Antes de la pandemia, mi madre me dio el reloj de mi tío, que murió hace más de sesenta años. El reloj se había parado hacía muchísimo, por supuesto, y lo llevé a arreglar. Es un Duward dorado, con el circulito de los segundos abajo, y la flechita del segundero dando vueltas sin cesar, como si viviéramos dos vidas. Una que pasa muy deprisa y otra que pasa muy despacio.
El caso es que, a los tres días de repararlo, se volvió a parar, y me habían cobrado una pasta. Pero, al día siguiente, decretaron el primer confinamiento y también confiné el reloj, y ya me olvidé hasta hace unos meses. Porque, paseando por el barrio, me topé con una relojería que nunca había visto, y eso que ya lleva diez años abierta.
La relojería tiene unos cristales muy grandes. Toda su fachada es de cristal y, tras ellos, se ven las paredes abarrotadas de relojes de péndulo de todo tipo, de cuco, señoriales, domésticos, ornamentados con chinoiseries... Uno no se da cuenta, porque se queda impresionado ante ese misterio.
El sitio es como un poema de Valle-Inclán. Como aquel que decía: Aquella cueva del herbolario / se me ofrecía como un breviario... También, lleno de ciencia y de visiones, lo mismo que en esa poesía. De lo que uno no se da cuenta es de que está ahí el relojero.
Hay que fijarse bien. Está trabajando, sentado, en una esquina, tras los cristales, observando la maquinaria de un reloj, con la lupa sujeta al ojo. Un hombre normal y corriente, con un jersey normal y corriente. Y, sin embargo, todo a su alrededor es enigmático. Es un hombre común envuelto en profundos arcanos.
Volví a casa nervioso para traerle mi reloj. Lo miró, no le dio importancia, y en unos días lo reparó. Ya no ha dejado de funcionar. Es el mismo tictac que escuchaba mi tío hace más de sesenta años. En el Eclasiastés dice que las generaciones pasan unas tras otras, pero la tierra permanece. El tiempo también permanece. Nos lo dicen estos relojes. No son la palabra de Dios, pero quizá sea una palabra más antigua. A saber.
En el rótulo de la tienda, pone “Alea. Reparació de rellotges i pèndols” (Alea. Reparación de relojes y péndulos). Está en el cruce de la calle Còrsega con Independència. Esto es el barrio de Camp de l'Arpa, o quizá aún sea el Clot, y también está muy cerca de ser la derecha del Eixample. Un cruce de caminos, un punto alef o acaso un jardín de senderos que se bifurcan. Nada más borgiano que una encrucijada hecha de tiempo. Bueno, de relojes.
Una mística argentina se condensa en este enclave de Barcelona, pues esa relojería es también lo más parecido que nunca vi a la tienda del anticuario de Mort Cinder, el mítico tebeo que Oesterheld y Alberto Breccia publicaron en los años 60, en la editorial Abril, en Buenos Aires.
El relojero se llama Daniel Di Pietropaolo y llegó, de Argentina a Barcelona, con el siglo XXI. Tiene 60 años, es decir, que nació cuando dejó de publicarse Mort Cinder, pero él recuerda más El eternauta, también de H.G. Oesterheld, y sobre todo las tiras del indio Patoruzú. Ha hecho cuatro veces el camino de Santiago. Le apasiona la arqueología y visitó algunos de los más importantes yacimientos de la América precolombina. Siempre, buscando algo.
Como en las historias que el viajero del tiempo Mort Cinder (más bien era un inmortal) le contaba al anticuario Ezra Winston, la historia de este relojero se remonta a tiempos pretéritos, y transcurre en otras tierras. Porque la historia de Daniel Di Pietropaolo empieza en Italia, en los años previos a la Primera Guerra Mundial. No es que viaje en el tiempo, es que es el tercero de una estirpe de relojeros.
La gente ya no lleva reloj.
¡Ha vuelto! Pero lo lleva de otra manera.
¿Cómo lo lleva?
Como objeto de distinción. Hoy día, la hora está en el móvil, y el reloj se ha convertido en un objeto en sí mismo. Lo que pasa que el móvil es un atraso.
¿En qué sentido?
Porque es una vuelta al reloj del bolsillo.
¡Como Phileas Fogg!
Pero en la práctica, es incómodo, porque hay que preguntarle la hora. Tienes que sacarlo de donde lo lleves. En cambio, el reloj de pulsera es lo práctico. Por eso fue inventado.
¿A quién se le ocurrió?
Pues, mira, al principio era un reloj para las mujeres. Pero entre los hombres se popularizó después de la Primera Guerra Mundial.
Antes, las guerras lo cambiaban todo. Ahora, disimulamos.
El reloj masculino que se usaba antiguamente era el de bolsillo. Y entonces, cuando los pobres soldados estaban en las trincheras, bueno, los soldados eran pobres en todos los sentidos, pero quizá alguno habría tenido reloj... Sobre todo, eran los oficiales y los suboficiales quienes tenían reloj. Y si, en las trincheras, tenían que ver la hora, tenían que moverse, buscarlo en el bolsillo... Resultaba aparatoso y, también, era un peligro.
