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Sobre este blog

Este blog pretende servir de punto de encuentro entre el periodismo y los viajes. Diario de Viajes intenta enriquecer la visión del mundo a través de los periodistas que lo recorren y que trazan un relato vivo de gentes y territorios, alejado de los convencionalismos. El viaje como oportunidad, sensación y experiencia enlaza con la curiosidad y la voluntad de comprender y narrar la realidad innatas al periodismo.

Las palabras de Budapest

House of Terror, museo sobre la doble ocupación.

Alicia Fàbregas

“Y recuerda, nunca estás en alguna parte que no tenga un nombre […] –siempre permaneces en una u otra palabra: nunca vista, hace tiempo olvidada-, una palabra que alguna vez fue escrita por primera vez. Siempre estamos en palabras”, escribe Cees Nooteboom en El desvío a Santiago.

Una gran descripción que en Budapest se queda corta. ¿Qué pasa con el vacío que provoca no entender la palabra dónde estás? ¿Qué pasa con ese precipicio que se crea entre el significado y el significante? ¿No puedes entonces ver con nitidez lo que tienes ante ti? Ese precipicio abre una brecha en nuestra capacidad de observar y aprehender. Un pequeño terremoto interno que resulta desestabilizador pero adictivo a la vez. Eso es lo que se siente pensando en la descripción de Nooteboom y caminando por Budapest, donde la mayoría de placas de monumentos, lugares emblemáticos y demás están únicamente en húngaro.

 

 

 

Puedes intentar resolverlo preguntando a los transeúntes, pero es posible que te miren sin gastar ni siquiera una sonrisa de amabilidad. Te responden en húngaro, se encogen de hombros y siguen su camino. Lo curioso es que te quedas con la sensación de que no es que no sepan hablar inglés, lo que pasa es que no les apetece hacer el esfuerzo, es esa mirada de indiferencia que parece decir “haz tú el esfuerzo de entenderme a mí”. No les falta razón y menos si vuelves la vista atrás en la Historia y descubres todos los esfuerzos que esta gente se ha visto obligada a hacer durante demasiados años. 

Me imagino a cualquier húngaro de los que vivía en Budapest el 15 de octubre de 1944, subir esa mañana el volumen de la radio para escuchar una feliz noticia: “Hoy es obvio para cualquier persona en su sano juicio que el Reich alemán ha perdido la guerra. Todos los gobiernos responsables del destino de sus países deben tomar las conclusiones apropiadas […] He decidido salvaguardar el honor de Hungría hasta en contra del que fue nuestro aliado, aunque ese aliado en vez de abastecernos de la ayuda militar prometida, decidió finalmente robar a la nación húngara su más preciado tesoro, su libertad e independencia. He informado a los representantes del Reich alemán de que estamos a punto de llevar a cabo un armisticio militar con nuestros anteriores enemigos”. Palabras que pronunciaba Miklós Horthy, regente del Reino de Hungría hasta ese día, cabeza de Estado, por decirlo de otra manera. Pero ese rayo de luz pronto se iba a apagar y el día que empezaba bien terminaría de una forma horrible. Aunque hace falta retroceder para poder entenderlo.

 

 

 

En un time-lapse desde 1900 hasta después de la caída de la URSS se podría ver como Hungría se retuerce, se encoje como papel quemado y se desangra violentamente. Hay que detenerse y hacer zoom en los momentos clave para entender esa mutilación.

La Cruz Flechada

Hay que coger un mapa para hacerse una idea del gran Reino de Hungría. Porque hubo una época en la que lo que es ahora Bosnia, parte de Croacia, Eslovenia, parte de Rumanía y varios países más pertenecían al imponente Imperio Austrohúngaro. Pero llegó la primera Guerra Mundial y el esplendor se apagó. Hungría perdió cerca de dos tercios de su territorio y más de tres millones de húngaros se vieron residiendo en una zona que ya no pertenecía a su antiguo país. Pasaban los años y la situación no mejoraba, pero el país seguía recordando grandezas pasadas y mantenía las esperanzas de recuperar algún día lo que le habían arrebatado. 

Con el tiempo, Hungría acababa en un callejón sin salida, entre una espada y una pared que se hacían cada vez mayores. En medio de un nazismo que iba ganando fuerza, por el lado oeste, y de la poderosa Unión Soviética, por el este. En un movimiento político para intentar evitar un escenario peor, el país se alió con la Alemania nazi y envió a sus soldados a luchar en el frente contra el Ejército Rojo. Como compensación interesada, los alemanes les devolvieron parte de los territorios de la Hungría previa a la Primera Guerra Mundial. “Nos dieron a modo de regalo lo que no habíamos sido capaces de recuperar mediante la fuerza y la justicia, y todo el mundo sentía que ese regalo no nos iba a salir gratis, que pronto tendríamos que pagar un precio muy alto por él”, escribe el húngaro Sándor Márai en Lo que no quise decir.

