Las grandes transformaciones acostumbran a producirse mediante acciones colectivas. Aún así, a menudo hacen falta liderazgos que ayuden a orientar el rumbo. Cuando aparece alguien que sabe detectar y canalizar las necesidades y las ansias de una comunidad hacia un fin, probablemente nos encontramos ante un líder. De liderazgos hay de muchos tipos: los carismáticos, los aceptados, los soportados y en algunos casos, los impuestos. La historia nos demuestra, pero, como los más positivos han sido aquellos surgidos de raíces democráticas y que han rehuido del culto a la personalidad.
Cuando aparece alguien que sabe leer las necesidades de una sociedad y encontrar las oportunidades para satisfacerlas, mediante una aportación significativa de valores positivos como la solidaridad y la cooperación, sabemos que, muy probablemente, nos encontramos ante alguien que puede marcar el devenir y las identidades de una colectividad.
En buena medida, Pasqual Maragall ha pasado a la historia como el Alcalde de Barcelona, con mayúsculas, por saber resolver exitosamente esta ecuación de necesidad - oportunidad.
Los Juegos Olímpicos del 1992, fueron algo más que un acontecimiento deportivo porque incluyeron una serie de variables que lo dotaron de una extraordinaria significación. La necesidad no era únicamente la de impulsar una gran transformación urbanística de la ciudad y poner “Barcelona al mapa”.
Los Juegos del 92 aportaron algo más porque se apoyó sobre un intangible, que hay que contextualizar en un momento muy concreto de la historia de nuestro país, reflejado en la voluntad de nuestra sociedad de pasar una de las páginas más grises y vergonzosas de nuestra historia, el franquismo.
Cuando en 1982 Barcelona se decidió a organizar unos Juegos Olímpicos, el dictador solamente hacía siete años que había muerto. Las estructuras franquistas todavía eran presentes en muchos ámbitos de nuestra sociedad y la eclosión de la Barcelona cosmopolita, creativa, abierta e integradora, surgió como una reacción exacerbando a tantos años de represión. Después de cuarenta años de dictadura, muchas heridas restaban abiertas, algunas empezaban a cerrarse y otras todavía hoy no han sido ni desinfectadas.
Pasqual Maragall supo ver que la manera de afrontar la preparación y la organización de los Juegos, podía servir para presentar un proyecto común, ilusionado, de proyección internacional que fuera concebido a partir de la unión. Hacía falta no renunciar a la memoria, pero al mismo tiempo construir la cohesión necesaria y mínima para que nuestro país pudiera salir adelante. El hecho que un antiguo líder falangista nombrara como ganador el proyecto olímpico de una ciudad gobernada por un socialista con el entusiasmo de la monarquía y con el compromiso firme y decidido de la ciudadanía (con todo el cromatismo ideológico y social que esto representa) alrededor de los Voluntarios Olímpicos, es el vivo reflejo que Pasqual Maragall logró uno de los objetivos que buscaba con la celebración de los Juegos. Esta singularidad de Barcelona 92 no se ha dado en la mayoría de los grandes acontecimientos deportivos que se han organizado desde entonces.
Pero otros líderes carismáticos, nobles de ideas y valores, supieron leer las aportaciones de Maragall en este ámbito. Uno de ellos fue Nelson Mandela. El líder sudafricano visitó Barcelona aquel verano, y dicen que se inspiró. El libro de John Carlin 'El factor humano' y la película “Invictus” dirigida por Clint Eastwood, así lo documentan, a pesar de que ambas obras han sido criticadas para exagerar, omitir y simplificar ciertos aspectos históricos
En aquellos años el país de Madiba estaba intentando cerrar uno de los capítulos más tristes de la historia de la humanidad. Memoria y cohesión para encarar el futuro, he aquí uno de los ingredientes claves para una transición democrática. Con las particularidades del caso sudafricano, Mandela parece que intentó coger alguno de los elementos sustanciales del modelo Barcelona'92 para la organización del Mundial de rugby del 1995. Tuvo que hacer de tripas corazón y entenderse con quien no hacía muchos años lo encarcelaba y vejaba a los de su raza. Mirar adelante, poner algunas de las condiciones necesarias para la modernización del país: el sentimiento de pertenencia y la aceptación de la diversidad para encarar el futuro.
Mandela y Maragall, dos líderes con dimensiones y trayectorias muy diferentes. Pero cada cual de ellos, en su contexto, nunca cómodos en estructuras rígidas que perpetuaran la injusticia. Siempre con una visión amplia y ecléctica del mundo, con un inconformismo permanente al servicio de la transformación. Dos rebeldes. Su legado resta más presente que nunca.
Las grandes transformaciones acostumbran a producirse mediante acciones colectivas. Aún así, a menudo hacen falta liderazgos que ayuden a orientar el rumbo. Cuando aparece alguien que sabe detectar y canalizar las necesidades y las ansias de una comunidad hacia un fin, probablemente nos encontramos ante un líder. De liderazgos hay de muchos tipos: los carismáticos, los aceptados, los soportados y en algunos casos, los impuestos. La historia nos demuestra, pero, como los más positivos han sido aquellos surgidos de raíces democráticas y que han rehuido del culto a la personalidad.
Cuando aparece alguien que sabe leer las necesidades de una sociedad y encontrar las oportunidades para satisfacerlas, mediante una aportación significativa de valores positivos como la solidaridad y la cooperación, sabemos que, muy probablemente, nos encontramos ante alguien que puede marcar el devenir y las identidades de una colectividad.