Y cambió la manera de llevar el reloj.
Y así cambiaron los tiempos. Porque, de repente, alguien vio que lo práctico era el reloj de pulsera. Son inventos que nacen de lo práctico. Por ejemplo, un soldado está haciendo guardia, o está en una trinchera, y solamente con una ojeada ya ve la hora. Fue de este modo como los ejércitos empezaron a dotar a su personal con relojes de pulsera, y aún existen los famosos relojes trinchera. Se llaman así en el coleccionismo. Son unos relojes muy básicos, pero de marca. Son Omega, Longines, son relojes buenos. Yo tengo uno. Son los primeros relojes de pulsera.
Los imitadores sacan los productos que la gente demanda. Pero demanda mal.
El reloj se lleva mucho para fardar.
Porque, en cierto modo, solo importa el objeto. Tanto es así que, desgraciadamente, está invadido el mercado de relojes de imitación. Son truchos; pero, para darles más caché, los llaman réplicas. No importa que sea bueno, importa que aparente. Los imitadores están al día de todo eso. Sacan los productos que la gente demanda. Pero demanda mal.
¿Cuál es la demanda?
Hay dos vertientes. El que quiere aparentar que tiene algo, cuando realmente no lo tiene. Y el coleccionista. Y también está quien hereda un reloj del abuelo. No hace falta que sea coleccionista. Tiene un reloj de la familia y lo hace restaurar. Ahora está de moda el reloj vintage. Suele ser un reloj de los años 70, automático, un Seiko, que hay mucho y es un reloj extraordinario. Y vuelven todos esos relojes.
Entonces entráis en acción los miembros del sector R.
¡Sí, sí! Los que nos dedicamos a la reparación, al sector R, como lo llaman, estamos trabajando mucho con los relojes antiguos. Son relojes de verdad. No son relojes parecidos a otros.
¿Cómo es un reloj de verdad?
Pues los que no son analógicos. Porque los analógicos son relojes análogos... a otros relojes. Siempre se es análogo respecto a algo preexistente. Por eso el reloj de cuarzo se llama analógico.
Lo preexistente siempre es mejor que lo existente.
Lo preexistente, antes del cuarzo, era el reloj mecánico. El impulso del reloj era mecánico. Y, bueno, entonces, ¿para qué voy a comprar algo análogo? ¡Compro el original! Uso el original y encima lo tengo en mi casa, porque era de mi abuelo, de mi padre, de mi tío. Lo tengo ahí, dando vueltas... La gente está recuperando eso porque es de verdad.
¿Un reloj vive más que una persona?
Sí, puede durar toda la vida y mucho más. Hay un proverbio que se utiliza en relojería, que dice: Un reloj no es tuyo, lo estás cuidando para las próximas generaciones.
¿Las imitaciones, también?
No. Solo es cierto hablando de un reloj de pared o de un reloj mecánico. Pero cuando hablamos de un reloj de pila, ya no es así. Y no porque sea malo, porque existen Omegas de pila muy buenos; simplemente no duran toda la vida porque está en su propia naturaleza. Hay plástico dentro. Eso tiene una caducidad implícita, que es la de ese material. No se puede trabajar con plástico. En cambio, dentro de los relojes de los años 50, 60, 70 y, por supuesto, de más atrás, de principios del siglo XX, ¿qué encontramos? Bronce, acero, cristal, rubíes... Los rubíes son eternos.
¿Para qué sirven los rubíes?
Para que haya menos roce. Para que el acero del eje de la rueda no toque directamente el metal, que es lo que pasa en relojes más económicos. Hoy día le ponen rubíes a todo, porque antiguamente eso daba la calidad del reloj. Un reloj que tenía rubíes era bueno, el rubí era un componente caro. Pero los de ahora son rubíes son artificiales. Es una cosa que no sirve para nada, más allá de estar adentro del reloj. Una cosa de un milímetro de diámetro, dos máximo, con un agujerito en el medio, donde descansa el eje, y nada más.
Daniel, ¿cómo te hiciste relojero?
Lo tengo por tradición familiar. Mi padre y mi abuelo eran relojeros.
Pues empecemos por el principio.
¿Por el principio? Bueno... La relojería existe desde hace varios siglos. Pero la relojería, a nivel popular, surge a inicios del siglo XX. Con los relojes de bolsillo, las fábricas vieron el negocio, y decidieron utilizar materiales menos nobles, antes eran de oro y de plata, pero empezaron a hacerlos de bronce, cromados... Esto hizo que los relojes se popularizaran de tal forma que había cada vez más necesidad de gente que los reparara, y así fue como nació la demanda de técnicos.
¿Y en ese momento es cuando aparece tu familia?
Exactamente. Aparece mi abuelo Eliseo. Todo empezó porque tuvo un pequeño accidente. Fue en Italia. Mi abuelo era italiano, de un pueblo que se llama Pianzano, en Treviso.
¿Qué tipo de accidente?
