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OPINIÓN | 'En el límite', por Antón Losada

Victus

En su vejez, Martí Zuviría, barcelonés exiliado en Viena, rememora su vida, su formación como ingeniero militar en Francia y su participación en los acontecimientos que, a principios del siglo XVIII, convirtieron la península ibérica en escenario de la Guerra de Sucesión. En ese conflicto se enfrentaron dos candidatos al trono español: el francés Felipe V y el austríaco Carlos. Esa lucha por la hegemonía europea se mezcló con otra de carácter interior: la rebelión de Cataluña contra el absolutismo centralista de Felipe V, apoyado por Castilla. Especial relieve adquiere el relato del dramático final de estos conflictos, cuando en 1714 Barcelona fue asediada y sometida por un ejército franco-español muy superior.

Victus es una novela singular por muchos motivos. Uno de los más evidentes es que trata un tema de gran actualidad y fuerte carga ideológica: las circunstancias que desembocaron en el 11 de setiembre de 1714, fecha que Cataluña ha convertido en efeméride nacional, conmemorativa de la pérdida de sus libertades nacionales. Y la novela se publica justamente un año antes del tercer centenario de la efeméride, en medio de una creciente tensión política derivada del auge del independentismo catalán. Además, el autor, una joven promesa de la novela catalana, la ha escrito en castellano, un castellano que fluye con toda naturalidad y corrección. No es un castellano meramente funcional, sino elaborado, ya que sirve para crear un humor basado en juegos de palabras, chistes, ironías… Está salpimentado con frecuentes expresiones en catalán y en francés, para que el lector no olvide la lengua que utilizan los personajes. Ante esta libérrima decisión del novelista, tan solo cabe felicitarlo por haber demostrado que escribe tan bien en castellano como en catalán.

La novela se amolda bien a las convenciones del género narrativo histórico: recreación fiel de una selección de acontecimientos e invención verosímil de personajes, históricos o no, que los viven y los acercan a los lectores. Por lo que se refiere al marco histórico general, Sánchez Piñol se ha documentado en profundidad, descendiendo a los detalles de la vida cotidiana de los soldados o de las clases populares. En especial, despliega un alarde de conocimientos sobre la ingeniería militar de la época, cuando el marqués de Vauban quiso convertir la fortificación y el asalto de fortalezas en una ciencia exacta. La importancia que el autor concede a este tema es literariamente pertinente, ya que la novela comienza con el duro aprendizaje de la ciencia de la fortificación por parte del joven Martí, y se cierra con el asedio y asalto a las murallas de Barcelona.

Los personajes históricos de primer orden, los reyes, ministros, etc. ocupan un lugar poco significativo en la novela. Se habla mal de todos ellos, y siempre desde un punto de vista popular, en un tono vulgar: “Cuando Carlos el Tarado la espichó con un gorgoteo infeliz, ya estaba liada”. Todos ellos tienen irreverentes motes: Felipe V es “el Felipito”; Luis XIV, “el Monstruo”; Carlos de Austria, “Karlangas”, etc. Desde ese punto de vista populista, Martí critica a todos los poderosos en general, con independencia de qué bando o qué bandera defiendan.

Especial interés tiene la breve, pero contundente, desmitificación de Rafael Casanova, un héroe que murió en su cama, años después de haber sido perdonado por Felipe V, que le permitió seguir ejerciendo de abogado. En la novela se afirma que Casanova “no quería luchar”, y se le caracteriza como “un actor al que las circunstancias obligan a interpretar a un personaje que no le gusta”. En cambio, se reivindica la figura de Antonio de Villarroel, un militar que no hablaba catalán, que había combatido en el ejército borbónico y que, sin embargo, fue el verdadero líder de la defensa de Barcelona. Por eso tras la derrota fue encarcelado en condiciones muy duras. El año próximo, cuando se celebre el centenario de 1714, sería una buena ocasión para que los historiadores recogieran el guante lanzado por Sánchez Piñol y nos dijeran si Casanova merece el monumento que tiene en el Ensanche de Barcelona y si a Villarroel habría que concederle algo más que el nombre de una calle.

