La arquitecta y profesora Carolyn Steel acuñó el término hace más de diez años: sitopia. El lugar de la comida. Desde entonces, ha aprovechado su ámbito de conocimiento, el diseño urbano, para investigar cómo este se ve condicionado por la alimentación, un proceso complejo y cada vez menos sostenible en las sociedades urbanas del siglo XXI. Después de publicar Ciudades hambrientas, en la que destacaba las disfunciones de este modelo, acaba de publicar Sitopia (Capitán Swing), con un ambicioso subtítulo: cómo la alimentación puede cambiar el mundo. Steel ha participado en la Bienal de Pensamiento que organiza el Ayuntamiento de Barcelona.
Si el dicho es cierto y somos lo que comemos… ¿Qué somos las llamadas sociedades modernas?
¡Nos estamos convirtiendo en cíborgs! [ríe]. Lo que comemos está totalmente desnaturalizado. Hay que tener en cuenta que industria de la nutrición proviene de una ciencia relativamente joven. Las vitaminas se descubrieron a principios del siglo XX. Pero hoy sabemos que el gran problema de la alimentación no son ni las grasas ni los azúcares, sino los ultraprocesados, que es lo que produce la industria sobre todo en países como Reino Unido. De hecho, yo en España soy como una emisaria que viene de la oscuridad a deciros que no vengáis adonde hemos ido nosotros.
¿Adónde han ido ustedes?
Reino Unido es uno de los mayores importadores de comida. La gente no cocina, no come de temporada, no tiene conocimiento sobre los alimentos… Y los efectos de los ultraprocesados subyacen en muchos de los problemas de salud y muertes que padecemos, y que tienen que ver con la dieta y el tipo de vida. Diría que en España todavía tienen un nivel alto de conocimiento sobre la comida y no deberían perderlo. Es un tesoro.
Usted acuñó el concepto sitopia. ¿Podría resumir que es exactamente una economía sitópica?
El concepto lo inventé como complemento del de utopía, que se invoca para decir cómo debería ser el mundo. Sitopia es un mundo en el que ya vivimos, que ya está moldeado por cómo valoramos la comida. Cuando no la valoras, vives en una mala sitopia, con paisajes destruidos, bosques talados, suelos agotados, insectos que se extinguen debido al uso de químicos, enfermedades relacionadas con las dietas…
Para dar con la fórmula de una alimentación global y sostenible, usted empieza por recurrir a los filósofos antiguos. ¿Por qué?
¡Porque tienen buenas ideas! Hacerte preguntas sobre la comida te acerca a los filósofos, porque confrontas la vida con la muerte, las relaciones entre humanos y no humanos… Son cuestiones éticas y filosóficas. Sería una locura no recurrir a la historia para encontrar a la gente que ya se lo ha preguntado. Platón, Aristóteles o Epicuro lo hicieron.
Platón ya se planteaba que las polis debían ser autosuficientes en materia alimentaria, una idea que reaparece hoy a raíz de la guerra en Ucrania, un país clave para exportaciones de cereales.
Una de las tragedias de esta guerra es que nos muestra cuan frágil es el sistema alimentario global. Cuan descabellado es que tengamos a la población alimentándose no predominantemente de producción local, sino a través de un sistema controlado por empresas transnacionales. Con países que dependen literalmente en un 90% del cereal procedente de Ucrania.
En el caso de la alimentación industrial, su objetivo oculto es, además de ganar dinero, crear la ilusión de la comida barata. El inventor del Soylent [sustituto alimenticio pensado para cubrir todas las necesidades del ser humano] tenía una mentalidad que percibe la comida como un problema que debe ser eliminado. Decía: “Preocuparse por algo tan sencillo como la comida en la era digital es extraño”. Es la idea de que si somos lo suficientemente listos y nos dotamos de cierta tecnología, podremos deshacernos de la comida. Esto nos conduciría a un mundo deshumanizado y desnaturalizado.
