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La Barcelona del 92: el urbanismo de la democracia

Vista de las obras en el frente marítimo de Barcelona y la Villa Olímpica

J. J. Caballero

Una de las frases más repetidas en 1992 fue que los Juegos Olímpicos habían puesto a Barcelona en el mapa. Hoy, 25 años después, muchos barceloneses parecen desear que la ciudad quede un poco más difuminada en esos mapas, porque corre el riesgo de morir de éxito.

Un 85% de los ciudadanos ya sitúan al turismo como principal motivo de preocupación. En realidad, la preocupación no es tanto el turismo como la presión turística y los daños colaterales que comporta. El principal, el cambio de tejido humano en algunos barrios por efecto del gran negocio que significan los pisos turísticos. 

Todo eso deriva de los Juegos Olímpicos del 92, es cierto, pero antes de esa fecha, las preocupaciones de los barceloneses eran mucho más elementales, más básicas: escuelas, hospitales, asfaltado, iluminación. Parece muy lejano el día en que las asociaciones de vecinos organizaban carreras con la particularidad de que discurrían enteramente por calles de tierra.

No hacía tanto que el litoral estaba ocupado por barracas y escombros y que apenas la Barceloneta y la pequeña playa de pescadores de la Mar Bella, en Poblenou, era apta para el baño. Y en esa misma época las hoy muy turísticas y saturadas baterías antiaéreas del Carmel estaban ocultas por las precarias construcciones que daban nombre al barrio de barracas de “Los cañones”.

La apuesta de futuro de Socías y Solans

La Barcelona del 92 empezó en realidad mucho antes. Empezó incluso antes de que en 1979 llegase al Ayuntamiento el primer consistorio democrático tras la Guerra Civil. Un alcalde de pasado franquista, designado a dedo, Josep Maria Socías Humbert, y su delegado de Urbanismo, Joan Antoni Solans, tuvieron a partir de 1976 la suficiente visión como para saber qué camino había que seguir si se quería garantizar el futuro de una ciudad maltratada por la especulación y las aberraciones urbanísticas.

Pocas veces ha habido tanto diálogo con las asociaciones de vecinos como en la época de Socías y Solans. Sobre este último no recaía sospecha alguna, pues formaba parte de los arquitectos que tenían una idea de ciudad progresista, muy distinta a la que imperaba hasta entonces.

Del primero se sabía que había formado parte del Frente de Juventudes y que había sido Delegado Provincial de Sindicatos, aunque la presencia como invitados a su toma de posesión de algunos destacados sindicalistas del Baix Llobregat, miembros de CCOO próximos al PSUC, ya daba pistas de que no podía ser encuadrado con simpleza en el patrón de “franquista”. “Os sorprenderá”, dijo uno de ellos.

Vacías las arcas municipales, Socías y Solans llevaron a cabo una política urbanística que consistió en reservar terrenos para el futuro: estaciones de ferrocarril, cuarteles militares, grandes industrias, parques privados pasaron a formar parte del patrimonio municipal. Aquel ayuntamiento no tenía recursos, pero Socías y Solans sabían que los Ayuntamientos democráticos del futuro serían capaces de transformar la ciudad gracias a aquella notable reserva de terreno.

Los parques de la Estació del Nord, de Sant Andreu, de la España Industrial, de la Oreneta, de les Aigües, de la Pegaso son realidad gracias a aquellas políticas. Y lo mismo puede decirse de la Universitat Pompeu Fabra, que ocupa los cuarteles de Intendencia; o la Ciutat de la Justícia, que se ubica donde estaban los de Lepanto; o el parque y las escuelas que reemplazaron a los de Girona…

Oriol Bohigas y la reconstrucción de Barcelona

El primer Ayuntamiento democrático se encontró, por tanto, con grandes espacios sobre los que practicar su proyecto urbanístico. Un proyecto que Oriol Bohigas, responsable de aquella transformación, condensó en su libro “Reconstrucción de Barcelona”. Narcís Serra, primero, y luego Pasqual Maragall pusieron en práctica lo que se conoció como “monumentalizar la periferia” porque, siquiera de modo simbólico, empezaron a aparecer en los barrios más degradados y alejados del centro piezas escultóricas y arquitectónicas de notable factura.