Analicemos ahora al protagonista, Martí Zuviría, que existió y que en el asedio de Barcelona jugó un cierto papel como ayudante de Villarroel. Partiendo de la escasa documentación disponible acerca de ese personaje histórico, Sánchez Piñol ha construido un personaje literario, al que solo conocemos por lo que él mismo nos cuenta en primera persona. Su presentación es tan brusca y llamativa como tramposa, en el sentido de que esa caracterización inicial se va disolviendo hasta desvanecerse. De entrada, confiesa ser “el traidor” que entregó Barcelona al ejército borbónico. En otro momento no tiene empacho en reconocer su “habitual cobardía” que, ante el peligro, le lleva a huir y mandar “a la mierda la ciudad, la patria y las Constituciones”. Y con todo el desparpajo afirma que lo que llevó a los barceloneses a resistir durante un año no fue la defensa de “sus libertades y Constituciones”, sino una motivación mucho más casera: el amor propio, “el qué dirán de mí” familiares, vecinos y conocidos. A menudo Martí se presenta como un antihéroe marginal, que se opone a todas las guerras y se burla de todos los ideales y heroísmos. Pero, por otro lado, actúa como un héroe incorruptible, que abandona tesoros, rechaza tentadoras ofertas del bando felipista y elige ponerse a defender Barcelona junto a “esos hombres y mujeres que lucharon por su libertad y contra toda esperanza”. Esta inconsistencia ideológica del protagonista repercute en el tono general de la novela, que unas veces usa un discurso dramático y patriótico y otras se burla de todo con un lenguaje humorístico y cínico.

Esta es la principal limitación de Victus: las abundanttes y poco explicadas mutaciones del protagonista, cuya personalidad se diluye en una multitud de actuaciones súbitas y a veces poco coherentes. Formado en Francia como discípulo y sucesor del marqués de Vauban, le espera un prometedor futuro como miembro de la élite militar francesa. Como tal, participa en el asedio de Tortosa en las filas del ejército francoespañol, pero luego se pasa al bando austriacista-catalán. Va y viene entre ambos bandos, sin más motivación que encontrar la Palabra, la palabra clave de la ciencia de la fortificación. Pero su obsesión por la Palabra y por su carrera como ingeniero militar va diluyéndose, hasta desaparecer de manera repentina e inexplicada.

No menos voluble, cambiante y anticonvencional resulta su vida sentimental. Con quince años se convierte en amante de la hija del marqués de Vauban, más adelante mantiene una fogosa aventura con el duque de Berwick, jefe del ejército francés, y luego, ya en Barcelona, forma una especie de familia con un enano, un huérfano ladrón y una prostituta. Son opciones que cabrían perfectamente dentro de las libertinas costumbres de las élites del siglo de Giacomo Casanova o del marqués de Sade. Pero resultaban inaceptables en los puritanos ambientes en que se mueve Martí, los de los defensores de Barcelona, que se jugaban la vida impelidos por fervorosos rezos y ceremonias religiosas. Por eso, las peculiares costumbres amorosas de Martí, un joven de clase media en una ciudad donde todos se conocían, requerirían una mínima explicación que las situara en su contexto moral y social.