Un accidente normal. Algo común, pero que entonces, porque estamos hablando de principios del siglo XX, podía haber sido mortal. Se cayó adentro de un arroyo congelado. Estaba patinando, jugaba con sus primos y sus amigos, y el hielo se quebró y se cayó dentro; pero, claro, estaban como a tres o cuatro kilómetros de la casa, en pleno invierno, sin ningún material técnico de estos de ahora, ni gomas, ni nailon, ni nada de eso.
O sea que, calado de pies a cabeza a 7, u 8 o 10 grados bajo cero, tuvo que caminar hasta a la casa. Cuando llegó, estaba literalmente congelado, violeta. Siempre dicen que estaba violeta, y eso le llevó a tener que guardar cama dos años. En aquel tiempo no había penicilina. No había nada. Entonces, ¿qué pasó? Porque la familia de mi abuelo eran todos campesinos...
El campo es un trabajo muy duro.
Y más entonces, que todo había que hacerlo a mano: la cosecha, el arado, la siembra, la uva.., porque tenían viñedos también. Mi abuelo quedó enfermo, muy delicado. Mis bisabuelos estaban preocupados por el futuro de su hijo, porque ya no podía hacer las labores. Y, entonces, el cura del pueblo les dijo que no se preocuparan, que el chico podía aprender un oficio de interior. Barbería, sastrería, y qué sé yo, cocinero, cosas que se tengan que hacer bajo techo. Como el cura conocía a una familia de relojeros, que también tenían joyería, lo mandó allí, con 14 años. Y así aprendió el oficio.
Mi abuelo no pudo ir a la guerra, se quedó enterrando muertos. A veces no se sabe qué es peor
¿Aún eran relojeros de relojes de bolsillo?
Claro, era antes de la Primera Guerra Mundial. Cuando vino la guerra, se cerró la tienda, se cerraron muchos negocios, y mi abuelo se volvió a la casa. Pero no fue convocado a filas por su misma enfermedad, por la poca capacidad pulmonar que tenía. No podía hacer ejercicio, porque se ahogaba. Es más, murió de insuficiencia cardíaca a los años 50. ¿Entonces, qué pasó? Que se quedó en el pueblo.
¿Y de qué trabajaba?
A veces, no se sabe qué es peor. Se quedó enterrando a los muertos que traían los convoyes militares que venían de Austria, y que iban para el puerto de Venecia, y pasaban por el pueblo. Iban desfilando carros de heridos por aquel camino. Y, cuando llegaban a un pueblo, miraban los que habían muerto y los dejaban allí. Y, a la mañana, los del pueblo se encontraban con un montón de cadáveres que habían tirado los de los carros. Eran carros tirados por caballos. Imagínate, carros de gente herida que ya hacía un mes que les habían pegado un tiro en el frente y se morían en el camino.
¿Pero tu abuelo tenía fuerza para ese trabajo?
No, pero la cuestión es que él, como no había ido al frente, tenía que colaborar. Y a esa labor se dedicaban el cura y algunas personas mayores del pueblo.
¿Dónde los enterraban?
En las cunetas. Es más, al día de hoy, en el pueblo aún se sabe cuál es la cuneta. Porque mis tíos, que todos viven ahí, los primos de mi padre, dicen: Toda esa cuneta, por debajo, está llena de muertos de la Primera Guerra Mundial.
¿Y nadie ha hecho nada por ellos?
Es que es tragicómico. Encima de ese sitio, ahora hay un centro de ventas de artículos deportivos muy grande, y justo donde está la fosa común es donde construyeron el parking. Lo que era antes el borde del camino, hoy día, es la avenida principal, por ahí pasan los autobuses y ahí se ha formado el centro comercial del pueblo. Mi tío me dice: Mira, acá abajo, desde las vías del tren hasta aquí, está todo lleno de muertos que trajeron de la Primera Guerra Mundial.
Pasada la guerra, tu abuelo siguió con la relojería.
Vuelve a trabajar, vuelven a abrir los negocios, vuelve a abrir todo, y a mi abuelo ya se le puso en la cabeza la locura de la época, que era emigrar de Italia a la Argentina, que en aquellos años 20, era una potencia económica.
Es la historia de Marco.
Marco, claro, ahí está. Pero entonces, mi abuelo ya tenía 20 años. Juntó dinero y se fue a Buenos Aires a trabajar de relojero. Y, bueno, el hombre se integró, trabajó y se murió ahí.
¿Llegaste a conocerle?
No, no. Murió nueve años antes de que yo naciera. Yo soy del 64, y él murió en el 55.
¿Tu abuelo se casó con una argentina?
Qué va. Mi abuela también era italiana, de Verona, se llamaba Cesira, que es como Cesárea, pero no por la operación, sino porque es el femenino de César. El caso es que se conocieron en Buenos Aires, y en el 36 tuvieron a mi padre, que se llamaba Héctor, y siguió la tradición de ser relojero.
¿Vive tu padre?
Ya es fallecido. Murió en el 21 de COVID, cuando la pandemia, en Buenos Aires.
