La jubilación, el desencuentro con Isidro Fainé y la negativa de Artur Mas

Leer “El sorprendente caso de Banca Catalana”

(otro fragmento de las memorias de José Vilarasau)

En febrero de 1998 cumplí sesenta y siete años y los estatutos de “la Caixa” establecían la jubilación del director general a los setenta. Faltaban tres años, lo que me parecía poquísimo, ya que me veía con fuerzas suficientes para seguir más allá de los setenta. El ejemplo de otros directores jubilados que no tenían más que hacer que viajar o jugar al golf no me atraía en absoluto. Algunos mantenían hobbies que les apasiona­ban, pero yo no me había aficionado a ninguno. Jugué al golf y conseguí un discreto hándicap de 20, pero lo dejé porque no me divertía. Cuando veía a conocidos míos que no perdían ocasión de jugar al golf, incluso de viajar con esta idea, era casi siempre conjuntamente con su grupo de amigos, que yo no había encontrado. Me divertía esquiar, pero con tres o cuatro días tenía suficiente. Así con todo. No coleccionaba nada, me gustaba viajar pero generalmente era con un fin: trabajo, ópera, monumentos o museos a los que me llevaba a mi esposa Lola, pero no era un Livingstone. Deseaba seguir en activo. Envidiaba a los profesionales (abogados, arquitectos, médicos) labrados a ellos mismos sin estar sujetos a unos estatutos que decidiesen cuándo dejaban la profesión, sino que podían dejarla con la gradualidad que escogieran. Tenía el ejemplo de Juan Antonio Samaranch, al que la asamblea del Comité Olímpico Internacional (COI) le fijó la edad de cese a los ochenta años. En 1998 J. A. Sama­ranch tenía setenta y ocho y seguía disfrutando de su posición de presidente del COI; era asimismo presidente de “la Caixa” y podía seguir siéndolo indefinidamente. A los miembros del consejo de administración, ni la legislación ni los estatutos les habían fijado edad de cese.

La idea de pasar de director general a jubilado en un solo día me parecía insoportable. Las conversaciones con muchos compañeros jubilados que me alababan el placer de levantarse tarde de la cama, dedicar dos horas o más a leer los periódicos y desayunar con calma, dar un paseo por el parque con o sin perros, ir al cine, ver la televisión, escuchar música, leer o via­jar a países cercanos o remotos no me seducía en absoluto. Me gustaba leer, escuchar música, viajar e ir a la ópera como complemento a mi trabajo. No me atraía levantarme tarde, ni pasear por el parque, ni tener perros en casa, así como muy poco ir al cine o ver la televisión. ¿Qué solución me quedaba?

Cambiar estatutos

Una posibilidad que barajé fue la modificación de los estatutos de “la Caixa”, fijando la edad de jubilación del director general unos años después de los setenta. Constituía una posibilidad que, con el apoyo del presidente Samaranch, no resultaba irrealizable. Pero como mucho podía incrementarse en un par de años, a setenta y dos en lugar de setenta, y al final volvería a tener el mismo problema. Antes de la proclamación de las Leyes sobre Órganos Rectores de las Cajas de Ahorros (LORCA), la edad de jubilación de presidentes y di­rectores estaba establecida legalmente en los setenta años, pero las nuevas leyes no mencionaban la edad de jubilación de los consejeros, entre ellos el presidente, y estipulaban que los estatutos fijarían la del director general. Por lo tanto, la edad no influía en el desempeño de la función de presidente. La prueba era que Samaranch, a sus setenta y ocho años, era el presidente de “la Caixa” y podría seguir hasta que decidiera dimitir o el consejo de administración acordara su cese.

No había precedentes —por lo menos yo no los conocía— de un director general de una caja de ahorros que hubiera accedido a la presidencia de la misma. Sin embargo, en la banca y en general en las sociedades anónimas esto no era desconocido. Decidí estudiar si existía tal posibilidad. Empecé a analizarla sin comentarlo con nadie. La primera condición era que el presidente fuese nombrado libremente por el consejo de administración entre sus miembros y el director general, que era yo, a pesar de que la ley catalana —a diferencia de la española y de las restantes leyes autonómicas— había otorgado voto al director general, sin pertenecer al consejo de administración. Además, ningún empleado podía pertenecer a los órganos de gobierno (asamblea, consejo de administración y comisión de control), excepto aquellos veinte elegidos por los sindicatos. Siendo empleado —el director general lo es—, me estaba vetado ser miembro en cualquier órgano de gobierno, a no ser que dejara de serlo, si dimitía, me jubilaba —podía hacerlo dada mi edad— o me despedían.

