El Costra regres a casa después de que el mundo exterior no le haya dado la oportunidad soñada. Vuelve derrotado pero no hundido. No pasa nada, parece querer decir, yo soy el “puto amo”. En efecto, el Costra destaca entre un montón de vecinos que, durante su ausencia, han seguido fieles al guion de la vida del barrio y, por lo tanto, no han hecho gran cosa. Como mínimo, este antihéroe creado por el israelí Hanoch Levin tiene una cierta dignidad: “No me gusta que depositen esperanzas en mí”, dice. Y es consciente de que vive encarcelado entre muros de aburrimiento.
El Costra vuelve a un mundo patético y miserable reflejado en unos personajes (está claro) patéticos y miserables. Él es una mezcla de chulo y líder al que no le importa que su anterior pareja tenga ahora un novio, monumento al friquismo más acomplejado. Tenemos también a un hipocondríaco, con una obsesión enfermiza por su salud, que se llama Afligit; a tres chonis de cuidado; a una madre siempre alerta; a un matrimonio venido a menos (se supone, aunque difícilmente en algún momento de sus vidas habrán tenido el nivel que ambicionan); a un tipo silencioso que se llama Silenciós (y que casi no habla); a un italiano que se ha tragado todos los tópicos imaginables sobre sus connacionales... Definitivamente, el Costra es “el puto amo”.
En este ambiente triste, tristísimo, donde las pocas ilusiones son demasiado lejanas, destaca sin embargo la alegría de esta gente por sus pequeñísimas cosas. Un casamiento, un funeral, un ligoteo discotequero, desplegado todo en el escenario con divertidas y (por exigencias del guion, diría) horteras coreografías que acentúan la condición de cada cual. Todo tiene un aire despreocupado y surrealista. El Costra lo ve todo, prácticamente no abandona el escenario en ningún momento, está en medio de las vivencias de los otros. No resulta extraño que busque escapatoria en el cine, “dos horas de auténtica vida dentro de la mentira de nuestras vidas”. Acabada la sesión, él sabe lo que toca: “¡Venga! La peli se ha acabado, volved a avergonzaros de vuestras vidas”. Hay que ver si alguien entre los vecinos tiene la dignidad de avergonzarse.
A la obra le sobran unos cuántos minutos pero da risa, que es de lo que se trata, y posiblemente hace también pensar. Este mundo que representa... ¿está muy lejos de nuestro día a día? Tendemos a verlo como un microcosmo exótico, un reducto otros tiempos, incluso, pero nos es cercano. Todos reconocemos a los personajes, los tenemos etiquetados porque los tenemos bien cerca en nuestra realidad.
El Costra regres a casa después de que el mundo exterior no le haya dado la oportunidad soñada. Vuelve derrotado pero no hundido. No pasa nada, parece querer decir, yo soy el “puto amo”. En efecto, el Costra destaca entre un montón de vecinos que, durante su ausencia, han seguido fieles al guion de la vida del barrio y, por lo tanto, no han hecho gran cosa. Como mínimo, este antihéroe creado por el israelí Hanoch Levin tiene una cierta dignidad: “No me gusta que depositen esperanzas en mí”, dice. Y es consciente de que vive encarcelado entre muros de aburrimiento.
El Costra vuelve a un mundo patético y miserable reflejado en unos personajes (está claro) patéticos y miserables. Él es una mezcla de chulo y líder al que no le importa que su anterior pareja tenga ahora un novio, monumento al friquismo más acomplejado. Tenemos también a un hipocondríaco, con una obsesión enfermiza por su salud, que se llama Afligit; a tres chonis de cuidado; a una madre siempre alerta; a un matrimonio venido a menos (se supone, aunque difícilmente en algún momento de sus vidas habrán tenido el nivel que ambicionan); a un tipo silencioso que se llama Silenciós (y que casi no habla); a un italiano que se ha tragado todos los tópicos imaginables sobre sus connacionales... Definitivamente, el Costra es “el puto amo”.