¿En qué barrio de Buenos Aires puso la relojería tu abuelo?
No, no. Mi abuelo nunca tuvo relojería, siempre fue empleado. Una vez, intentó entrar en el ferrocarril, cuando Perón, en los años 50, les confiscó los ferrocarriles a los ingleses. Porque el ferrocarril, en aquella época, tenía un departamento de relojería. Se ocupaba de los relojes de todas las estaciones y de los relojes de bolsillo que llevaban el inspector, el jefe de estación... Era un departamento muy grande con muchos relojeros reparando.
¿Por qué no pudo entrar?
Porque, por el mismo hecho de pasar el ferrocarril ser nacional, el Estado únicamente tomaba a argentinos, nativos o naturalizados, y mi abuelo era italiano. Nunca pidió la nacionalidad argentina.
¿Vivía en un microclima de italianos?
No era su caso. Mi abuelo vivía en Villa Devoto. Allí había emigrantes de todas partes. Es un lugar conocido porque es el barrio con más árboles de todo Buenos Aires.
¿Tú también eres de allí?
¡Qué va! Cuando mi padre se casó con mi madre, se fueron a vivir al barrio de Flores, de donde es el Papa. Y bueno, después, ya fuimos cambiando, qué sé yo... La cuestión es que mi padre no puso la relojería hasta el 72. Antes, también fue empleado. Además de relojería, era joyería. Mi padre reparaba y mi madre atendía.
¿En el barrio de Flores?
No, en Villa Crespo. Es otro barrio de Buenos Aires, son muchos barrios. Un barrio normal, de clase media común. Y allí tuvo la relojería hasta que llegó el corralito famoso de 2001. Y en 2002, mi padre cerró. Ya tenía edad de jubilarse, aunque no le resultara prioritario. Aquello fue un caos. Ya todo el mundo sabe lo que fue el corralito. Un desastre. Mi padre dijo, hasta aquí llegué, y se jubiló.
¿Pudo jubilarse bien?
Sí, sí. Normal. Es decir, mal, como todo jubilado argentino.
¿Su relojería era parecida a esta tuya?
Sí, pero con joyería también. Yo solamente tengo relojería, porque es una inversión muy grande la joyería y no es mi oficio.
Daniel, ¿de niño sabías que ibas a ser relojero?
¡Yo no quería! A mí me interesaba más la venta, me atraía más el trabajo de comercial. Pero mi padre, con muy buen criterio, me dijo: No, tú aprende a reparar relojes y, después haz lo que quieras, porque esto ya lo sabrás. Entonces empecé a trabajar con él en la tienda, y me dio todos los despertadores. En los años 80, aún había mucho despertador mecánico. Me dijo: Todo lo mecánico, los relojes y despertadores que entren, los haces tú y los cobras tú, nada más. Y, claro, cuando entraba un despertador, yo me desvivía para dejarlo perfecto. Los limpiaba, los lucía y la gente se iba contenta.
Lo de la vista es una cosa que se va subsanando con adminículos artificiales. Es decir, con una lupa
¿Tuviste que cursar estudios de relojería?
Eso fue después. Me matriculé en la escuela industrial. Se llama Otto Krause, Escuela Técnica Nâ° 1 de Buenos Aires. Allí estaba la sección de relojería, que es como la secundaria. Son tres años de ciclo básico, con historia, matemáticas, química, todo..., y luego dos años de especialidad de relojería. Hacíamos tornería fina, y a mano. Empezábamos limando una madera de 1x1 cm y terminábamos torneando un eje de acero de 0.10 o 0.20.
Además de habilidad, hay que tener buena vista.
Sí, pero bueno, como usamos lupas... La lupa normal es de 3 aumentos, pero también está la otra especial, que es de 12, cuando vas a ver un detalle. Lo de la vista es una cosa que se va subsanando con adminículos artificiales. Es decir, con una lupa.
O sea, que al final sentiste la vocación.
Claro, y ahí sentí la vocación. Ahí me empezó a gustar. y vi que podía ganarme la vida con ello. Y bueno, estuve trabajando por ahí, hasta que en el 2000 emigré a España.
¿Por qué decidiste venir a España?
Realmente, me quedé varado en España. Solo venía por dos años. Trabajaba de relojero en el servicio técnico de Casio, en Buenos Aires, y a mi exmujer le dieron una beca para estudiar en España Filología Hispánica.
¿En Barcelona?
No, podíamos tener Madrid, Barcelona, Lérida y otro lugar más. Pero mi jefe de Buenos Aires habló con los de Casio de España y les preguntó si necesitaban algún relojero. Les dijo: Uno de mis relojeros, -porque éramos 31 relojeros-, se va a vivir a España. Y resultó que necesitaban uno en Barcelona. Vinimos aquí en el 2000, y en el 2001 estalló el corralito. Pero yo ya estaba trabajando aquí y, como tengo nacionalidad italiana, me quedé como ciudadano italiano.
¿Es hereditaria?
