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La desescalada desde dentro de una UCI: “Es como hacer una maratón y llegar extenuado al final”

La unidad de semicríticos es la UCI para pacientes COVID-19 del Hospital del Mar

Pau Rodríguez / Sònia Calvó

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La puerta de uno de los nueve boxes de la unidad de semicríticos es la imagen de la desescalada en el Hospital del Mar, en Barcelona. Es viernes por la mañana, 22 de mayo, y en su interior un paciente se mantiene agarrado a la vida gracias a los cuidados intensivos que le procuran enfermeras como Elisabeth, que se apoya en el carro de medicación mientras extrae de una bolsa hermética la enésima bata azul de la jornada. Es el último paciente positivo que queda, comenta desde el extremo opuesto de la sala circular, y sitúa la mirada en el único cubículo al que hay que acceder todavía con los incómodos EPI, el uniforme de miles de sanitarios durante la pandemia de coronavirus.

Mascarilla FFP3, mono blanco impermeable, bata también blanca por encima, gorro, guantes, capucha, gafas y otros guantes. La que se viste ahora de acuerdo con el farragoso ritual que impone el virus SARS-CoV-2 es una de las trabajadoras de la limpieza, que tiene que acceder al box en cuestión para realizar las tareas periódicas de higiene. Mientras tanto, otra enfermera espera a Elisabeth desde la puerta de otro cubículo para llevar a cabo el cambio postural a dos pacientes. “Les movemos regularmente de un costado al otro para evitar que les salga heridas en la piel”, explica.

La unidad de semicríticos es en estos momentos la UCI del Hospital del Mar reservada para pacientes con coronavirus. Quedan cinco, casi todos de tan larga duración que cuatro de ellos ya han dado negativo en el test PCR. Por eso Elisabeth y sus compañeras pueden desplazarse con cierta comodidad, aunque sin descanso, por un escenario que hasta hace pocas semanas parecía el de una guerra bacteriológica. No se podía entrar sin el traje. “Ahora no es tan pesado”, resume en pocas palabras, antes de volver rápidamente a sumergirse en su tarea diaria de supervisión de soportes nutricionales, de niveles respiratorios, de medicación… La mayoría tienen buen pronóstico y, si todo va bien, saldrán en cuestión de días.

Los médicos, enfermeros y auxiliares del Hospital del Mar, destinatarios como todos lo demás de los aplausos de las 20 horas, se reconocen hoy un poco más relajados. Pero la procesión va por dentro. El huracán que les ha pasado por encima en forma de pandemia, con días en los que llegaron a tener más de 900 enfermos de COVID-19 –entre la UCI, plantas de hospitalización y domicilios–, no va a ser fácil de digerir. Por mucho que el pico de enfermos críticos haya caído de 68 a 5 y el hospital se parezca un poco más al de antes.

Para Joan Ramon Masclans, jefe de las UCI del Hospital del Mar, los profesionales están entrando ahora en su particular fase 3, que nada tiene que ver con el desconfinamiento. “La primera fase fue cuando empezó a llegar la ola, que daba la impresión que te superaba. Mentalmente la gente estaba muy tocada y te lo decían, que llegaban a casa y se echaban a llorar. Todos: médicos, enfermeros…”, detalla.

Esos días, especialmente de la última semana de marzo, fueron para él los peores. “De las pocas horas que dormía, me levantaba cada mañana pensando dónde podríamos abrir más camas de críticos. Y los respiradores...” Se preguntaba si habría suficientes. No llegaron a quedarse sin equipos de ventilación, pero un día tuvo que ir a su despacho y desempolvar un respirador de más de 30 años que guardaba como quien tiene una máquina de escribir en la estantería. Por suerte –y con algún recambio de piezas con tecnología 3D– funcionó.