El presidente era designado libremente por el consejo de administración entre sus miembros. Estos consejeros lo eran por la asamblea entre sus componentes y, para pertenecer a la asamblea, yo hubiera tenido que ser designado por una enti­dad fundadora, cívica o corporación local, lo cual era prácticamente imposible. Había una sola vía para formar parte del consejo de administración sin pertenecer a la asamblea, ya que la legislación y los estatutos establecían que esta podía designar a dos personas de reconocido prestigio que no perte­necieran a la misma, y que se convertirían en dos de los ocho representantes de los impositores en el consejo de administra­ción. Estas dos plazas ya estaban ocupadas. Una por Isabel Gabarró, notaria de Barcelona, competentísima letrada, de gran prestigio, cuyos comentarios o consejos eran siempre ati­nados y escuchados con respeto y atención. La otra, desde febrero de 1997, por Ricardo Fornesa, en su condición de consejero secretario.

El papel de Ricardo Fornesa

Mis consideraciones, posibilidades y dudas fueron concre­tándose en el último trimestre de 1998. Para formar parte del consejo de administración de “la Caixa” era indispensable no solo la ayuda y el apoyo, sino también el sacrificio de Ricardo Fornesa. La asamblea debía ser precisamente la convocada para el 29 de enero de 1999, coincidiendo con una renovación o ratificación de la mitad de los miembros de los órganos de gobierno de “la Caixa” (asamblea, consejo de administración y comisión de control). A Fornesa debía pedirle que cesara voluntariamente para que yo, llegado el caso, pudiese ocupar su plaza en el consejo de administración una vez que ya no fuera empleado de “la Caixa” al haberme jubilado por voluntad propia. Si todo se desarrollaba conforme a este esquema, yo pasaría a ser vocal del consejo de administración bajo la presidencia de Samaranch.

En aquellos meses me asaltaron toda clase de dudas y en varias ocasiones estuve a un tris de dejarlo correr, pues, como años más tarde lo definió Antoni Serra Ramoneda, parecía una «pirueta» demasiado artificial. Como es natural antes de ha­blar con Fornesa quise explicarle a Samaranch el posible pro­ceso con todo detalle, que sin dudarlo ni un segundo secundó. Cuando finalmente le expliqué a Fornesa mis ideas no dudó ni un instante en ofrecerme toda la ayuda que hiciera falta y renunciar, sin condiciones, a su cargo de consejero en representación de los impositores por designación directa. No solo no dudó, sino que me ayudó a perfilar todo el detalle del proceso. Nos ayudó también Alejandro García Bragado, y todo se mantuvo entre Samaranch, Fornesa, García Bragado y yo.

La decisión de Samaranch

La víspera de la celebración de la asamblea (siempre precedida por reuniones consecutivas de la comisión ejecutiva y del consejo de administración), Samaranch dijo tajantemente que si él no anunciaba que yo iba a ser nombrado presidente se desconcertaría a la asamblea, a los medios de comunicación y a los clientes en general. Mi idea inicial era mucho más gradual. Una vez nombrado consejero, esperaría el momento adecuado para que mi eventual nombramiento de presidente se realizara. Fue imposible hacerle cambiar de opinión. En el momento de mi jubilación y mi propuesta de designación como consejero, Samaranch anunciaría que al término de la asamblea, sin solución de continuidad, convocaría aquel mismo día un consejo de administración para dimitir como presidente y proponer mi nombramiento. Como he dicho, no hubo forma de hacerle cambiar de idea.

Si Samaranch anunciaba mi futura jubilación e inmediata presidencia era necesario proponer al nuevo director general. La ley catalana concibe un solo director general, y además —al contrario que la legislación estatal y las restantes autonó­micas— le asigna un voto en el consejo de administración, que nunca fue necesario utilizar. Para mí, cualquiera de mis dos colaboradores más íntimos, tanto Isidro Fainé como Antonio Brufau, tenían categoría sobrada para ocupar el cargo de director general. Pero aunque escogiera la solución de dos directores generales (no prevista en la ley catalana ni en los estatutos, pero tampoco prohibida, ya que en varias cajas de ahorros españolas se daba el caso de más de un director general), solo uno de ellos podría tener la facultad de votar en las reuniones del consejo de administración.

