Lo que no quiero por nada del mundo es que sigan con su exterminio de la esencia en zonas que aun la mantienen. Hoteles son invasión, aumento del alquiler, masificación donde había sillas plegables y precios más caros en los bares, como en el Raïm de toda la vida, bar cubano de fachada que fue el refugio de muchos y ahora se ha convertido en el coto privado de los visitantes porque pagar dos euros y medio por una cerveza es una estafa que no puede tolerarse en esta época de miseria y precariedad que el consistorio no se preocupa por paliar.

En el Imperio romano los bárbaros se asentaron en zonas limítrofes y de repente, pasados los años, saquearon Roma. La metáfora es exagerada, pero si uno lo piensa desde lo que comenzó siendo algo simpático derivamos hacia una ocupación que quiebra lo que entendemos como vivir en tranquilidad y sin molestias que emborronen la ya difícil existencia cotidiana. Barcelona debe ser para sus ciudadanos, no para el capital privado. Esperemos que Mayo confiera al aire otro ambiente porque de otro modo la espiral será infinita y hay problemas importantes que resolver que sólo solucionaremos si alguien gobierna desde una idea de bienestar común.

Siento hablar con demasiada frecuencia de lo mismo, quizá os harte, no lo sé, pero ahora un nuevo viraje de la aniquilación que el turismo provoca en Barcelona amenaza con traspasar las fronteras del inexpugnable poblado galo que es la Vila de Gràcia. El lector de mi generación que no lo frecuente lo denigrará porque se le considera hipster de noche, con una miríada de bares diseñados para que jóvenes profesionales liberales gasten su dinero y se doren la píldora con total despreocupación.

La otra visión es del que quien convive en sus calles desde hace décadas, conoce los nombres de cada rincón, no se pierde en su laberinto y se alegra por un ecosistema sano donde las personas, como en un pueblo, se saludan al cruzarse porque la rutina de frecuentarlo crea conocidos de la nada y una educación cívica que se percibe en su activismo. Algunos, entre los que me encuentro, lo juzgan hasta cierto punto inofensivo desde un sentido positivo, entre otras cosas porque los habituales vamos a los bares de siempre, nos sentamos en las plazas y ahí vemos la vida pasar entre charlas, cervezas y algunos hábitos diurnos de paz y nocturnos de conversación, cerveza y paseo, contentos en el meollo de sus festividades anuales y la lógica de espacios que forman parte de nuestro tejido vital.