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Moscú como bipolaridad mecánica

En el banco de una parada de autobús, un hombre mayor se queda dormido abrazado a una maleta, con una caja embalada a sus pies. A su lado, una adolescente con el pelo corto y la piel blanquísima chatea con su móvil moviendo sus dedos de forma frenética.

Esta imagen efímera sobre la avenida Novoslobodskaya sintetiza las derivas actuales por la que transita Moscú. El comunismo empacando sus objetos que pronto se convertirán para souvenires y durmiendo una siesta a cielo abierto. El capitalismo circulando con la fluidez líquida de un mensaje de texto.

Cruzando la calle, un edificio amarillo y blanco de estilo neoclásico está etiquetado con el rostro canoso y barbudo del KFC, que en Moscú podría parecerse a un Lenin campechano pero que es, en realidad, el icono clásico de la cadena que se basa en un Tío Sam moderno: el rostro del ex entrenador de la NBA, Phil Jackson.

Se cruzan mujeres rusas atléticas, imponentes, maquilladas, con las piernas tatuadas a la altura del muslo. Hay embotellamiento de coches, conductores con caras de costumbre a la espera. Hacia ambos lados de la avenida, las tiendas de ropa, los restaurantes temáticos y los bares iluminados funcionan bajo los subsuelos de edificios estalinistas, como si ciertas partes del capitalismo ruso todavía intentaran emerger con vergüenza. Quizá por eso los camareros jóvenes atienden como si estuvieran aprendiendo a hacerlo, como si fueran becarios de atención al cliente. Timberland, Bennetton, Citibank, Gucci, Mc Donald’s: toda la cartelería global con la correspondiente traducción en ruso al lado, el alfabeto cirílico a la misma altura del original. Nunca abajo o arriba, siempre al lado.

En cualquier momento del paso, puede aparecer alguna de las siete hermanas, como si el Soviet continuara vigilándolo todo de manera celosa.

La ciudad a sus anchas

Moscú, al igual que Roma y que Lisboa, está construida sobre siete colinas. Pero en la capital rusa las dimensiones son mucho mayores y la erosión y la mega-urbanización han hecho desaparecer la mayoría de las colinas, aplanando la ciudad. El Soviet las llamaba “las colinas de Lenin” y fue Stalin quien mandó a construir, como doble homenaje (a la geografía, al predecesor) siete rascacielos iguales, altos e imponentes, distribuidos alrededor de Moscú.

En una de estas torres hermanas funciona la Universidad de Lomonósov, en honor a ese campesino ruso que en 1730 hizo un viaje a pie desde Siberia a Moscú solo para estudiar, convirtiéndose así en el símbolo del heroísmo y del conocimiento. A los rusos les encantan estas historias épicas de hombres que vencen a la naturaleza. Desde el mito de su primer zar, Iván el Terrible (2 metros de altura y nombre de luchador de catch) que derrotó a los tártaros mongoles, hasta la carrera espacial con el ídolo Yuri Gagarin, pasando por la propia etimología del nombre de Vladimir (Lenin, Putin) que significa “el que posee el mundo”.

Dentro de este edificio funcionan 35 facultades, además de residencias para estudiantes y profesores. Unos 40 mil estudiantes vienen a diario a esta Universidad cuya torre llega a los 120 metros de altura y está coronada con una estrella de 5 puntos. A los pies del edificio, un bosque, seguido de autopistas, las cúpulas del convento de Novodevichi y el estadio del CSK. Y una tenue bruma producida por el smog y el río Moskova que, en ruso antiguo, significa agua negra o agua turbia.

En Moscú viven más de 14 millones de personas y después de unas cuantas horas recorriendo la ciudad, tengo la sensación de que es una cifra palpable. No sólo por la cantidad de gente que hay en todos lados y todo el tiempo, sino porque la seguidilla de cemento, ladrillo y bloques no se acaba nunca.

En A Moscú sin Kalashnicov, el periodista español Daniel Utrilla residente en la capital rusa habla de “la claustrofobia de lo infinito”, una ciudad que “impresiona a lo ancho y abruma por sus dimensiones, lo que –paradójicamente-genera una sensación de apresamiento”. Algunos parques verdes y floridos aparecen como oasis en medio de toneladas de cemento de la megalópolis.

En el Parque de la Victoria se festeja el aniversario del triunfo contra los nazis y se hacen actos militares con demostración de tecnología de guerra. Fue trazado en 1995 de manera interminable, reiterativa, plana y monumental. Muy cerca están los jardines preferidos de Tolstoi con su monumento, el sitio que el escritor canónico de la novela rusa elegía para caminar y tener roce con el pueblo, cansado de transitar los palacios vacíos de su familia aristócrata. Detrás, la City de Moscú en plena construcción, el imperio de los negocios, el gas, la construcción y las finanzas en plena expansión.

En el portal de la Catedral, los fieles se persignan tres ortodoxas veces antes de ingresar. Doblando a la derecha, el boulevard Gogol se alarga repleto de árboles y de bancos, coronado por una estatua del escritor. Al final, el edificio del Ministerio de Defensa mantiene aún el martillo y la hoz como escudo que corona la puerta de entrada. Enseguida, la legendaria Plaza Roja rodeada por los murales del Kremlin. Después el Bolshoi y el edificio de la KGB, pero es inevitable volver atrás para admirar la icónica iglesia de San Basilio y esas puntas y colores como una gigantesca casa de matrioskas.