Las dudas entre Fainé y Brufau

Entre Fainé y Brufau, el primero era más antiguo en “la Caixa” y su carácter estaba más inclinado a la acción comer­cial, con una buena mezcla de acertada intuición y control indispensable, así como una gran afinidad con la red de nuestros millares de oficinas. Decidí que Fainé fuera el director general de “la Caixa” (con voto) y Brufau el director ge­neral del Grupo “la Caixa” (naturalmente sin voto). Así se lo dije a ambos con gran alegría por mi parte, por la de Fainé y aparentemente también por la de Brufau, y así lo anunciaría Samaranch en la reunión de la asamblea.

El 28 de enero de 1999 a las seis de la tarde se celebró la asamblea general, cuya descripción más incisiva la escribió el notario Josep M. Puig Salellas, miembro de la asamblea, en La Vanguardia del 12 de diciembre de 1999: «El auditorio de “la Caixa” es sin duda un foro importante en la vida econó­mica de este país. Pero difícilmente lo volverá a ser tanto como en el pasado mes de enero. Fue marco de la asamblea general de la entidad y, por tanto, el de los relevos. La puesta en escena fue perfecta, impecable. Cuando el señor Vilarasau había concluido su competente explicación de los grandes nú­meros, vino el gran momento. El señor Samaranch anunció que iba a comunicar una noticia importante. Pero no era aún la de su dimisión: quien dimitía era el señor Vilarasau. Una sensación de desamparo recorrió la sala, que no mitigó el anuncio siguiente: los señores Fainé y Brufau serían los nue­vos directores generales. Fue entonces cuando el señor Sama­ranch, imperturbable, anunció su retirada. Pero —la gente aún no había digerido la otra dimisión— el anuncio no tuvo el impacto esperable. El gran golpe de efecto vino después: se proponía al señor Vilarasau como presidente. El estupor tardó unos segundos en desvanecerse y la sala, envuelta en una nube de alivio, estalló en una cerrada ovación. El espíritu del príncipe de Lampedusa sobrevoló la asamblea: había cambia­do algo para que todo siguiera igual. El nuevo presidente propuso al señor Samaranch para presidente honorario. El ciclo se cerraba con broche de oro y en la mirada de la gente, complacida, se adivinaba el comentario: “Som els millors”.

»Por tanto, todo lo que signifique mantenimiento del nivel actual de poder económico es cosa importante y, entonces, ¿quién discute que aquí el principal punto de mira es “la Caixa”? Porque, al revés de, por ejemplo, hace diez años, hoy, cuando hay que nombrar un cargo importante en empresas punteras del Estado —Telefónica, Repsol o FECSA, por no hablar de sociedades radicadas en Barcelona, como Gas Natural o Aguas de Barcelona—, hay que llamar al horrendo rascacielos negro de la Diagonal. Con lo que es posible que las cosas empiecen a ser más claras. Es decir, cuando la asam­blea general rompió su monotonía con el aplauso unánime que he tratado de describir, simplemente exteriorizaba una íntima sensación de alivio: la primera institución de crédito del país, sin relevo en el timón, continuaría navegando en el rumbo correcto. Cosa importante para el mantenimiento de aquel relativo poder económico».

Una vez asumida la presidencia y nombrado Samaranch presidente de honor, la profecía del artículo de Puig Salellas de que «había cambiado algo para que todo siguiera igual» se cumplió de forma matemática. Samaranch, Fainé, Brufau y yo seguimos ocupando exactamente los mismos despachos. Este fue mi primer error. No solo no se cambiaron los despachos, sino que inconscientemente seguí comportándome como ejecutivo y delegué pocas de mis funciones.

