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Pol Pareja

1 de enero de 2022 21:59 h

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El fotógrafo francés Robert Doisneau decía que había dos tipos de profesionales de la imagen: los cazadores, como por ejemplo Cartier-Bresson, y los pescadores. Estos últimos no tienen prisa. Son discretos. Dedican el tiempo que hace falta a integrarse para pasar desapercibidos e inmortalizar su presa de la manera más natural posible. El fotógrafo amateur Esteve Lucerón fue uno de ellos. 

Armado con su Canon de 35 mm, este vecino de L’Hospitalet de Llobregat –nacido en la Pobla de Segur (Lleida), en 1950– inmortalizó durante 10 años el último gran barrio de barracas de Barcelona antes de su desaparición a finales de los 80. Sus imágenes, uno de los trabajos documentales imprescindibles del siglo XX en la capital catalana, pasaron prácticamente inadvertidas durante décadas y hasta hace poco solo eran conocidas en algunos círculos de la fotografía barcelonesa.

El Arxiu Fotogràfic de Barcelona recupera ahora buena parte del trabajo de Lucerón con una completa exposición –hasta el 22 de mayo, entrada gratuita– donde se muestran un centenar de las fotografías tomadas por este aficionado a la fotografía que dejó la cámara a principios de los 90 por un grave problema oftalmológico.

Lucerón retrató con respeto, mimo y sin atisbo de paternalismo la barriada de La Perona, situada en el distrito de Sant Martí, entre La Sagrera y La Verneda, donde ahora hay un gran parque con vistas a las vías de tren. Nada indica hoy que hasta 1989 el lugar estuvo cargado de vida, suciedad, historias de amor, música, ruido y también de una miseria rampante que mostraba las costuras de la ciudad.

“Retrató a los personajes con mucha dignidad”, señala Jordi Calafell, comisario de la exposición junto al propio Lucerón. “Se nota en sus fotos que lo hacía porque le interesaba, se percibe claramente que no hay un interés comercial detrás”.

La Perona surgió en 1947 y tenía unos dos kilómetros de largo. Hasta los 60 estuvo integrado por unas 200 barracas, pero la desaparición de los asentamientos de chabolas del Somorrostro (1966) y de otros núcleos de la ciudad atrajo a más vecinos hacia el lugar. Se calcula que en los 80 había unas 1.000 barracas en las que se hospedaban 5.000 vecinos, la mayoría gitanos.

Para ganarse su confianza, Lucerón acudió a diario al barrio con su cámara durante dos años a principios de los 80. Empezó fotografiando a los niños, revelaba los retratos en su laboratorio casero y regresaba con las imágenes para regalarlas a las familias. Así, paulatinamente, logró un acceso privilegiado a un colectivo que desconfiaba de cualquiera que viniera de fuera, un grupo de vecinos harto de lidiar con un doble estigma: por ser gitanos y por vivir en chabolas.

El fotógrafo –un tipo alto, sencillo, con unas gruesas gafas de culo de botella– empezó entonces a documentar todo lo que ocurría en esa larga calle de viviendas destartaladas, donde se podían ver cerdos y caballos sueltos por los descampados, tipos con escopetas, mujeres que echaban las cartas del tarot y niños descalzos y desarrapados. 

Retrató la vida en la calle durante todo el año. Reuniones familiares y comidas navideñas. Mujeres y hombres de todas las edades. Patriarcas y zascandiles. Los rostros y las manos de los protagonistas, ásperas y toscas, muestran el nivel de dureza de la vida en el asentamiento. Otras instantáneas, sin embargo, reivindican un estilo de vida en comunidad cada vez más en desuso.

Lucerón también documentó el interior de estas precarias viviendas, frías en invierno, tórridas en verano, donde el fuego de un camping gas era la única vía para cocinar un plato. El acceso que tuvo era tan privilegiado, que incluso se pueden ver imágenes de niños recién nacidos durmiendo entre sábanas arrugadas dentro de estas barracas.

Las mujeres tienen un papel preeminente en buena parte de las imágenes. Lucerón les otorga un papel central en la vida de La Perona, mientras que los hombres aparecen como complemento, con una función subalterna que contrasta con el rol determinante que parecen tener las féminas en la vida de esta comunidad.

Una parte de las fotografías muestra el contraste entre dos mundos. Uno que llega –la Barcelona guapa, olímpica, que alumbró al mundo disimulando muchos de sus problemas– y otro que se va. El caos de las barracas frente a la pulcritud de las nuevas construcciones que asoman en las imágenes. Un estilo de vida viejo, que podría ser de hace cien años, frente a la modernidad de lo que llega. Un entorno prácticamente rural en medio de una gran urbe, con grandes bloques de hormigón anunciando un cambio inexorable.

En 1985 Lucerón llevaba ya cinco años documentando compulsivamente el lugar y era conocido en La Perona. Fue entonces cuando le contrataron como vigilante del almacén donde se llevaban a cabo cursos de formación ocupacional para los vecinos de la barriada, a los que se iba a desalojar en poco tiempo. El Ayuntamiento pretendía que se insertaran en el mundo laboral para así poder pagar los pisos en los que iban a ser realojados.

El fotógrafo documentó entonces el día a día de estos cursos, en los que se ve a jóvenes adultos aprendiendo profesiones como si fuesen niños. También inmortalizó a los vecinos de La Perona en estos nuevos pisos en los que fueron realojados. Algunos parecen sentirse en ellos fuera de lugar, con el contraste entre los viejos muebles de las barracas dentro de un piso recién estrenado como recordatorio de la vida que se dejaba atrás.

Todo el trabajo de Lucerón, un joven militante comunista y estudiante de fotografía en los 80, se centró en lo que ocurrió en este barrio. Colgó la cámara coincidiendo con el desmantelamiento de La Perona y nunca se dedicó profesionalmente a la imagen. 

Su trabajo fue expuesto únicamente en 1990 en una galería y tuvieron que pasar 20 años hasta que en 2010 volviera a mostrarse al público. Llegó entonces el debido reconocimiento, con una exposición en el MACBA y la adquisición de algunas de las imágenes por parte del Museo Reina Sofía. En 2017 legó todos su negativos –más de 2.000– al Arxiu Fotogràfic de Barcelona. 

La llegada de esta exposición monográfica –y del merecido reconocimiento institucional– coincide con graves problemas de salud del fotógrafo, que no ha podido atender a este periódico. “Él nunca buscó el reconocimiento de nadie”, señala Calafell, el comisario. “Apenas ha vendido fotografías durante su vida, la mayoría de sus instantáneas las regaló a los vecinos de La Perona”.

La figura de Lucerón siempre permanecerá rodeada de cierto halo de misterio. Un tipo tímido, de clase trabajadora, parco en palabras y que no se sabe muy bien a qué se dedicó durante el resto de su vida cuando dejó la fotografía. “Nos costó mucho que nos lo explicara”, admite el comisario. “Pero lo más importante que nos deja es la sinceridad de su mirada”.

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