En la dirección contraria, debemos avanzar hacia una alimentación no totalmente pero sí significativamente –en cuanto a carne y vegetales– local, de temporada y orgánica. Como dijo Epicuro, si abrazas la necesidad puedes sacar placer de ella. Y en el caso de la comida, el cuerpo te recompensa por satisfacer esta necesidad, igual que con el deporte o el dormir. Construir la existencia alrededor de esto es la clave para una buena vida.
Alcanzar un sistema alimentario sostenible parece una tarea titánica. Hay retos más asequibles y otros más asumibles. Quizás uno de estos últimos es el de reducir el consumo de carne para atajar las emisiones de gases de efecto invernadero. ¿Por qué cree que no somos capaces todavía de hacerlo?
Tiene que ver con la biología y con la cultura. La carne ha sido históricamente una comida de alto valor nutricional, con lo que estamos programados para que nos apetezca. Pero en un entorno en el que no necesitamos tanto este chute de energía, porque trabajamos en un ordenador en vez de ir a cazar, influye el aspecto cultural. Es una comida que pasó de ser un alimento de temporada, de celebración, de lujo, a una comida de cada día. Esto tiene que ver con la industrialización. La combinación de lo biológico, lo cultural y el estatus hace que sea difícil, pero creo que esto está comenzando a cambiar.
Otro reto mucho más complejo es el de la agricultura orgánica. También con la crisis energética y la guerra en Ucrania se ha puesto de manifiesto cómo de importantes son los fertilizantes para obtener cosechas suficientes para alimentar a un planeta superpoblado.
Pero detrás de la increíble complejidad de esta pregunta hay también algo simple. En general, el consenso es que hay que avanzar hacia un modelo de agricultura más regenerativo y orgánico. La pregunta es si eso es posible y a qué escala. Según las investigaciones publicadas, si redujésemos globalmente el consumo de carne y derivados en un 50%, y desperdiciásemos la mitad de la comida, se podría alimentar a la población mundial para 2050 en un 80% orgánico. Esto me parece factible, a pesar de que se reduce el rendimiento. Es un cambio, no un shock, que tiene que ver con dejar de cultivar para alimentar a los animales y destinarlo a la población. El gran inconveniente por resolver tiene que ver con el nitrógeno que se necesita inyectar en los suelos para evitar los fertilizantes. Falta investigación en este campo, pero empieza a ver resultados positivos.
El abastecimiento de las ciudades sigue siendo algo de solución casi imposible. En Barcelona solo el 1,5% de lo que se consume procede de su área metropolitana. ¿Se puede ampliar este porcentaje?
Trataría de no simplificar. Ninguna ciudad se ha alimentado a sí misma nunca.
Tampoco los romanos, que ya eran un millón de habitantes hace casi 2.000 años.
¡Especialmente los romanos! Siempre se ha comerciado en las ciudades. Pero con una provisión que contemplaba las regiones locales. Hoy existe el interés de acercar el sistema alimentario a las ciudades, pero esto no lo vamos a solucionar con inventos como las granjas verticales. Aunque económicamente pueden tener sentido, es evidente que nunca se conseguirá la cantidad necesaria.
Lo que hay que encontrar es un equilibrio entre esto y tener áreas enormes de producción como Ucrania, que de pronto pueden quedar fuera del mercado. Es una locura. Se trata de avanzar hacia la soberanía alimentaria sabiendo que nunca la alcanzarás.
¿Por qué es el mercado de la alimentación tan volátil en cuanto a los precios?
En el libro lo hablo con un directivo de la bolsa de valores Euronext. Él explica que la comida es diferente a cualquier otra materia prima. En el caso del oro, del petróleo o de la madera, la producción suele ser algo estático y la demanda, variable. Pero en la comida es al revés: la cantidad es muy variable, dependiendo del clima o de una guerra, y la demanda es estática. Por eso se inventaron los futuros, para nivelar este decalaje. Se comercia con los cultivos antes de que el agricultor empiece a plantar para garantizar que lo hará. El problema es que el mercado ha evolucionado y actualmente la gran mayoría de las compraventas no tienen que ver con la comida en sí misma, sino que son especulativas. La ONU ya advirtió que esto había sido un factor detrás de la crisis alimentaria de 2008. Los banqueros son unos ludópatas.