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CRÍTICA

Lecciones de vida antes de morirse

Portada de 'Una presencia ideal', editada por Alianza editorial.

Neus Tomàs

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Hablar de la muerte y el sufrimiento no es algo que esté al alcance de todo el mundo. Seguramente es más fácil hacerlo sobre la vida aunque olvidemos que la muerte es siempre una vida vivida, como decía el maestro Borges. Más fácil, más cómodo y posiblemente más rentable para un escritor. Pero el argentino Eduardo Berti ha optado por el camino difícil y se ha atrevido con una novela cuyo escenario son las habitaciones de la unidad de paliativos de un hospital. Médicos, profesionales de la enfermería, cuidadores, residentes y también pacientes y familiares desfilan por un trabajo que es fruto de muchas conversaciones con personajes que son reales aunque en el libro no se diferencie entre los que son imaginarios y los que existen también fuera de sus páginas.

‘Una presencia ideal’ (Alianza editorial) es una ficción construida a partir de una experiencia real, la de un escritor que pasó varias semanas en un hospital de Ruan, en la zona de Normandía, invitado por el servicio de paliativos. Su propósito es explicar cómo transcurre la vida en un espacio donde la muerte forma parte de la rutina, en palabras de Marie Mahoux, una enfermera que recuerda cómo es el “primer muerto” en una unidad tan singular como esta. 

Con capítulos cortos y jugando a menudo con los diálogos entre los pacientes y los profesionales, Berti intenta transmitir la mezcla de calma y angustia que se respira en unas habitaciones de las que ningún enfermo logrará salir con vida. “Si hay algo que se aprende rápido en este oficio es a callar cuando no se tiene respuesta”, resume Hélène Dampierre, otra enfermera al rememorar el día en que un paciente le contestó que era mejor no convertirse en amigos porque no tardaría en perderle.

En el libro se abordan algunas de las dudas que han asaltado a cualquiera que haya vivido de cerca situaciones como las que se relatan. Dudas y también certezas como la de que los pacientes siempre acaban sabiendo la verdad, incluso aquellos que fingen no saber qué está pasando. Los médicos no son ajenos al dolor. “A veces tengo ataques de sensibilidad. Cuando me ocurre, puedo pasarme horas con lágrimas en los ojos”, confiesa una doctora. Sea una frase real o inventada, es verosímil. Son profesionales que no pueden evitar la muerte, pero sí el dolor. Y al final, como se recuerda en uno de sus capítulos, todo lo que se merece ser llamado vida es el conjunto de cosas que hacemos antes de fallecer. Eso sirve para un hospital o para un jardín de infancia. 

La percepción de la muerte cambió hace tiempo porque los ancianos ya no acostumbraban a fallecer en casa como en tiempo de nuestros abuelos. Tampoco los jóvenes enfermos. Aunque eso era así hasta que llegó la pandemia. Y a las frías estadísticas le sumamos ahora historias de personas que han muerto en soledad. Las fotografías nos molestan, como molesta el camillero que no ha esperado a que el pasillo de la planta estuviese vacío para sacar el cadáver de la habitación. Pero tal vez si hubiésemos visto más imágenes tendríamos más conciencia de lo que es la vida y de cómo podríamos evitar tantas muertes. Tal vez.  

Berti ha conseguido que muchas de las frases que aparecen en la novela obliguen a una relectura y a parar aunque solo sea un instante. De todas, quédense con esta de una médica que responde al nombre de Anne-Laure Belmont: “Contrariamente a lo que suele creerse, no es la inminencia de la muerte lo que provoca el sufrimiento, sino que es el sufrimiento el que provoca el deseo o la necesidad de morir”.  

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