Las grandes cifras son difíciles de asimilar porque nos faltan referencias a magnitudes que todos entendamos. Por eso, cuando una noche de febrero nos dijeron que los líderes europeos habían llegado a un principio de acuerdo en relación al presupuesto plurianual de la Unión Europea para el periodo 2014-2020, y que se establecía un techo de gasto de aproximadamente un billón de euros, la mayoría de los ciudadanos europeos se quedaron igual, desayunaron tranquilamente y se prepararon para lo que sería un viernes cualquiera de la crisis económica.
Un billón de euros; no sé qué significa un billón de euros. Los más amantes de la estadística saben que, curiosamente, es una cifra muy similar al PIB español, el valor de todos los bienes y servicios que se producen en España en un año. Pero da igual, esta no es tampoco una magnitud que nos impresione, y la mayoría sigue sin darle forma al presupuesto europeo.
Da igual también que las noticias, a veces en algún titular despistado, recuerden que España seguirá siendo “receptor neto” de recursos, después de más de dos décadas como miembro de la Unión. La mayoría tampoco se fija en lo que esto significa. Dicen que el saldo positivo pasará a ser del 0,2% del PIB (unos 2.000 millones de euros) que tampoco sabemos muy bien que quieren decir.
La discusión no se centra, por tanto, en cómo podemos influir para que, a lo largo de la discusión del presupuesto en el Parlamento, se prioricen los recursos de las redes transeuropeas de infraestructuras (energéticas, de transporte, etc.), O si queremos que se le dé más protagonismo a la protección del medio ambiente, o a generar más oportunidades económicas para los jóvenes, o para las empresas. O como pueden nuestras empresas estar más preparadas para competir y obtener estos fondos para hacer investigación e innovación. La discusión sobre Europa, en el mejor de los casos, a nivel de la calle, se instala en la queja sobre por qué permitimos que Alemania nos dicte la política económica. Y en el peor de los casos plantea, a la británica, por qué tenemos que seguir con un camino que sólo nos supone inconvenientes y desgracias. Y naturalmente, esto lo decimos después de que, durante los últimos 25 años, los fondos europeos han pagado la mayoría de nuestras infraestructuras.
El problema es que, por alguna razón, cierta o incierta, una parte de la población europea da por perdido el presupuesto 2014-2020 antes de que se empiece a gastar, como si se abriera el grifo y el agua se perdiera por el sumidero sin ningún provecho. Estos días, preparando un seminario sobre el presupuesto europeo que haremos en junio, nos hemos dado cuenta de que es un tema que aún no está en la agenda, por desconocimiento, incomprensión, o desidia. No nos lo podemos permitir, especialmente en un momento en que el sentimiento europeo, o europeísta, puede marcar la diferencia entre salir de la crisis, o caer de manera lenta en una decadencia que nos convierta en el agradable geriátrico del mundo.
Las grandes cifras son difíciles de asimilar porque nos faltan referencias a magnitudes que todos entendamos. Por eso, cuando una noche de febrero nos dijeron que los líderes europeos habían llegado a un principio de acuerdo en relación al presupuesto plurianual de la Unión Europea para el periodo 2014-2020, y que se establecía un techo de gasto de aproximadamente un billón de euros, la mayoría de los ciudadanos europeos se quedaron igual, desayunaron tranquilamente y se prepararon para lo que sería un viernes cualquiera de la crisis económica.
Un billón de euros; no sé qué significa un billón de euros. Los más amantes de la estadística saben que, curiosamente, es una cifra muy similar al PIB español, el valor de todos los bienes y servicios que se producen en España en un año. Pero da igual, esta no es tampoco una magnitud que nos impresione, y la mayoría sigue sin darle forma al presupuesto europeo.