Fue en ese momento cuando Barcelona empezó a situarse en el mapa, primero como polo de atracción por la política urbanística y, sobre todo, los ejercicios estilísticos que rodeaban todas las propuestas arquitectónicas. Barcelona arriesgaba y ese riesgo era alabado por las élites de la arquitectura mundial.

La concesión el 17 de octubre de 1986 de la organización de la XXV Olimpíada de 1992 no fue más que la culminación de aquel proceso, el pretexto adecuado para ejecutar en breve plazo todos los proyectos pendientes que la ciudad necesitaba. En esos años, Barcelona experimentó la mayor transformación urbanística de los últimos cien años. Desde la ejecución del Plan Cerdà y la creación del Eixample no se había visto nada parecido.

Una gestión sin sospechas

Desde el punto de vista urbanístico los Juegos Olímpicos fueron un éxito: se creó la Vila Olímpica, se recuperó el litoral para la ciudadanía, se construyeron las rondas, se crearon nuevas zonas verdes y se empezaron a pacificar –gracias a las Rondas–calles como Aragó, que eran hasta entonces auténticas autopistas urbanas.

Los Juegos, además, fueron impecables desde el punto de vista de la gestión económica. Años más tarde algunos empezaron a rascar con la esperanza de encontrar algún atisbo de corrupción, pero fracasaron estrepitosamente. Nunca nadie ha podido despertar la más mínima sospecha sobre los Juegos del 92.

Los máximos exponentes del cambio urbanístico de Barcelona fueron el alcalde Pasqual Maragall y el arquitecto Oriol Bohigas. Y aunque es cierto que la unanimidad respecto a los Juegos fue absoluta, no todos acababan de creer en el éxito de algunas iniciativas urbanísticas como la Vila Olímpica.

Ya le pasó a Cerdà: la burguesía barcelonesa se lanzó en su contra porque consideraban que era excesivamente generoso con las superficies no edificables. O dicho de otra forma, que les dejaba poco margen para la especulación. Baste un ejemplo: llegaron a proponer que suprimiera la Gran Via y que se pudiera construir en el espacio resultante. 

El escepticismo de las inmobiliarias

En el caso de la Vila Olímpica, a escala del siglo XX, esa actitud se transformó en una reticencia explícita a apostar por ese nuevo barrio. Ningún banco y ninguna caja con sede central en Catalunya participaron en las primeras operaciones crediticias que iban a permitir desarrollar el proyecto. Y tuvo que ser una inmobiliaria madrileña (Vallehermoso), la primera que creyó en el proyecto y decidió construir vivienda.

También los barceloneses mostraron sus reservas y tardaron en ocupar la Vila Olímpica. Una vez adaptados los pisos para ser vendidos, un año después de los Juegos, se dio un fenómeno curioso: los barceloneses acudían en masa los fines de semana a la Vila Olímpica pero nadie quería ir a vivir allí. En la calle Moscú, por ejemplo, sólo estaban habitadas tres viviendas, y una de ellas era la del arquitecto David Mackay, coautor del proyecto de la Vila Olímpica junto a Oriol Bohigas, Josep Martorell y Albert Puigdomènech.

Finalmente, la Vila Olímpica fue un éxito, y pasa por ser el último gran proyecto urbanístico con estricto control y dirección municipal. Luego vendrían operaciones como Diagonal Mar, a rebufo de las urgencias del Forum de las Culturas de 2004, donde de un modo u otro los agentes privados lograron imponer su criterio.

La Federación de Asociaciones de Vecinos reclamó que la Vila Olímpica acogiera vivienda social, pero sólo lo consiguieron en una muy pequeña parte. Pesó mucho el ejemplo de Múnich, donde la Villa acabó convertida en un gueto.

Maragall quería que las viviendas diseñadas por los arquitectos que habían obtenido el premio FAD de arquitectura salieran al mercado al precio de barrios acomodados. Y 25 años después, puede decirse que lo consiguió: el precio de la vivienda en esa parte de Poblenou no es muy distinto del que se registra en barrios como Sant Gervasi.

