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Este blog pretende servir de punto de encuentro entre el periodismo y los viajes. Diario de Viajes intenta enriquecer la visión del mundo a través de los periodistas que lo recorren y que trazan un relato vivo de gentes y territorios, alejado de los convencionalismos. El viaje como oportunidad, sensación y experiencia enlaza con la curiosidad y la voluntad de comprender y narrar la realidad innatas al periodismo.

Copenhague, la ecologista de Europa que permite la 'maría'

La Sirenita, en el puerto de Copenhague, es el símbolo que identifica internacionalmente a la capital danesa / N. R.

Noelia Román

Hace apenas tres meses, cuando el verano se sentía aún verano en el norte de Europa, los habitantes de Copenhague asistieron a una escena insólita: la ciudad amaneció un buen día tomada por 125 Santa Claus con sus frondosas barbas blancas y su gruesos trajes rojos de invierno.

Sin ánimo de bajar barriga sudando la gota gorda ni de adelantar la Navidad, los panzudos habían elegido la capital danesa para celebrar su congreso anual y, de paso, hacer turismo.

Los 'Santa' se pasearon por el centro de la urbe, recorrieron los lugares más emblemáticos y, como cualquier otro mortal, sucumbieron a los cantos de La Sirenita y a la tentación de fotografiarse con ella desde todas las perspectivas.

Es normal. La Sirenita es a Copenhague lo que la Torre Eiffel a París o la Estatua de la Libertad a Nueva York: un icono que la identifica mundialmente.

Mucho más modesta, discreta y joven que ellas –se instaló en 1913–, la mujer-pez tiene, sin embargo, un encanto igual de irresistible. Cautiva con su mirada perdida hacia el Báltico y por su elegante manera de sentarse doblando esas piernas que se acaban perdiendo en una cola con pequeñas aletas.

Todo en ella parece delicado. Y si no fuera por las hordas de turistas que siempre la rodean por tierra y por mar, casi pasaría desapercibida.

La Sirenita no se ve en la distancia. Se asentó en la Bahía del Puerto de la capital danesa, a los pies del parque Langelinie, en la orilla de un paseo pensado para las bicicletas, que ahora tienen dificultades para moverse entre los visitantes.

Pese a ello, es perfectamente posible llegar hasta allí pedaleando, como no podría ser de otra manera en una ciudad que tiene casi 400 kilómetros de carril bici y en la que, según datos del gobierno danés, hay más bicicletas (560.000) que habitantes (520.000).

El vehículo de las dos ruedas es, sin duda, el amo del lugar y una de las cosas que más llama la atención al visitante, especialmente si, como es el caso, proviene de latitudes en las que la apuesta por la bicicleta como principal medio de transporte es una entelequia.

Las hileras e hileras de bicis aparcadas por todas las aceras de la ciudad con la rueda candada, pero sin más atadura, son tan espectaculares como el desfile de millares de ciclistas que, a las horas punta, entrada y salida del trabajo, recorren las ciclovías y obligan al visitante despistado a extremar el cuidado cuando cruza la calle o se mueve entre ellos.

La mitad de los habitantes de Copenhague, también según estadísticas de las autoridades danesas, van a trabajar o a estudiar en bicicleta. Los papás llevan a sus niños a la guardería o al colegio pedaleando. E incluso un considerable porcentaje (35%) de quienes viven en las afueras pero trabajan en el centro de la ciudad se desplazan en bicicleta.

Eso, pese al frío, la lluvia y el mal tiempo que, durante meses y meses, castigan la capital danesa. Los elementos juegan en contra de la imagen de la urbe que, en 2025, pretende haberse convertido en la primera capital del mundo con emisiones neutras de dióxido de carbono. Está en el buen camino: el año pasado, fue elegida capital verde europea y The Economist Inteligence Unit la designó como la capital más sostenible del viejo continente.

Sus lindos parques y sus múltiples áreas verdes lucen menos espectaculares bajo el plomizo gris y recuperan vida cuando el sol se asoma a iluminarlos. Se nota especialmente en el Jardín Botánico, un espacio que forma parte de la Universidad de Copenhague y que cuenta con la mayor colección de plantas vivas de Dinamarca.

Perderse entre todo ese verde es una buena manera de iniciar un recorrido que puede continuar por el Castillo de Rosenborg, antigua residencia de verano de los monarcas daneses, construida en estilo renacentista neerlandés.

Visitarlo permite adentrarse en los usos y costumbres de los antiguos reyes, pisar el enorme Salón Rojo donde se echaban sus selectos bailes y observar de cerca las joyas de la corona danesa, entre ellas, un par de coronas y una tiara de oro y piedras preciosas, que son el objetivo de todos los flashes.

Los jardines de los alrededores son sencillos y agradables y, desde ellos, se llega en un momento a la Galería Nacional, por un costado, o a la zona vieja de la ciudad, por el otro.

Mejor a pie que en bicicleta, callejeando por el casco antiguo, el espacio triangular que va desde la plaza del Ayuntamiento (oeste) al Kongens Nytorv (este) y a la Norreport Station (norte), uno topa con buena parte de los edificios medievales de Copenhague.

