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Lincoln y Django se han desencadenado. De la mano de Spielberg y Tarantino, presidente y esclavo consiguen dar otra vuelta de tuerca a ese síntoma de la cultura occidental que se ha venido consolidando en el último siglo: la paulatina incorporación –en positivo- del mundo de los negros al arte de los blancos.
Desde los tiempos de la vanguardia hasta los del multiculturalismo, del cubismo al pop, del gospel al rock, de la reivindicación de las raíces a la obsesión por el desarraigo del arte global, la historia de la negrofilia, sin menoscabar sus buenas intenciones, ha estado plagada de ambigüedades, malentendidos o racismos encubiertos. En ella, se acomodan el Picasso que se lanza a por las máscaras africanas a principios del siglo XX y los judíos fundadores del sello Blue Note que cobijan a los jazzistas negros en tiempos de la segregación…
Si saltamos hasta los años sesenta -que es saltarse a Elvis- encontramos que esta corriente coincide con el avance, no sin sangre, de los derechos civiles en Estados Unidos y con el alcance, más sangre aún, de la independencia de las colonias africanas. Por un lado, Martin Luther King; por el otro, Patrice Lumumba. Y en medio, Jimmy Hendrix, James Brown o Billy Preston redondeando el ritmo de los Beatles o los Rolling Stones.
A partir de ahí, un Lennon que colabora con Chuck Berry y Little Richard, apoya a los Panteras Negras o entabla amistad con Miles Davis (también intenta sin éxito algo parecido a jugar a baloncesto en la calle). O un Dylan –con esa zona tan productiva de su música bajo la influencia afroamericana- que relata la historia de Huracán Carter, boxeador noqueado por el racismo.
Es la época en que el pop empieza a incorporar elementos de la iconografía negra, algo que conduciría más tarde, ya en los ochenta, a la conexión de Andy Warhol con Jean-Michel Basquiat, el primer pintor de raza negra que apareció en la portada de la revista dominical de The New York Times, lo cual no sucedió hasta ¡1985!
Durante los años setenta, la música disco intentó licuar la deriva radical del decenio anterior. Y mientras los Bee Gees componían para Otis Redding o Diana Ross, el productor alemán Frank Farian ponía en órbita a Boney M, gracias al recurso bastante repetido de productor-blanco-explota-producto-negro. Pero la del setenta es, también, la década de la Blaxploitation, cine negro hecho por negros –Curtis Mayfield o Isaac Hayes- sin el cual la obra de Quentin Tarantino, sencillamente, no existiría.
Ya puestos en Hollywood, conviene recordar que, durante años, el protagonista negro era el primero en morir… y el último en ser besado por una mujer blanca, algo que (con permiso de Ellen Barkin) se mantiene con recato invariable hasta hoy.
Y aquí aparece Madonna. Por una parte, la estrella femenina con más impacto que ha generado el pop se coloca en la frecuencia del fotógrafo Robert Mapplethorpe para levantar un panegírico al negro como mito erótico. Por la otra, tenemos su intento, entre melodramático y rudimentario, de “normalizar” el elemento afroamericano en su videografía. Muy diferente a lo que pasa en la ciencia ficción, que imaginó durante largas décadas un futuro sin negros o, tal vez peor (no olvidemos las buenas intenciones), concibió metáforas en los que estos bien podrían ser el “otro” extraterrestre con el que tendríamos que lidiar o entendernos. ¿No es eso, acaso, lo que sugiere Enemigo mío, de Wolfgang Petersen, o el mismo ET de, otra vez, Spielberg?
En este siglo XXI, con Obama se expande una predilección a la que no le faltan prejuicios: aquella que bendice su triunfo electoral como una prueba del advenimiento del post-negro. Esto es: un negro ulterior, con modales de Harvard y con un trayecto que puede rastrearse desde Michael Jackson hasta la estandarización quirúrgica –blanqueamiento incluido- a la que actualmente se someten muchas de las estrellas negras de la música, la moda y el cine.
Tal vez, a contrapié, a lo que hoy asistimos es a la configuración de un cierto tipo de post-blanco, apreciable en una Amy Winehouse que salta a la fama con un primer disco titulado, precisamente, Back to Black; o en un Eli Paperboy Reed que se despacha a gusto con un soul cercano a Otis Redding o Marvin Gaye.
Actuando como contraparte de la negrofobia, la negrofilia persigue un camino inverso al racismo. Unas veces, a base de reproducir los usos y abusos de aquello que combate. Otras, abandonada a una fantasía acrítica que le impide percatarse de la diversidad con la que está tratando, de ahí que los negrófilos tiren del estereotipo con más frecuencia de lo deseable. Y más de una vez –vistazo al documental Enjoy Poverty de Renzo Martins-, amalgamando compasión y colonialismo.
Sin duda, los mejores momentos de la negrofilia son aquellos que van más allá de la “apropiación”, la “recuperación” o la “inclusión”. Y, sin duda, uno de ellos es El ritmo perdido, ensayo reciente de Santiago Auserón. Un libro en el que la impronta negra es activada como componente intrínseco de la música española, un órgano vital del cuerpo de Occidente.
Como ya había experimentado antes en su antología Semilla del son, más que acometer un ejercicio de apropiación, lo que hace Auserón es restaurar un derecho de propiedad. No nos remite a una influencia, sino a una pertenencia. El ritmo perdido funciona, además, como la certificación del distanciamiento de su autor con respecto a otros proyectos negrófilos puestos en marcha por la World Music –Peter Gabriel o Paul Simon-, o con el Ry Cooder que cree haber encontrado, en los viejos soneros cubanos, un sonido incontaminado y rural. Más bien, a Santiago Auserón estos veteranos le interesan justo por lo contrario: por su impureza y su fundadora dimensión urbana. (Tal cual había ocurrido en el Nueva York de los años veinte, treinta y cuarenta gracias al trapicheo de George Gershwin con Ignacio Piñeiro, Miguel Matamoros o María Teresa Vera).
Al mismo tiempo que le quita herrumbre a un eslabón perdido de la música popular española, El ritmo perdido completa un capítulo necesario de la negrofilia. Sólo que se inscribe en esta corriente en la misma medida que la pone bajo sospecha; la valida desde su continua disidencia.