La batalla de Nou Barris

Las Asociaciones de Vecinos dieron una tregua a la Olimpiada de Barcelona, es decir, a los seis años que van desde la elección hasta el final de las competiciones deportivas. La gran batalla se libró en Nou Barris, a propósito de la cobertura del Cinturón de Ronda. Los vecinos no querían que la gran zanja deprimida que atravesaba sus barrios constituyera una barrera. Reclamaron con reiteradas manifestaciones que buena parte del trazado quedara oculto bajo una losa sobre la que se situarían diversos equipamientos.

Esas movilizaciones amenazaron el calendario de las obras, de modo que algunos medios cargaron con dureza contra los vecinos, a los que acusaron de reclamar inversiones desmesuradas que no se correspondían con lo que ‘merecían’ esos barrios.

El tiempo dio la razón a los vecinos de Nou Barris y años después ya nadie puso en duda la cobertura de la Ronda del Mig a su paso por Les Corts. Claro que se trataba de una zona bien distinta de Nou Barris y lo que en un caso parecía excesivamente pretencioso, en el otro se consideraba una necesidad innegable.

La ciudad que vivía de espaldas al mar

Junto a la Vila Olímpica y las Rondas, el otro gran proyecto ciudadano fue la recuperación para la ciudad de cuatro kilómetros de frente litoral. Allá donde hubo barracas (Somorrostro, Bogatell, Camp de la Bota, Pekín), represión (fusilamientos en el Camp de la Bota tras la guerra civil), fábricas, instalaciones ferroviarias y la gran cloaca de Barcelona (el Bogatell) hay ahora una sucesión de playas que se han convertido en un atractivo reclamo para los ciudadanos y en un motivo más para visitar Barcelona. Unas playas que prácticamente han llegado al límite de saturación.

Con los Juegos Olímpicos, Barcelona culminaba una aspiración largamente esperada. La primera vez que la ciudad se planteó la necesidad de recuperar su degradado litoral fue en los años sesenta, por medio del Plan de la Ribera. Se trataba de una operación impulsada por las grandes empresas que ocupaban el frente litoral, incluida la estatal Renfe, para convertir sus terrenos en edificables y crear un barrio de lujo frente al mar.

Y casualmente situaban los servicios y las infraestructuras viarias allá donde había viviendas. La operación fue tan descaradamente especulativa que levantó las iras de los vecinos del Poblenou, unas movilizaciones que llegaban cuando el movimiento asociativo era aún incipiente pero que lograron modificar el proyecto.

Lo más afortunado del Plan de la Ribera fue el lema de que Barcelona no podía seguir viviendo de espaldas al mar. Ese mensaje caló entre la ciudadanía, que empezó a tomar conciencia de que tenía a un paso de su casa un litoral totalmente desaprovechado. La “Copacabana perdida”, tituló algún cronista cuando se supo que el plan había quedado aparcado.

El día en que todo empezó

La “Copacabana perdida” dejó paso a una propuesta bien distinta con motivo de los Juegos. Fue necesario desviar la gran cloaca del Bogatell, anular varios depósitos de gas y desmantelar la primera línea de ferrocarril de la España peninsular, la que empezó a funcionar en 1848 entre Barcelona y Mataró.

Entre todos los nuevos edificios que se han levantado en la segunda línea del litoral, esos que han cambiado el perfil de la ciudad de Barcelona, todavía se mantiene el nombre de la calle del Ferrocarril, que parece un sinsentido en un lugar en el que no pasan trenes.

Aún sobreviven también las casas de pescadores que rodean la Plaza Prim. La Placeta Isabel, como es conocida en Poblenou, en la que siguen creciendo tres majestuosos ombús. Fue la cuna de los socialistas utópicos. Y ahí sigue el bar Els Pescadors, el lugar al que Pasqual Maragall y sus acompañantes fueron a cenar el 17 de octubre de 1986. El día en que todo empezó.

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