Desde el pasado jueves se han ido repitiendo dos mensajes que, aunque no lo parezca, suenan contradictorios para muchos barceloneses: por un lado, que hay que recobrar la normalidad y, por el otro, que los ciudadanos volverán a pasear por la Rambla. La visión que se ha dado en los últimos días de la Rambla de Barcelona parece olvidar que su cotidianidad habla de turismo, y también de trabajos precarios, de luchas de colectivos vulnerables y de expulsión de los vecinos. Para dichos vecinos y vecinas del centro de la ciudad, la Rambla no es un lugar por donde pasear, sino un territorio a evitar.
Una semana después del fatídico atentado, la Rambla está abarrotada de nuevo. A turistas y transeúntes, que se mueven a un ritmo distinto al habitual, se han sumado en los últimos días periodistas de todo el mundo y también homenajes ciudadanos que han estrechado todavía más el paseo: un manto de velas y flores cubren el mosaico de Joan Miró, justo a la altura de donde el macabro eslalon tocó a su fin.
Según un estudio encargado por el anterior gobierno municipal, en los 1.200 metros de largo del paseo, quedaban sólo 661 residentes censados, y es una cifra que lleva años en descenso. El mismo informe apunta que este abandono de la Rambla tiene que ver con la falta de servicios necesarios para el día a día, y nos muestra que recorrerla de la plaza Catalunya al mar –o al revés– es una actividad reservada a los turistas, y que quien vive por la zona no hace más que atravesarla para cruzar entre el Raval y el Gótico (gráfico inferior).
La Rambla es, al fin y al cabo, el máximo exponente de la batalla por la ciudad que se vive actualmente entre intereses económicos y vecinos y vecinas movilizadas. Poco después del atentado comparecía en la televisión pública catalana la representante de una empresa que tiene más de una decena de restaurantes a lo largo del paseo. Eso, más que las memorias del bullicio contracultural de hace décadas, representa lo que es hoy la Rambla. Lo que no quiere decir que no haya barceloneses en la Rambla, hay muchos, pero no salen a pasear. La toman para resistir.
Resisten con trabajos precarios, sea en grandes cadenas de ropa o tiendas de souvenirs; en restaurantes con precios prohibitivos donde se sirve sangría y Paellador; con la venta ambulante de útiles para turistas, como abanicos o gafas de sol, o de latas de cerveza; o haciendo de estatuas humanas; o con la prostitución.
Según el estudio antes citado, el 28% de las licencias de actividad concedidas en la Rambla son de restauración, de locales destinados principalmente a turistas. Otro 34% de las licencias son de comercios, un tercio de los cuales dedicados a la venta de regalos y recuerdos y más de una cuarta parte a la moda y los complementos. Eso deja poco espacio a vecinos y vecinas que no se ganen la vida alrededor del turismo.
Para todas esas personas de la ciudad para las que la Rambla no es su día a día, es igualmente un lugar donde alzar la voz. Este año Barcelona celebra que hace 40 años que el colectivo LGTBI tomó las calles por primera vez en España. Y eso pasó en la Rambla, y la represión se hizo notar; la Rambla es también hoy territorio vetado para muchas protestas. El movimiento contra Bolonia en 2009 vivía el reto constante de bajar la Rambla, y topaba con barreras policiales. Cuando las protestas posteriores al desalojo de Can Vies quisieron tomar el centro de la ciudad, uno de los momentos más tensos se vivió cuando los manifestantes intentaron hacerse con el paseo desde las Drassanes.
Pero algunas manifestaciones sí han podido cruzarla, y no dejan de proporcionar imágenes sintomáticas. El pasado 28 de enero vecinos recorrían la Rambla bajo el lema “Barcelona no está en venta” y en los pocos edificios con personas residentes y plantas en los balcones –sin las macetas uniformizadas que usan tiendas y hoteles– había quien salía a aplaudir.
El pasado 1 de mayo, una manifestación durante la tarde generó enfrentamientos en las terrazas turísticas y terminó su recorrido con policías antidisturbios custodiando las terrazas al paso de los manifestantes, una imagen metafórica. Otro de los colectivos que más protagonismo ha tenido en el paseo, los manteros de Barcelona, han sido de los últimos en bajar sus calles: esta vez en solidaridad por los atentados, pero también contra bulos que los estigmatizan, como el que decía hace unos días que no estaban vendiendo en el paseo en el momento de los atentados porque “sabían algo”. Su objetivo no era otro que poder estar ahí.
Así que sí, Barcelona tiene un reto en recuperar la Rambla, pero es un reto que no comienza el fatídico 17 de agosto. Es un reto que viene de lejos, pero ahora más que nunca vecinos y vecinas vuelven a sentirla suya, y está en las manos de la ciudad apostar por recuperar la normalidad anterior al atentado o por hacer crecer las resistencias en esta arteria de la capital catalana.