“No hubo colapso, pero estuvimos fatal”

Tras esa fase, vino la del trabajo a destajo, con jornadas de 12 horas y 36 de descanso. “Cuando el volumen era ya masivo, la gente hizo una descarga de adrenalina e iban al 100%. Te decían que estaban cansados pero bien”, describe.

Ahora han entrado en de fase 3, la nueva normalidad, que es también la del agotamiento físico y mental. “Es como hacer una maratón y llegar extenuado al final. Estás contento pero cansado”, ejemplifica. Y añade tras el esfuerzo, las imágenes de gente en la calle sin respetar la distancia física son para ellos una “auténtica puñalada”. “Si ahora hay un rebrote, nos cogería materialmente preparados, pero muy cansados”, advierte, aunque reconoce que por ahora no está ocurriendo.

En un tiempo récord, como el resto de hospitales españoles, en el Hospital del Mar pasaron de tener 18 camas de UCI a cerca de 100, aunque el máximo de pacientes críticos al que llegaron en un día fue de 82. “No hubo colapso, pero si me preguntan cómo llegamos a estar, pues fatal. Muy mal”, reconoce Masclans, sobre todo por la falta de personal. Ni el atentado de la Rambla en 2017, del que fueron las Urgencias de referencia, fue tan duro.

Para entender la escalada y actual desescalada en el Hospital del Mar, basta con separar los tres grandes edificios que lo componen y que se levantan uno al lado del otro frente a la playa del Somorrostro. El llamado monobloque, con hasta nueve plantas de hospitalización, llegó a dedicar siete de ellas a coronavirus, de las que solo se conservan dos para este fin. En el edificio antiguo del complejo, de dos plantas, se mantuvieron ciertas especialidades no COVID-19, aunque en la práctica la única actividad que se concentró allí fue la de la UCI de siempre, con 20 camas para pacientes de coronavirus. Esta unidad está en estos momentos en proceso de desinfección tras quedar vacía de pacientes.

El tercer edificio es el nuevo, en fase de construcción. En él se ubican servicios como el hospital de día o las urgencias. Sin embargo, la primera planta, en parte reservada para acoger despachos una vez finalizadas las obras, es un enorme hangar que por su vasto espacio todos conocían como La Pradera. Ahora es la UCI de guerra.

Unos separadores blancos con el cartel Almacén engañan a quienes entran por primera vez en esta macrounidad de cuidados intensivos. Decenas de boxes improvisados, para 70 camas en total, conforman una hilera que se extiende a lo largo de unos 50 metros. Este fue uno de los principales campos de batalla contra la COVID-19 de la ciudad. Ahora la actividad es constante pero mucho más reducida, centrada en solo nueve pacientes con otras patologías que nada tienen que ver con el virus. El resto de camas se mantiene sin desmantelar por si acaso, igual que las que se habilitaron en el gimnasio para dar salida a los pacientes más leves.

Lo peor, las despedidas sin familiares

De la cama 15, donde una auxiliar mantiene cogida la mano de un paciente mientras chequea el monitor de sus constantes, sale Carme Troya, enfermera intensivista con 25 años de carrera en el hospital. La desescalada está siendo para ella un “alivio”, sencillamente por no tener que atender a tal alud de casos tan graves, pero reconoce que ahora está emergiendo el “agotamiento”, físico y emocional.

Sin ir más lejos, no hace ni dos semanas vivió el que considera el día más negro de toda la pandemia. “Tuvimos que despedir a un paciente con el que había estado cada día durante un mes”, lamenta.

Los ingresados en UCI no siempre están conscientes, pero él, de poco menos de 70 años, sí. Se contaban de todo, ponían música, enchufaban la tele para estar al día del mundo exterior… “Hasta conocía a su familia, porque hacían videoconferencias a menudo”, explica. A diferencia de las plantas de hospitalización, en una UCI cada enfermera tiene dos pacientes a su cargo. “Puedes estar tranquilamente tres o cuatro horas con cada uno”, aclara esta veterana enfermera.

