Cuando Silvia Reyes (Las Palmas de Gran Canaria, 1949 - Barcelona, 2024), histórica activista fallecida este miércoles, contaba su vida, no parecía tan duro ser una joven trans en plena dictadura franquista. En la mili pensaban que la harían “un tío de verdad”, pero no fue así, confesaba riendo. Mostraba las fotos en las que posaba, amanerada, junto a otros reclutas, y contaba que la apreciaban mucho.
En la cárcel Modelo de Barcelona se dedicaba a compartir con otras presas transexuales las historias de sus primeros amores. Cuando la condenaron al exilio por “peligrosa social” compró unas plumas, unos bikinis de strass, un diccionario, y se fue a Bruselas a trabajar en el espectáculo. De ahí a Suiza, a París…
Pero lo que ella contaba con alegría tenía detrás una historia de represión y persecución. En la escuela las cosas le iban bien y le ofrecieron una beca para ir a la universidad, pero le dijeron que tendría que cortarse las uñas y el pelo “como un hombre”. “Si lo hago voy a estar toda la vida disfrazada, y eso va a ser un trauma”, se dijo.
Optó por empezar a trabajar en el Hotel Palace de Gran Canaria y de los 16 a los 20 años se ganó la vida en la hostelería. Cuando se mudó a Barcelona buscando nuevas oportunidades, en los hoteles de Lloret de Mar le dijeron que le podían dar trabajo… Si se vestía como un hombre. A falta de otras opciones, empezó a alternar en el Passeig de Gràcia con otras mujeres trans mayores que ella. Muchas de aquellas jornadas acababan en la jefatura de policía, donde podía pasar hasta tres días sin comer ni beber. “Nos detenían un viernes y nos soltaban el lunes”.
Pero aquella represión no detuvo a Silvia, quien estuvo en la primera fila de la primera manifestación por la liberación sexual y de género que se celebró tras la muerte del dictador. El 26 de junio de 1977, en las Ramblas de Barcelona, las mujeres trans arrancaron con la pancarta, dejando atrás a los organizadores del Front d’Alliberament Gai de Catalunya.
Ella, como muchas de su generación, fue pioneras de la lucha, pero sobre todo del vivir en libertad a pesar de todo. Aguantaron los golpes —simbólicos y literales— con los que conquistaron derechos y libertades de los que podemos disfrutar hoy, y no se lo hemos agradecido suficiente.
Son muchas las que no han podido llegar hasta aquí, como Sonia Rescalvo, amiga de Silvia que fue asesinada de una paliza en 1991
Cuando el año pasado me propusieron crear un fondo de memoria oral LGTBIAQ+ para el Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona, tenía claro que uno de los testimonios que tenían que quedar preservados era el de Silvia. Siempre estuvo dispuesta a contar su historia, a participar en debates y a marchar en las manifestaciones. Sin embargo, cuando se lo propuse, tanto ella como Antonio Ruiz, su amigo y compañero de la Asociación de Expresos Sociales, mostraron reticencias.
En 2009 la asociación empezó a conseguir indemnizaciones para las personas que la dictadura había encarcelado por su sexualidad o su identidad de género, pero eran muy pocas las que daban la cara en público para defender su lucha. Eso, decían, también las desgastaba.
Y, por otro lado, la reparación económica había hecho muy poco por reparar realmente el daño sufrido por la represión franquista (y postfranquista). Son muchas las que no han podido llegar hasta aquí, como Sonia Rescalvo, amiga de Silvia que fue asesinada de una paliza en 1991.
A las mujeres trans de esta generación nunca les gustó hacerse las víctimas. Habiéndose ganado la vida en la noche, el espectáculo o el trabajo sexual, además de supervivientes, han sido divas. Sin embargo, el hecho de estar limitadas a esos trabajos fuera del mercado formal —y en los que se premia la juventud— acarrea consecuencias hasta nuestros días.