Hay que pedirla, y por abuelos y bisabuelos te la dan.
¿Qué Barcelona te encontraste?
En ese momento, lo que me gustó de Barcelona fue la diferencia que había con Buenos Aires en cuanto a seguridad. Me acuerdo de que, al principio, íbamos por Barcelona y mirábamos para atrás, por la costumbre de caminar en Buenos Aires, porque Buenos Aires era una ciudad muy insegura. Aquí, entonces, se estaba de fábula. La seguridad que había en Barcelona en ese momento era impresionante.
El otro día llegó un cliente, y veo que viene con un bastón, y le digo: "¿Qué le ha pasado, que anda con un bastón?" Y me dice: "¡Nada! ¡Lo uso de arma!
¿Y ahora, no?
La echamos en falta ahora, con toda la inseguridad que hay.
¿Estás seguro?
¡Pero no lo digo porque ahora tengo un comercio! Te hablo en general. El otro día llegó un cliente, y veo que viene con un bastón, y le digo: ¿Qué le ha pasado, que anda con un bastón? Y me dice: ¡Nada! ¡Lo uso de arma!
Igual tiene que ver con el tiempo. Siempre nos parece que antes era mejor.
Eso también es cierto. La gente habla maravillas de su infancia en el pueblo; pero, antiguamente, la gente se moría en los pueblos por un flemón. Puede que con la seguridad pase lo mismo; pero yo lo vivo por lo que me comenta la gente.
¿En qué barrio aterrizasteis?
En Gràcia. Eso fue espectacular. Llegamos sin saber lo que era Gràcia, ni lo que significaba el barrio para la ciudad de Barcelona. Mi mujer vino en septiembre, para empezar la Universidad en octubre. Y yo vine en diciembre. Los de la inmobiliaria le mostraron tres pisos y el que le gustó estaba en Gràcia, y se lo quedó.
Y os encontrasteis con las fiestas de Gràcia, con los cines Verdi...
Sí, bueno, pero todo eso lo recorrí ya de separado. Después de que ella se volviera a Argentina, porque sufrió una crisis psicológica.
¿Por qué?
Porque, hablando mal y pronto, la pobre nunca había visto una mierda de perro.
¿En la acera?
¡En la vida! Era la típica nena que había ido al colegio privado. Accedió por las notas que tenía, porque era un coco. El colegio secundario donde estudiaba tenía convenio con la Universidad del Salvador, que es la universidad de los jesuitas. Entró con becas. Estudió siempre con becas, así que ella no trabajó nunca fuera de la educación. Ni siquiera trabajó con gente normal. Trabajó siempre con filólogos, con doctores... Pero claro, cuando, estando ya en Barcelona, le quitaron la beca, tuvo que enfrentarse al mundo de la calle. La dureza de la calle no la conoció hasta entonces.
Pero Gràcia tampoco es un barrio duro para vivir.
No, no era por el barrio. Es que ella, después, cuando se quedó sin la beca, logró hacer los papeles, y le dieron la residencia de trabajo. Pero para eso tuvo que buscarse un trabajo, claro, y ya vinieron los problemas, porque a una estudiante de Filología no le dan trabajo en ningún lado. Al final, consiguió entrar en una rosticería llenando barquetas con ensaladilla rusa, y con un gorrito blanco. Y las mujeres trataban mal a las empleadas: Nena, dame esas croquetas, esa no, la otra... Y le afectó psicológicamente. Le dio como un rebote contra España, contra Barcelona, contra mí, contra los amigos que habíamos hecho aquí, y se volvió.
¿No te volviste con ella?
No. Me quedé solo aquí. Todos me decían: Bueno, te vuelves tú también. Pero, claro, justo era el año posterior al corralito, en el 2002. ¿Cómo me voy a volver? Hablaba con mis excompañeros de trabajo y me decían: ¡Ni se te ocurra! ¡Si nos queremos ir todos, eso es un desastre.! No hay nada, quebró el Estado, no hay dinero... Habían vuelto al trueque. El corralito fue una cosa espantosa. Incluso mis amigos y mi familia me decían: Ni se te ocurra volver. Ya volverás el año que viene, o el otro. Y yo aquí tenía mi piso, tenía mi trabajo.
¿Entonces pusiste esta relojería?
No, esto lo abrí mucho después. Entonces, nada. Seguí trabajando en Casio y, como estaba solo, me dediqué a la bohemia de Gràcia, a ir a los cines Verdi. Hice cursos de cine, que me gusta mucho. Eran de traslación del género literario al fílmico. Porque, en Buenos Aires, también había hecho dos años de cine. Así, que me quedé, y fui ligando con chicas que me iban presentando.
¿Te has vuelto a casar?
Y bueno, después, a los 8 años de que me quedé solo, conocí a mi actual mujer. Que fue una risa, porque yo ya estuve ahí desde el primer momento, pero no la conocía aunque era vecina. Ella tenía debajo de mi piso una tienda de estética, y a mí se me rompió un tubo de la bañera. Pero yo no lo veía. En ese momento, yo iba a un gimnasio, así que de lunes a viernes me duchaba en el gimnasio, y sábado y domingo me duchaba en casa, que era cuando ella tenía la tienda cerrada. Entonces, cuando ella venía el lunes veía agua. Y después se secaba. Y el lunes siguiente, otra vez.