Por suerte, por esas fechas ya se permitía a un familiar entrar a la UCI para la despedida. No fue así en los hospitales españoles durante las primeras semanas de la epidemia, para evitar contagios y por falta de EPI, lo que obligó a los sanitarios, a menudo las enfermeras, a estar al lado de los pacientes al final de su vida. “Esto ha sido durísimo, para los familiares y para los profesionales. Es una tristeza absoluta. E indignación”, relata el jefe de cuidados intensivos Masclans.

La nueva normalidad, ¿sin salas de espera?

Para la UCI, la nueva normalidad se parece sobre todo a una tregua, pero más allá de los cuidados intensivos todo el Hospital del Mar se está adaptando a una situación que no será la anterior a la epidemia. Muchas cosas han vuelto a su sitio, cada especialidad a su planta, y el amplio vestíbulo que se abre directamente al mar vuelve a ser un lugar de paso y de charla para sanitarios, pacientes y familiares.

De puertas adentro, sin embargo, los profesionales trabajan sobre todo en planes de contingencia que permitan recuperar la capacidad asistencial en tiempo récord, por un lado, y en avanzar hacia un modelo de menos visitas presenciales, del otro. Esto último lo han ensayado a lo grande durante la epidemia, con un aumento del 500% de las teleconsultas en pediatría, neurología, psiquiatría, nefrología, hematología y otras tantas especialidades. Principalmente para controles y seguimientos sin necesidad de exploración.

Un ejemplo de ello es la actividad de Oncología, dirigida por el doctor Joan Albanell. Su equipo se vio reducido de 25 personas a apenas cinco durante unos días en los que tuvieron que multiplicarse para mantener la supervisión por teléfono de todos sus pacientes, que además son especialmente vulnerables. La actividad presencial cayó un 80%, pero ahora no quieren recuperarla toda. Solo hasta un 65%. “Nos hemos dado cuenta de que podemos evitar a menudo el desplazamiento de pacientes sin que se pierda la calidad de la atención oncológica”, defiende Albanell.

De acuerdo con las directrices de las autoridades sanitarias, a partir de ahora el aforo en la salas de espera deberá ser del 30%, aunque este oncólogo cree que lo que hay que lograr es acabar precisamente con este concepto, el de sala de espera, con una programación de agendas mucho más eficiente. “Precisa e inflexible”, resume.

El miedo al rebrote

Poco antes de las 9:30 horas, el Paseo Marítimo que discurre frente al Hospital del Mar es como cada día un hormiguero de runners y paseantes. Los hay que no respetan las distancias de seguridad, ajenos al drama vivido a apenas unos metros, pero Ainara Barguillo y su amiga no les prestan demasiada atención. Al principio les dio rabia, mucha, constatar la cantidad de gente que había perdido el miedo al virus, pero ahora son de nuevo parte del paisaje. Así que esta pareja de médicos residentes de tercer año se dedica a lo importante: grabar con el móvil un vídeo de despedida de sus compañeros de último año, que acaban hoy.

Ainara Barguillo, de 28 años, está acabando la especialidad de Neurología, pero durante los dos últimos meses ha sido una médico más contra la COVID-19. El 17 de marzo, porque lo recuerda, fue el primer día en que se enfundó el EPI y empezó a atender en Urgencias. “Era muy duro. La gente moría. Siempre había cuatro o cinco se te ahogaban”, relata. Hasta que el pasado lunes pudo volver a su unidad. No más monos y gafas sofocantes. “Esto es lo más liberador”, sonríe. Es un viernes soleado y a las pocas horas el Gobierno anunciará que Barcelona entra en fase 1. Ainara sabe que tardará en ir a visitar a su familia, en Vitoria, pero tiene claro que lo primero que hará el lunes será quedar con los amigos. “Como mucha gente, supongo”, añade. Y se adentra en el hospital para comenzar la jornada.

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