Mujeres con trayectorias como la de Silvia viven hoy con una pensión no contributiva de menos de 500 euros. Las más afortunadas han podido tirar adelante porque en su momento ganaron lo suficiente como para comprarse un piso y no tener que enfrentar hoy el salvaje de alquiler.
Ante ese escenario, la conversación con Silvia y Antonio dejó a un lado la entrevista para centrarse en cómo ayudarla a acceder a otros recursos. Fuimos al Ayuntamiento de Barcelona a hablar de ello con la concejal de Feminismos, LGTBI y Servicios Sociales, Laura Pérez. Era el mismo día que la edil estaba recogiendo sus cosas del despacho, cuando el mandato de Ada Colau llegaba a su fin.
Ambas hablaron de cuáles de los recursos que ofrecía el Ayuntamiento podrían interesar a Silvia, pero también de los límites de las ayudas económicas existentes para alguien en su situación. A la salida, la concejala saliente ofreció a Silvia una ruta por las salas y los pasillos del Ayuntamiento y se sorprendió de que no hubiera estado antes allí. “Señal de que no hemos hecho las cosas tan bien como nos hubiera gustado”, le dijo.
Luchar exclusivamente por los derechos políticos a menudo ha hecho poca diferencia para una gran cantidad de personas, cuyas vidas están determinadas por la pobreza y la exclusión social
En una investigación sobre lo que llaman “terrorismo de Estado anti-trans” en Chile, los historiadores Hillary Hiner y Juan Carlos Garrido hablan de cómo “la ausencia de políticas reparativas para mujeres trans y travestis complica más la situación actual de ellas”.
Reclaman que se reconozca que las violencias anti-trans no acabaron con la dictadura —sea en Chile o en España—, sino que perviven hasta la actualidad. Eso incluye discriminaciones económicas. Pero cuando se piensa en procesos de reparación, poco se tienen en cuenta los impactos de la desposesión que perviven en nuestros días.
En un texto sobre las batallas por la memoria histórica en el Cono Sur, el historiador Peter Winn destaca que, cuando se reivindica el “nunca más” después de las dictaduras, se pone el foco en los derechos civiles y políticos, pero se piensa muy poco en los derechos económicos y sociales de las personas excluidas o marginalizadas.
Luchar exclusivamente por los derechos políticos, dice, “a menudo ha hecho muy poca diferencia en la vida de gran cantidad de personas en el mundo, cuyas vidas están determinadas por la pobreza y la exclusión social a causa de su género, clase, raza, origen étnico o religión”.
La justicia y la reparación para Silvia Reyes y las de su generación pasa por reconocer el papel que jugaron para que hoy estemos aquí, pero también por crear las condiciones sociales para que puedan vivir con toda la dignidad que se merecen.
Al final de la entrevista para el Archivo Histórico, le pregunté a Silvia por qué se había prestado finalmente a participar del proyecto: “Porque yo quiero que Catalunya se entere de lo que estamos viviendo las transexuales y los gays mayores de 72 años, y que las personas gays se involucren más en lo que estamos luchando; si hay un evento gay tenéis que apoyarnos, porque si vais a lo vuestro y no os presentáis a ninguna manifestación…”.
Silvia dejó la frase inconclusa porque, como diva que era, no entró a hablar de la precariedad en la que viven muchas de su generación. Cuando le pregunté cómo era la vida de una mujer trans de 72 años, contó que hay algunas “que son más tranquilas y se quedan en casa viendo una película en la tele”. Pero ella no era así. “La que es más cachonda de todas, si un fin de semana se quiere poner guapa y se maquilla como yo, y va a una discoteca, pues es una ilusión”.
La deuda que tenemos con Silvia y su generación es enorme. A ella la añoraremos, también por su generosidad contándonos tantas veces de dónde venimos. Y yo al menos celebro nuestro encuentro del pasado verano, y que el archivo preserve su testimonio contando, divina, cómo seguía arreglándose despampanante, con tacones y vestido transparente, llevándose piropos de chicos de veintitantos en el ambiente barcelonés.