Otro gran vacío en la construcción del personaje está en el desajuste entre el joven Martí que vive una vida llena de aventuras y el anciano Martí que las rememora y las narra en Viena. Se supone que el anciano está dictando sus memorias a finales del XVIII, durante el reinado de Carlos III de Borbón. Es un periodo de expansión económica y de modernización ilustrada en el que las élites catalanas aprovecharon las ventajas del acceso al mercado peninsular y americano y se olvidaron de la recuperación de las libertades nacionales. En ese contexto, el llamado “partido español” exiliado en Viena se fue convirtiendo en una emigración nostálgica e inofensiva, como bien estudió Ernest Lluch. Por eso resulta extraño que Martí, un miembro de ese grupo, siga hablando despectivamente del “macaco austriaco ese del Karlangas” en vez de llamarlo Carlos III de España, el título que le dieron sus fieles catalanes y más, claro está, el grupo exiliado en Viena. El anciano Martí no se refiere a su vida después de 1714, ni a nada de lo que ocurrió en Cataluña después de la traumática derrota. No reflexiona sobre los hechos que vivió, no hace ningún balance crítico acerca de si todo aquello valió la pena. Más que unas memorias, el relato del anciano Martí parece un diario, en el que los hechos vividos se transcriben con la emoción de su inmediatez, sin el filtro del paso del tiempo. Desde luego, Martí puede ser un exiliado catalán disidente y atípico, pero esa singularidad ha de ser señalada y explicada para hacerla verosímil. Puede ocurrir que un hombre muerda a un perro, pero eso no se puede contar del mismo modo que cuando un perro muerde a un hombre.

Naturalmente, todo lo anterior no son reproches de erudición historiográfica. El autor de novela histórica es muy libre de reinterpretar los hechos como crea conveniente. A diferencia del historiador, está legitimado para cambiarlos, para inventar datos no documentados, para mezclar realidad y ficción. Pero la liberación de las servidumbres de la historia no es una licencia que pueda usar caprichosamente, sino que ha de ponerla al servicio de la verosimilitud novelística. En una novela histórica, los datos no han de ser juzgados por su veracidad, sino por su función como componentes de la trama argumental libremente recreada por el autor a partir de la historia conocida. Por eso no tiene mayor importancia saber si el Martí Zuviría histórico se parece poco o mucho al Martí Zuviría novelesco. Pero el Martí novelesco ha de tener consistencia literaria como personaje de ficción. Poco importa si los exabruptos del anciano Martí tienen mayor o menor fundamento histórico, pero sí importa que resulten coherentes con el resto de la trama argumental y con la caracterización psicológica del personaje.

De lo anterior se desprende que Victus no es ni pretende ser una novela basada en su protagonista. Difícilmente podría titularse, como las grandes novelas decimonónicas, con el nombre de su protagonista. Martí Zuviría sería un título equívoco, ya que el protagonista no es representativo del conflicto histórico narrado, no encarna ni simboliza ninguna de las grandes tendencias sociales de la época, por más que en algún momento ejerza de portavoz de la Cataluña popular, sometida por el enemigo exterior, pero manipulada y utilizada por las élites nacionales. Martí encaja mejor con los personajes de Pío Baroja o de Wilkie Collins, por citar dos clásicos de la novela de aventuras. Son personajes de escasa complejidad psicológica, que no protagonizan el conflicto novelesco, sino que sirven como hilo conductor de una serie de aventuras, de sucesos variados, con constantes cambios de escenario y de personajes secundarios.

Es ahí donde Sánchez Piñol brilla como artífice de intrigas, como narrador de trepidantes aventuras llenas de trucos literarios destinados a sorprender y a atrapar al lector. Este es su mejor mérito, que por sí solo ya es más que suficiente para que Victus sea considerada una novela importante, bien escrita y bien documentada, y, sobre todo, amena.

En su vejez, Martí Zuviría, barcelonés exiliado en Viena, rememora su vida, su formación como ingeniero militar en Francia y su participación en los acontecimientos que, a principios del siglo XVIII, convirtieron la península ibérica en escenario de la Guerra de Sucesión. En ese conflicto se enfrentaron dos candidatos al trono español: el francés Felipe V y el austríaco Carlos. Esa lucha por la hegemonía europea se mezcló con otra de carácter interior: la rebelión de Cataluña contra el absolutismo centralista de Felipe V, apoyado por Castilla. Especial relieve adquiere el relato del dramático final de estos conflictos, cuando en 1714 Barcelona fue asediada y sometida por un ejército franco-español muy superior.