A un costado de la Plaza Roja están enterrados todos los jerarcas de la revolución soviética: Lenin en su mausoleo y Stalin en una hilera de tumbas en la que, llamativamente, no está Kruschev. Y a tan sólo 20 metros de las tumbas, las galerías GUM presumen de elegancia neoclásica al estilo vienés, con tres pisos y un subsuelo, el honor de contar con las tiendas más caras del mundo y la leyenda de ser el monumento arquitectónico del lavado de dinero de la mafia rusa.

Los palacios subterráneos

El metro de Moscú fue creado después de la revolución de octubre por orden de Stalin y con un objetivo práctico (garantizar un sistema rápido y barato para la cantidad de gente y la urbe que crecía), otro aleatorio (refugio antiaéreo contra la inminente guerra contra Hitler) y un tercero más romántico (generar palacios para el pueblo).

En la estación más próxima al Kremlim de la línea Roja hay señoras mayores vendiendo cospeles, como una marca legendaria de metro ruso, señoras que hablan sólo en ruso y que atienden con desdén. Es eso o las máquinas. Y en ambos casos, el resultado son cospeles que permiten subirte a un tren.

Los pasillos son un desfile de gente apelmazada, corredores enormes con lámparas y arcos en el techo que imitan la entrada a un palacio, con escaleras que pueden llegar a tardar de 10 a 15 minutos en llevarnos al subsuelo. En Kievskaya, la decoración está dedicada al pueblo ucraniano, con los motivos cotidianos del socialismo: trabajadores, campo y obreros, además de un inmenso mural que recrea una fiesta ucraniana con sus trajes típicos.

Espigas de trigo, estrellas, hoces en los mosaicos de los techos y las paredes, en las columnas que sostienen los techos del subsuelo y hasta en los conductos de ventilación. En el metro de Moscú no falta ningún símbolo de la iconografía soviética. En la estación Novoslobodskaya, las pinturas recuerdan a vitrales de iglesias: su estilo, su luz y sus colores. Pero aquí los santos son los obreros anónimos y arquetípicos, la cruz es la estrella roja.

Lenin aparece en Konsomovskaya con el escudo de la URSS de fondo y con el honor de haber sido la imagen de un bunker durante la guerra, en una galería tan amplia que hasta contaba con una biblioteca para que la gente que bajaba a refugiarse por los bombardeos pudiera leer. En la estación bajo la Plaza de la Revolución, unas 72 estatuas de bronce representan la altivez socialista, el orgullo eslavo y soviético: obreros, campesinos, mujeres y niños: todos guapos, fuertes y orgullosos, felices por la revolución exitosa. Todos miran hacia el horizonte, el futuro, rostros felices y rectos, orgullosos y marciales. Muchos van con escopetas colgadas del hombro. El realismo socialista en su máximo esplendor.

Dentro de cada tren todo es igual: el vagón monótono, marcado por la gráfica informativa y las publicidades. Fuera del Metro, el sol y las rusas desfilando como gacelas. Y el chocolate más popular de Rusia, Octubre Rojo, decorando las vitrinas de los kioscos de revistas, trasladando la revolución a la estética del packaging.

Izmailovo

En las afueras de Moscú, el mercado de Izmailovo es el arquetipo de la bipolaridad de la ciudad. Por un lado, un complejo parquetematizado al estilo Disney para organizar fiestas y con hoteles de lujo. Por el otro, un mercadillo de antigüedades donde se pueden comprar reliquias, ropa y armas de la época bolchevique.

La primera parte de Izmailovo es de parejas vestidas de gala, restos de fiestas, edificios color pastel, limusinas fálicas, mucho tacón y perfume. En el subsuelo, su segunda parte: las tarimas de madera donde se monta el mercadillo de antigüedades y donde se puede encontrar las reliquias más absurdas y extrañas del Soviet, donde el límite entre la falsificación y la joya auténtica cuesta discernir, sobre todo porque ningún vendedor habla inglés ni tampoco muestra un interés exacerbado por caer simpático.

¿Cómo sintetizar lo que veo en el mercadillo de Izmailovo? Es una secuencia interminable de afiches, cascos, insignias, uniformes, trajes, binóculos, fotos, chaquetas, brazaletes, armas, estatuillas y documentos de la época socialista. Y de matrioskas que se abren en sus consabidas capas y que acaban en una botella de vodka o en la cara de Putin o de Stalin. Lo mejor es acabar la visita con un chupito de vodka bien helado, que en su sentido etimológico significa agüita y que dicen es lo más cercano a saborear la auténtica alma rusa, en una cultura que no tendría razón de ser si no fuera por su permanente bipolaridad.

Vueling vuela de Barcelona a Moscú.

En el banco de una parada de autobús, un hombre mayor se queda dormido abrazado a una maleta, con una caja embalada a sus pies. A su lado, una adolescente con el pelo corto y la piel blanquísima chatea con su móvil moviendo sus dedos de forma frenética.

Esta imagen efímera sobre la avenida Novoslobodskaya sintetiza las derivas actuales por la que transita Moscú. El comunismo empacando sus objetos que pronto se convertirán para souvenires y durmiendo una siesta a cielo abierto. El capitalismo circulando con la fluidez líquida de un mensaje de texto.