La Rambla de Barcelona está este viernes llena de gente como cada mañana de agosto, pero poco es como cualquier mañana de agosto: normalmente a estas horas la acaparan turistas, hoy también hay periodistas y curiosos y sobre todo muchos policías. El paseo sigue cortado por un cordón de seguridad, igual que calles aledañas como el Carme o Pelai.
Turistas sigue habiendo. Yasmine llegó con su novio a la ciudad ayer sobre las 4 de la tarde desde Holanda. Cuando entraron en su hotel, en Plaza Catalunya, ya no pudieron salir hasta las 11 de la noche. Se iban a quedar una semana en Barcelona pero, sentados en un banco del paseo, están pensando si volverse antes: “No por miedo, sino porque esto no son unas vacaciones, estamos tristes”.
Otra diferencia de hoy con otros días es que la mayoría de puestos de venta están cerrados. Jon tiene unos veinte años y regenta junto a su hermano y su padre, José, un puesto de llaves en la zona donde todavía se ven las marcas de los neumáticos de la furgoneta que ayer asesinó a trece personas un poco más abajo (“se chocó contra este poste y al oír el ruido la gente pudo reaccionar, si no, no te enterabas de que venía”, cuenta). En su pequeñísimo local se metió ayer toda la gente que cupo, también un señor en silla de ruedas. Aseguran que en el momento del atentado no pasaba tanta gente como es habitual: “Hay momentos del día que no se puede caminar, si llega a pasar entonces hubiese sido una puta locura”. Hoy ellos tampoco abren: “No tenemos moral, estamos muy afectados. Hemos venido a recoger como se pueda, luego iremos a la concentración de Plaza y ya luego a casa”.
Sí abren los kioskos de la Rambla, “ni se ha planteado que no”, en su caso. Aunque para ellos también es un día raro: no pueden acceder a la zona los vehículos pesados, así que solo ha podido llegar un repartidor, que ha traído los periódicos que ha podido. Una señora les pide el Avui y no lo tienen. Al lado, las conversaciones solo giran sobre un tema, la gente hace fotos a la acera, va grabando vídeos y hablando por teléfono. Todos coinciden en que hay más silencio del normal.
También ha abierto la cafetería en la que John es camarero: él estuvo ayer por la tarde y también ha tenido que venir esta mañana. Como todos los comercios de la zona, resguardaron a decenas de transeúntes, sobre todo turistas, que pudieron salir por fin sobre las 8 de la tarde escoltados por los mossos. “Todo va volviendo a la normalidad, poco a poco”.
Unos metros más abajo, justo en la Boquería, en el lugar del arrollamiento mortal, se ha colocado un altar improvisado. Lourdes, de Ecuador, trabaja en el Palau Güell, donde también estuvo encerrada, y lleva rato mirando como la gente deja velas y mensajes con los ojos humedecidos: “Fue horrible, aún no lo asimilo”. No le sale decir mucho más.
Cristina y Felipe están ahí con sus dos hijas pequeñas y sí han podido traer velas. Viven en el Raval, muy cerca, y creen que las cosas van a cambiar en un barrio muy multicultural, con mucha población musulmana: “La gente va a desconfiar del vecino”. También creen que no deberían abrir los comercios: “Se deberían respetar los tres días de luto; a ver si a nosotros al final nos hacen abrir este fin de semana, hoy no”. Ella trabaja en una tienda de alpargatas de la Rambla, ayer salió a las cuatro y media y pudo regresar a casa “ sufriendo por los compañeros de trabajo”. De la madrugada describe “un silencio fuera de lo normal” en una zona siempre muy viva, más en una noche de verano.
Paqui también ha colocado como cada día su puesto de la ONCE: dice que no tiene miedo, “si te tiene que pasar te pasa, aquí o donde sea. Si hay peligro, la policía avisará”. Lo abre por eso y porque hay que hacer vida normal. No vio nada, sobre las 5 de la tarde ya habían recogido. En Vía Pelai, algunas tiendas avisan de que abrirán a partir de las 16:00 por el cierre de la vía, en Starbucks han abierto hoy más tarde “porque ayer no pudimos cerrar normal”.
Entre las maletas que hoy, como cada mañana, llegan y se van de Barcelona están las de Mohammed y Nahuel y sus dos hijas, de Egipto. No están impresionados: “En nuestro país algo así pasa cada mes”. Ella lleva hijab, han visitado París después del ataque de Bataclan y no creen que vaya a haber un brote de islamofobia en España: “Durante las primeras semanas, el primer mes, quizá sí; tengo amigos que cancelaron algunos viajes cuando pasó algo así. Pero luego no, la vida regresa a la normalidad”.
No lo ve tan claro Malika. Nació en Marruecos, tiene 58 años y lleva 24 en Barcelona. También lleva hijab y cuenta entre lágrimas que cada vez que pasa algo así nota malas miradas hacia ella; también repite insistentemente que los catalanes son para ella “como hermanos”, que tiene nacionalidad española y que todo esto le parece “muy mal, un horror, no hay derecho”. “Yo tengo el mismo miedo que todo el mundo, yo también paseo por las Ramblas, también me podrían haber atropellado a mí. Mi hija trabaja en Sants y me llamó muy asustada avisándome de que no saliera de casa”.