Parece un caso para sir Tim O'Theo.
Entonces, bueno, vinieron los técnicos, rompieron el baño, arreglaron eso y ya está. Empezamos a hablar, pero solo hablábamos de la cuestión del seguro, que no se aclaraban entre ellos. Yo le decía: ¿Cristina, vino el perito? Poco más. Claro, como era una estética de mujer, yo no había entrado nunca, ni hablaba con ella. Yo no me depilo.
¿Cómo empezasteis a hablar?
Se vino una prima mía de Italia a vivir conmigo cerca de medio año. Al poco de estar en casa, mi prima me dice: Oye, me tengo que depilar, ¿conoces algún sitio? Y le digo: Mirá, acá abajo hay una chica que tiene una tienda. ¿Y depila bien? ¡Yo qué sé cómo depila! El caso es que le da una cita a mi prima y cuando sube me dice: ¡Eres un idiota! Tienes ahí una chica majísima y tú, aquí, que la conoces y no haces nada. Y me dice: Mañana, viernes, la invité a cenar, que lo sepas. Porque le voy a hacer pasta italiana. Y así fue. Y bueno, a los cinco años nació Hugo, mi hijo, y ahora tengo un hijo y estoy aquí.
Resulta que no hay manera de encontrar trabajo porque tienes 50 años. Cuando, en este oficio, mientras más experiencia tienes, mejor. Pues no había forma
¿Abrir esta relojería fue como sentar la cabeza?
Todo empezó porque me quedé sin trabajo en 2014. Justo en ese año cumplía los 50. Empecé a buscar trabajo en grandes servicios técnicos. Pero son esas estupideces que uno no puede creer. Resulta que no hay manera de encontrar trabajo porque tienes 50 años. Cuando, en este oficio, mientras más experiencia tienes, mejor. Pues no había forma. Y eso que yo tenía conocidos dentro de las empresas y daba los currículos en mano. No los mandaba a ciegas. Los daba en mano.
Te viste obligado a instalarte por tu cuenta.
No me contrataban en ningún lado. En ningún lado. Entonces hablé con un amigo que vivía en Sant Cugat, que ya murió, y me dijo: Olvídate, no vas a encontrar trabajo nunca. Tienes que inventarte el trabajo. Así que empecé a buscar un local. Me puse a hacer esto con todo en contra, mi mujer, mis suegros. Les parecía una locura abrir esta tienda. Para colmo, al no tener capital, yo no podía poner una relojería con 500 relojes. Al principio, tuve unos pocos para vender. Pero lo dejé enseguida. Ahora no vendo, solo reparo.
¿Cuánto tardaste en encontrar este local?
Dos meses, fue todo un trabajo de campo. Exploré toda Barcelona, porque no me importaba el barrio.
¿Qué prioridades tenías?
El entorno y el precio. Y el espacio. Por eso esta tienda es chiquitita, porque yo no necesito grandes espacios.
Es muy de relojero.
Claro, nos desenvolvemos en lo mínimo. Y aquí me puse. Yo guardaba todas mis herramientas, tenía todos mis repuestos. Acá, en este cajón, hay repuestos de mi abuelo, de mi padre y míos. Conservo piezas de relojes desde hace 60 años atrás.
¿Te trajiste de Argentina tus herramientas de relojero?
Sí, me traje todas estas cajas. Todo esto. Sí. Estas cajitas también están llenas de repuestos. Mira, todo esto son coronas. Y diez cajas más que tengo arriba. Lo tengo todo clasificado.
Son tu memoria familiar.
Sí, me lo traje todo, aunque algunas otras las compré aquí, y qué sé yo. Con esas herramientas me monté esta tienda.
¿Cuándo la abriste?
Fue todo muy rápido. En 2014. Mi hijo todavía no había nacido. Nació en 2015. Ahí tengo una maceta, con la fecha que le puse el día que la abrí: 22/10/14. Así que esta maceta tiene diez años. Bueno, resulta que me pongo aquí, y el primer mes, Javier, saqué el dinero que había ganado con el último sueldo.
Te ha ido bien desde el principio.
Un milagro. Porque en este local no hubo nunca una relojería. Yo no heredé ningún cliente. Nada. Antes, hubo uno que vendía accesorios de moda y, hace muchos años, uno que vendía revistas y periódicos. Y en toda la zona, tampoco había un relojero que reparase relojes antiguos. Así que se corrió la voz, y enseguida funcionó.
Había una necesidad de lo que ofrecías.
Y entonces ahí me di cuenta, claro. Al haber sido empleado de un servicio técnico oficial, no tenía contacto con la calle. Pero, cuando me puse aquí, vi que en este barrio hacía falta un relojero que tocase el reloj.