Y, si hay que elegir uno, apuesto por la Torre Redonda –Rundetaarn, en danés–, un edificio único. Construida entre 1588 y 1648, esta torre no tiene escaleras sino una rampa en caracol de 209 metros de largo que da siete vueltas y media alrededor del núcleo hueco y llega hasta la azotea, un excelente mirador sobre el viejo Copenhague.

Desde los casi 35 metros de altura de la Rundetaarn se observan la mayoría de edificios distinguidos del casco antiguo, y también las estrellas y los astros que pueblan el cielo en las noches de invierno. La Torre Redonda alberga en su parte alta el observatorio astronómico más antiguo de Europa y, en invierno, pone su telescopio a disposición del público en general.

Si cambiamos el telescopio por un café, la terraza del hotel Illum, a unos diez minutos a pie, es una buena opción para contemplar la ciudad desde las alturas. Desde allí, la calle Stroget queda a tan sólo unos pasos y, según cuentan, cuando uno camina por ella, lo está haciendo por la vía peatonal más larga del mundo. Repleta de tiendas y locales para comer o tomar algo, Stroget lleva desde la plaza del Ayuntamiento a la de Kogens Nytorv, donde se encuentra el Teatro Real de Copenhague.

Muy cerca del Ayuntamiento, un edificio de 1903 adornado con esculturas que evocan la mitología nórdica, en el bulevar Hans Christian Andersen, se encuentra el Tivoli, el parque de atracciones más antiguo de Europa y visita obligada según todas las guías.

Pero depende de lo que se busque porque el simple ingreso, sin atracciones, es ya caro. Y las atracciones, que se pagan aparte, son de lo más tradicionales. Así que no esperen emociones demasiado fuertes.

Si lo que quieren, en cambio, es viajar en el tiempo y revivir un ambiente festivo de mediados del siglo pasado, cuando los niños se divertían sin necesidad de tener una pantalla delante, el Tivoli es el mejor lugar. Entre tulipanes, patos y pavos reales, van surgiendo las atracciones, una pagoda japonesa, un edificio de estilo indio, un barco pirata restaurante, un teatro que ofrece varias representaciones gratuitas a lo largo del día y conciertos en cualquier esquina.

El Tivoli destila un romántico aire añejo que los autóctonos adoran y los niños disfrutan exteriorizando a gritos sus emociones.

Todo es mucho más in en el Nyhavn, el canal cercano a Kogens Nytorv con casas de colores, barcos y cafeterías que aparece en todas las postales de la capital danesa. Sin duda, hay lugares más auténticos y económicos para tomarse algo, pero un paseo por esta zona tampoco está de más.

Si de autenticidad se trata, me quedo con dos barrios que apenas tienen nada que ver entre ellos, pero son sumamente representativos: Norrebrogade y la ciudad libre de Christiania. El primero se encuentra justo después de los lagos que delimitan el casco antiguo y es una interesantísima amalgama de lo que aportan los inmigrantes, los hipsters y los profesionales liberales a una ciudad que también ha sufrido la violencia islamista. El último atentado se produjo precisamente en este barrio donde, junto al ultramarinos paki y a los supermercados árabes, conviven en aparente armonía encantadores locales donde todo lo que se sirve es bio y ecológico y bares a los que acuden los modernillos a trabajar con sus portátiles.

La ciudad libre de Christiania es, como su nombre indica, un mundo aparte dentro de Copenhague. Situada en el barrio de Christianshavn, esta mini urbe de apenas mil habitantes tiene sus propias normas –las fotografías están prohibidas, por ejemplo-, su propio ritmo y, sobre todo, absoluta permisividad por lo que respecta al consumo y venta de drogas blandas.

La maría es tan común en esta zona como la cerveza o la comida bio que sirven en Morgen Stedet, un restaurante vegetariano y ecológico donde es posible comer una deliciosa sopa de alcachofa por 50 coronas.

En torno a Pusher Street –la calle del vendedor de estupefacientes-, los puestos de marihuana se mezclan con bares que no sirven bebidas alcohólicas, tienditas de recuerdos, sencillos parques para niños, edificios semi derruidos cubiertos de graffitis y hasta alguna chimenea industrial.

Pasada la zona más comercial y popular de Christiania, uno puede pasear un camino que bordea el canal y, entre la arboleda y el trinar de los pájaros, ir encontrando casas que siguen patrones de construcción y consumo diferentes y cuyos habitantes conservan el espíritu de la gente que, en los años 70 del pasado siglo, decidió convertir este antiguo terreno militar en el patio de recreo de sus hijos.

Cuando uno abandona Chrisitiania y deja atrás el edificio donde se venden acciones de la comunidad y se celebran conciertos, un cartel advierte al visitante: “You're now entering the UE” (está usted entrando en la Unión Europea), con todo lo que eso supone.

Vueling ofrece vuelos diarios desde Barcelona a Copenhague.

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