 

 

 

Paseando por las calles con edificios majestuosos que en muchas zonas parece que siguen en pie solo porque la fuerza de la gravedad se apiada de ellos, algunos con los cristales rotos y la pared desconchada, otros todavía con cicatrices de disparos, es difícil imaginarse cómo era la vida durante aquel colaboracionismo ambiguo, que permitió que el país viviera una situación bastante menos convulsa que sus vecinos durante los primeros años de la devastadora guerra. Sobre todo los judíos, que hasta el fatídico 1944 fueron mucho menos perseguidos que en otros lugares. 

Pero supongo que estés donde estés, esa tensión, la incertidumbre del futuro y el horror siempre son difíciles de imaginar. Aún visitando la Casa del Terror de Budapest, el museo que narra con bastante detalle todos aquellos años de doble ocupación –de los nazis primero y de los soviéticos después-, nunca será posible ponerse en la piel de ninguno de los que lo sufrieron.

 

 

 

Pero para intentar hacer honor a todo aquel padecimiento, se necesita otro zoom, que amplíe un poco más la línea temporal.

Volvamos a aquel feliz y fatídico 15 de octubre de 1944 en que Miklós Horthy, regente del Reino de Hungría, proclamaba en la radio lo de: “Hoy es obvio para cualquier persona en su sano juicio que el Reich alemán ha perdido la guerra”. Y explicaba que el gobierno había decidido aliarse con los que parecían los ganadores, el bando soviético contra el que habían estado años luchando. Aquel anunciado armisticio militar con la URSS nunca llegó a tomar forma porque el ejército alemán invadió Hungría y puso como gobierno a sus cachorros, el Partido de la Cruz Flechada. El horror alcanzaba entonces una de sus catarsis, empezaba la persecución bestia de los judíos, las deportaciones a marchas forzadas y el gueto de verdad. Interrogatorios, torturas, desapariciones… Aún así, cerca del 58% de los 200.000 judíos que vivían en Budapest sobrevivieron a la guerra, mientras que la media en todo el país fue de solo un 26%.

Llegan los soviéticos 

Tomando una cerveza artesana en una terraza de las decenas que hay en el centro de Budapest, con sus luces de colores, un gran graffity enfrente y una caravana convertida en barra de bar, algo que se podría encontrar en cualquier lugar moderno de Europa –porque Budapest es ahora una ciudad con esa mezcla de decadencia y modernidad, al estilo de ciudades como Lisboa o Bucarest-, es difícil hacerse a la idea de que muchos de los jóvenes que me rodean han vivido bajo la dictadura soviética, aunque sea solo durante una parte de su infancia, y han sido protagonistas del cambio a la democracia actual, que comenzó a finales de 1989. Y sus abuelos vivieron las dos ocupaciones, la de los nazis y la soviética, con todo lo que aquello supuso: denuncias entre vecinos e incluso entre familiares para salvarse a uno mismo. ¿Cómo debe marcar eso? ¿Cuál es el poso que dejan todas esas vivencias?

Porque cuando llegó el Ejército Rojo comenzó otro nuevo terror, más interrogaciones, torturas, expropiaciones, cárcel y deportaciones a campos de trabajo forzado. Entre 1945 y 1956 cerca de 400 personas fueron ejecutadas por razones políticas.

 

 

 

“Las palabras verdaderas tienen un poder creador y catártico”, escribe Sándor Márai en La mujer justa. Las calles de Budapest, con su historia retumbando de esquina a esquina como ecos silenciosos, parecen susurrar esas palabras verdaderas que aquí podrían ser: doble ocupación, dictaduras, nazismo, Unión Soviética, resistencia, ansias de libertad…Palabras que crean en el visitante una sensación contradictoria, de terror y heroísmo a la vez, de esperanza y desesperación. Hay que desnudar los sentidos para notar eso, es cierto, porque la modernidad ha calado fuerte en esta ciudad, llena de zonas con terrazas y bares vintage, festivales, foodtrucks, y lugares donde refrescarse del calor. Pero aún así, es posible sentirlo.

Vueling viaja de Barcelona a Budapest.

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