Tienes muchos fans. ¿Qué sientes cuando ves que tus clientes te ponen por las nubes en Internet?
Un orgullo muy grande. Una alegría muy grande. Es un premio.
¿En Barcelona, quedan muchos relojeros que reparen piezas antiguas?
Cada día hay menos. Y, desgraciadamente, sin relevo.
Pero tampoco todos los hijos y nietos de relojeros quieren ser relojeros. Quieren ser Youtubers o trabajar en la administración
¿Ya nadie quiere ser relojero?
No entra nadie nuevo. Solo si se es de una familia de relojeros, si el tipo lo mamó de chico. Pero tampoco todos los hijos y nietos de relojeros quieren ser relojeros. Quieren ser Youtubers o trabajar en la administración. Entonces, queda una franja muy pequeñita. Y luego, hay que ver la mano que tenga el chico, porque puede tener las ganas de ser relojero, pero no le da la habilidad manual requerida para estos oficios de tanta precisión. Así que queda un mercado súper pequeño. Aquí, estamos cada vez menos.
Pensaba que Alea era tu apellido. Que la relojería llevaba el nombre de tu familia.
¡No! ¡Es alea en latín! Es la frase de Julio César cuando cruzó el Rubicón: Alea iacta est (los dados están echados). Porque lo que yo hice fue también dar el paso, cruzar el Rubicón con 50 años. Me dije: Es ahora o nunca. Yo tenía unos ahorros, y me dije: Los pongo y cruzo y me nombran emperador, o cruzo y me meten preso.
¿Qué tipo de clientela tienes?
Aquí hay de todo. Desde la señora y el señor del barrio que vienen a cambiar una pila, hasta coleccionistas muy expertos. Trabajo mucho con coleccionistas que vienen de toda Barcelona. Son un mundo aparte. Saben muchísimo. Hay varios que coleccionan Seiko de los años 60 y 70. Y tengo un chico que colecciona relojes de bolsillo de plata de principios del siglo XX, y de ahí no lo mueven. Compran por Internet y me traen los relojes para ver si puedo repararlos.
Tienes todo esto lleno de relojes de pared.
Ese es otro mercado. Ya es otra cosa. Son relojes de péndulo. Los relojes de las familias. Me encanta repararlos. Es mi especialidad.
¿Y qué historias tienen?
Uy, cada uno de estos relojes tiene una historia atrás. Historias preciosas, historias trágicas, historias de terror, de todo tienen. Por supuesto, no me las cuentan todas; pero, muchas veces, la persona viene y me la cuenta. Un señor me dijo: Usted no restaura relojes, usted restaura sentimientos.
Un señor me dijo: Usted no restaura relojes, usted restaura sentimientos
Cuéntame una historia.
Una vez entró un hombre de 70 años largos, y me dijo: Mis abuelos vuelven a vivir, los vuelvo a escuchar. Se refería a un reloj de pared que le había arreglado. De niño, este hombre iba a comer a la casa de sus abuelos ,y la abuela le obligaba a dormir la siesta; pero él nunca tenía sueño. Y entonces le decía la abuela: Cuando suenen las cuatro campanadas, nos levantamos. Así que él se quedaba escuchando todo el rato el silencio de la siesta. Y cuando daban las cuatro campanadas, saltaba de la cama para irse a jugar con los otros chicos del pueblo.
Bueno, entonces pasan los años, y emigra a Barcelona. Vino con sus padres. Luego, se murieron sus abuelos y en la casa se quedó viviendo una hermana de su abuela, que vivió muchísimos años. Y cuando muere esta señora, desmontan la casa del pueblo y él se trae el reloj, pero el reloj ya no caminaba. Así que me lo trae y se lo reparo. Le hago una restauración de caja de máquinas, de todo...
Cuando termino, le mando un WhatsApp para avisarle de que ya puede pasar. Bueno, el hombre llega. Eran las siete de la tarde y entra en la tienda. Y, cuando se para frente al reloj, empiezan a sonar las campanadas. Claro, era la hora en punto. Y el hombre se puso llorar porque aquel era el sonido de su infancia, el sonido de sus abuelos. Lloró delante de mí oyendo el reloj.
¿Cómo se repara un reloj de hace cien años?
En realidad, los relojes de hace cien años son más fáciles de reparar que los de pila porque no tienen plástico. Con un reloj de metal puedo cortar, tornear, fresar, soldar, limar.., puedo hacer de todo. Dialogas con el reloj. Me dice lo que le sucede. Pero con un reloj de plástico no puedo hacer nada.
¿El reloj te habla de la personalidad del cliente?
Sí, sí, se ve. Es como todo, hay calidades y hay precios, y entonces uno ve. Pero siempre te sorprendes. Una vez fui a una casa muy humilde, que me llamaron para arreglar un reloj de pared. La señora era muy mayor, y me explicó: Mire, yo no lo puedo bajar, no tengo fuerza, así que tiene que venir usted a mi casa. Bueno, yo voy. No estaba lejos de aquí, por la calle Marina.