Desencuentro con Fainé

Mis relaciones con Fainé habían sido, en general, buenas. Su concepción de la naturaleza y desarrollo del negocio financiero de “la Caixa” coincidía con la mía, aunque creo que nuestros caracteres ante las personas eran muy distintos. A mí me parecía que él exigía a su equipo una fidelidad que juzgaba exagerada, pero dado que coincidíamos en lo esencial nuestra colaboración era muy positiva. Recuerdo con claridad una ocasión en que se produjo un evidente desencuentro, que a mí me afectó profundamente. Durante varios años (creo que a partir de 1990), el comité de dirección formado esencialmente por Fainé, Brufau, Massanell, Muniesa, Rosa Cullell y yo como núcleo básico, se reunía cada año durante tres o cuatro días en el Chalet del Golf, un pequeño hotel en Puigcerdá, población del Pirineo a unos 150 kilómetros de Barcelona, para repasar las líneas básicas de actuación y adoptar los prin­cipales objetivos del año siguiente. Era una reunión muy infor­mal con un orden del día amplio.

Creo que fue en la recesión de septiembre del año 2000, en que el tamaño de “la Caixa” igualaba e incluso superaba a los grandes bancos españoles por número de oficinas, cifra de balance y velocidad de crecimiento, cuando planteé que quizás era hora de estudiar la posibilidad de cambiar la naturaleza jurídica y transformar “la Caixa” en un gran banco. La idea fue bien recibida por casi todos, pero la reacción de Fainé fue total y por completo negativa. Durante unos meses me había preocupado de estudiar si legal y fiscalmente era posible, por lo que necesité la opinión jurídica de Alejandro García Braga­do, asesor jurídico externo en aquel momento, que trabajaba en estrecha colaboración con “la Caixa”, así como la opinión fiscal de Javier Paso. A ambos les pedí absoluta discreción en relación con este tema.

No entendí la reacción tan negativa de Fainé. Quizás a causa de la espontánea aceptación de Rosa Cullell y Brufau pudo creer, erróneamente, que él era el único a quien no había consultado. Como es natural, ante la oposición cerrada de una persona tan significativa e importante como Fainé, este tema quedó postergado y no insistí sobre el asunto.

Volviendo a los días posteriores a los nombramientos de Fainé y Brufau, sentía mucho que la cuestión del voto del di­rector general en el consejo de administración me hubiera obli­gado a relegar a Brufau a una categoría inferior a la de Fainé.

Pero la ley era la ley y las cosas eran como eran. Unos días después, García Bragado, con quien había comentado este sentimiento, me dijo que había una solución sencilla: ya que los dos asistían a las reuniones del consejo, podría introducirse el voto mancomunado de ambos. Creo que en aquel momento mi sensibilidad se eclipsó. No consideré la realidad evidente de que el mero hecho de intentarlo constituía una profunda ofensa a Fainé. En aquel estado de ceguera del sentido común, rogué a García Bragado que consultara al asesor jurídico de la Generalitat si esto era posible. La respuesta fue que nada lo prohibía.

Artur Mas dice “no”

Acudí a entrevistarme con el consejero de Economía, Artur Mas, con quien había mantenido siempre una relación más bien fría (creo que por ambas partes), posiblemente a causa de que muchos de mis contactos eran con el presidente Pujol directamente. Su respuesta fue un rotundo no. En lugar de dejarlo correr, olvidar el asunto y tratar de reconducir mi relación con Fainé, insistí una y otra vez. Me pareció una intromisión inaceptable de la Generalitat en el gobierno interno de una caja. Visité con la misma pretensión a Pujol, cuya respuesta consistió en decirme que era una competencia de Mas. La cuestión se transformó para mí en una lucha entre la autonomía de “la Caixa” (en realidad la mía) y la intromisión política.

Buenos amigos míos que observaban mi obcecación en el asunto, que necesariamente iba deteriorando de forma grave la relación de mutua confianza entre Fainé y yo y que, también de manera inevitable, acabaría en un fracaso, ya que la Generalitat no iba a cambiar su negativa, me aconsejaron que desistiera. Al final me di por vencido, pero el daño ya estaba hecho y lo agravé pidiéndole a Fainé que me prometiera que en caso de que su voto fuera necesario (nunca lo había sido en los veintitrés años de mi dirección) lo consensuaría con Brufau, que así lo manifestara ante el consejo de administración y que me firmara una carta en tal sentido. Así lo hizo, pero estoy convencido de que nunca olvidó la retahíla de ofensas gratuitas que infligí sin ninguna razón.

Tal como era inevitable, la Generalitat no dio su brazo a torcer. Aunque traté de olvidar todo el incidente, las relaciones con Fainé, aparentemente cordiales, nunca volvieron a ser como yo hubiera deseado.

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