La política está de moda. Los politólogos sustituyen en las tertulias a unos economistas castigados por no haber previsto la crisis. Los debates políticos compiten en prime time con los últimos chismes de la prensa rosa. Y series como Borgen, House of Cardos o Boss tienen audiencias más propias de Lost. Tan de moda está la política que antiguos activistas antisistema como Ada Colau o Antonio Baños han dado el paso a la política institucional.
Esto no viene de hoy. Ya hace más de un año que, tomando un café, dos profesores de Ciencias Políticas de la Universitat de Girona nos hicieron notar, con cierta sorpresa, que las matriculaciones a su carrera estaban creciendo. No era sólo una sensación suya: desde el curso 2009/2010, el número de estudiantes del conjunto del estado español matriculados en Ciencias Políticas ha aumentado un 41%, a pesar de que las universidades han perdido un 2% de alumnos en el mismo periodo de tiempo.
A primera vista parece que el escenario de pasividad y desafección ciudadana de hace pocos años se está transformando. El incremento generalizado de los niveles de interés hacia la política es incuestionable. De la indiferencia de antes se ha pasado a la indignación militante. Y, en consecuencia, a considerar la política como el principal instrumento que debería permitir transformar una realidad social injusta y desigual. Pero esta renovada vitalidad política también tiene un reverso oscuro que demasiado a menudo se pasa por alto.
Nos ponía en estado de alerta Quim Brugué: ¿Y si este protagonismo repentino de la política no es sólo hecho a base de ejercicios de teatralización y sensacionalismo? El riesgo de banalización está presente de forma cotidiana a televisiones, radios y diarios de nuestro país. Tertulianos profesionales, y opinadores mediáticos de procedencias y adscripciones políticas de todos colores se han convertido en el ingrediente morboso que los medios utilizan para hacer lavable la política y dirigirla al gran público. Con la connivencia de unos políticos que han pervertido el arte de la persuasión y se dedican a mercadear con eslóganes llamativos para hacer ondear su bandera y, sobre todo, embrutecer la de los otros.
¿Era esto la nueva política? El problema es el de siempre, nos olvidamos de los grises, y así es imposible generar ningún tipo de acuerdo o consenso. La gestión del bien común hace imposible encontrar soluciones en problemas complejos con estas lógicas simplificadoras donde la sustancia está en el impacto y la repercusión del propio mensaje, y no en el contenido del mismo.
Desgraciadamente, estamos desgastando por adelantado algunas de las herramientas que nos permitirían salir de este callejón sin salida y avanzar en la dirección correcta. Entristece ver como la opinión publicada acostumbra a banalizar el lenguaje político. Nos estamos habituando a leer y escuchar (demasiado a menudo y de forma frívola) palabras como gobernanza, buen gobierno o transparencia. El concepto participación ciudadana tampoco se escapa. Más allá de las elecciones, nuestra trayectoria en instrumentos de participación ciudadana es escasa y nos queda mucho camino para recorrer y aprender, como cuando nos referimos a la profundización de la dimensión directa de la democracia, es decir, a los referéndums. Una herramienta que se ha convertido, por puro interés ideológico y partidista, en el objetivo de todos los ataques.
El último ejemplo de esta tendencia a banalizar los instrumentos de democracia directa se hizo evidente al artículo de Joaquim Coll, “El referéndum de los egoístas”, en el que compara el referéndum para la independencia de Catalunya con la consulta ciudadana en Bellaterra para constituirse como municipio independiente de Cerdanyola del Vallès. Más allá del debate sobre la incongruencia que supone que los partidos que están a favor de un referéndum en Catalunya estén en contra en el caso de Bellaterra (y a la inversa), en el artículo aparecen expresiones como “decisionismo de moda” o “artefactos como el derecho a decidir”. De hecho, el título del artículo vincula un instrumento de democracia directa como los referéndums con el adjetivo “egoísta” de manera frívola, desacreditando los promotores de estos y otros que puedan convocarse en un futuro.
Llegados a este punto se imponen dos reflexiones rápidas a propósito de los referéndums como herramienta para intentar alejarlos de una batalla política en que sólo pueden acontecer víctimas colaterales:
Primero, los referéndums los convocan, legítimamente, gobiernos que consideran clave conocer la opinión de la ciudadanía a la hora de tomar decisiones de importancia para el futuro de la comunidad llamada a votar. Por lo tanto, ni se tienen que convocar para tomar cualquier decisión, ni se tienen que deslegitimar de entrada por el solo hecho de haberse organizado.
Y segundo, los referéndums son instrumentos de democracia directa (una persona, un voto) que sólo tienen utilidad pública si respetan ciertas garantías básicas: neutralidad por parte de la institución que los convoca, derecho de las organizaciones interesadas a defender su posicionamiento, constitución de un órgano de control para asegurar la transparencia del proceso y la definición de alternativas claras y entendedoras.
El uso de instrumentos de participación como los referéndums tendría que acontecer una oportunidad para madurar democráticamente entre todos, y no una excusa para tirarnos los platos por la cabeza. Vivimos tiempos de incertidumbre, y no nos podemos permitir el lujo de quedarnos en teatralizaciones que, a buen seguro, sólo contribuirán a la banalización de la política, y no a su recuperación.