Y llego a una casa muy humilde, y me abre una señora muy mayor. Todo lo que se veía era pobre. Primero, el recibidor; luego, el pasillo, todo muy humilde. Y, cuando llego al comedor, veo un reloj que es una cosa impresionante, todo trabajado y lleno de de volutas. Miro dentro, y veo una máquina alemana espectacular. Y no digo nada, por supuesto. Me lo traigo y, cuando se lo llevo reparado y se lo voy a instalar, empezamos a hablar, y la señora me cuenta que trabajaba de servicio en una casa, y cuando desmontaron la casa, porque murieron los señores, la hija se lo regaló.
La gente se engancha en mirar el reloj.
Tenemos una relación estrecha con el tiempo. Sobre todo, la gente mayor. Algunos pueden llegar a la obsesión total. Sienten un deseo constante de ver la hora. De ver que se les va el tiempo. Y, si están en una residencia, es todavía peor. Miran el reloj sin parar. Vienen acá los hijos para que les arregle el reloj de sus padres y, a lo mejor, les pido una semana de plazo, y se escandalizan, y todos dicen lo mismo: No, por Dios, porque es de mi madre o de mi padre, que está en una residencia. Entonces suspendo los otros encargos y se lo hago, porque sé que aquella persona está desesperada por su reloj.
¿Qué tipo de desesperación es?
Una vez, vino un hombre que me trajo el reloj de su padre. No le pasaba nada, pero su padre le ajustaba la hora veinte veces al día. Se había obsesionado. A veces, creo que, por ser relojero, por poder tocar el alma del reloj, puedo ver el alma de las personas. Bueno, me dice: Es que no para, se vuelve loco porque perdió un poco el oremus. Y yo entendí al padre. Aquel reloj no tenía nada. Le puse una pila nueva y le saqué la corona para que no pudiera ajustar la hora. Tuve que tapar con pegamento el agujerito para que no le entrara polvo, ni agua, y no lo tocara más.
A veces queremos ver la hora solo por curiosidad. Miramos el reloj, y ya.
Es algo muy raro. Queremos ver la hora y no queremos ver el tiempo. El tiempo, no. Por eso empezamos a enterrar a los muertos, para apartarlos de la vista; porque sabíamos que eso era nuestro futuro. Pero, eso mismo, enterrar a los muertos, fue lo que nos convirtió en humanos.
Daniel, ¿qué es el tiempo?
No lo sé. Solo sé que el tiempo, sin memoria, no existe.
¿Conservas un reloj heredado?
Sí, este que me dio mi padre cuando cumplí los 18 años.
¿Lo has llevado siempre?
No. Nunca. Por eso está nuevo. Lo guardo como recuerdo. Es un Shake. Un reloj común y silvestre. Mi padre vendía este tipo de relojes y, cuando cumplí los 18 años, me dio este reloj y desde entonces me acompaña. No lo uso, pero le voy cambiando la pila.
¿Eres más de minutos o de horas?
Yo soy más de horas. Los minutos son para los trenes, no para las personas. El minuto empieza a ser importante a partir del ferrocarril, en Inglaterra. Antes, los relojes no tenían la precisión del minuto. La gente vivía de otra manera. Pero un reclamo de aquellos trenes era su puntualidad. Por eso en las estaciones les pusieron el minutero a los relojes. En aquella época, ese tipo de reloj solo lo tenían los ricos y los trenes.
El tiempo se acumula en los relojes.
Claro. Hay un tiempo acumulado en el reloj, que es el de tu padre, el de tu abuelo, que es el tiempo heredado, y no es el de las agujas. Una vez, vino un chico para que le restaurara un reloj. Me contó que no lo usaba mucho; pero, cada vez que tenía un examen, una entrevista de trabajo..., se lo ponía porque era el reloj de su padre, y así sentía que su padre estaba con él. Con los relojes de pared, pasa más todavía. Tienen más agarre en la gente. A veces, no es que estén en la casa, es que son la casa. Están vivos. Cambias de casa, y te los llevas, y con ellos te llevas toda la casa antigua.
¿Cómo pasas el tiempo cuando no estás en la relojería?
Bueno, con un niño de 9 años, pues a estar con el niño. Le dedico todo el tiempo que tengo cuando no estoy aquí.
¿Crees que será relojero?
Una vez, fuimos a al parque de Can Mercader, donde está El Corte Inglés de Cornellà. Hay un trenecito, que ha montado una asociación de ferromodelismo, y se puede subir un niño y lo lleva. A mi hijo le encantó. Y, poco después, la maestra le preguntó qué quería ser mayor, y dijo: De lunes a viernes, relojero, y sábado y domingo, conducir un tren.
De nuevo, el tren y el reloj, como su bisabuelo.
Ahí está, vamos a ver si será la cuarta generación. Ser relojero es un oficio muy bueno. No lo puede hacer ninguna inteligencia artificial, esto no lo puede hacer ningún robot. Esto lo tiene que hacer una persona, porque, aparte, cada reloj es diferente. ¿Quién va a reparar relojes de pared? Solo una persona.