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“Debemos romper el ciclo del consumo basura antes de que sea demasiado tarde”

Pau Rodríguez

10 de marzo de 2018 20:59 h

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El cliente ya no siempre tiene la razón. Desde la venta desaforada de participaciones preferentes hasta el dieselgate, el consumo se ha convertido a menudo en un laberinto que deja en situación de indefensión a los ciudadanos. En El libro negro del consumo (Rocaeditorial), Jordi Sabaté disecciona varias de las que él denomina “fallas del sistema” comercial actual, desde casos como el del Sovaldi en España hasta la perversión de los etiquetados en los supermercados. Actual director de la sección en eldiario.es ConsumoClaro, especializada en el ámbito del consumo y el bienestar, y jefe de sección durante una década en Consumer, Sabaté sostiene que “lamentablemente” el bienestar del consumidor ha dejado de ser una elemento clave para el funcionamiento de la economía. Y esto nos hace más vulnerables.

¿Cómo surge lo que llamamos sociedad del consumo?

Nace alrededor de los primeros años del siglo XX en zonas industriales de Inglaterra y Estados Unidos. La sociedad del consumo formaba parte del pacto social para encontrar un equilibrio entre las clases trabajadoras y las élites. Se crea un ecosistema en el que a la clase trabajadora se le procuran unos bienes de consumo que le permiten escalar en calidad de vida, y eso favorece también a las empresas, porque tienen empleados que compran sus productos.

En algún momento esto se tuerce y el consumidor deja de tener esta consideración por parte de las grandes empresas. ¿Por qué?

Porque la sociedad industrial se desmorona en los 70 del pasado siglo como consecuencia de la entrada en una sociedad financiera en la que la producción de capitales es especulativa, a la vez que la producción se traslada a los países pobres. Es algo que ahora vemos claramente en el sudeste asiático, pero que empezó ya hace cerca de 45 años. Esto desmonta la sociedad de consumo occidental, porque la clase obrera pierde su protagonismo como eje social.

Ya no es necesario garantizar un acceso fácil a los bienes de consumo para este estrato porque ha dejado de ser un motor económico. A partir de los años ochenta, el obrero ya no tiene ningún valor social salvo porque ha acumulado capitales durante la época industrial que ahora debe retornar a las élites mediante la explotación de su bolsillo. No importa que los métodos sean poco ortodoxos, incluso absolutamente deshonestos: el objetivo es convertir el ahorro de las clases obrera y media en materia de explotación comercial.

En el libro repasa una docena de casos y ámbitos en los que se ha engañado al consumidor o se ha abusado de su situación. ¿Cuál te parece el más grave?

Para mi lo más sangrante se produce con las farmacéuticas, especialmente con los ejecutivos y emprendedores de rapiña, que se dedican a pillar patentes de medicamentos meses antes de que venzan -y, por lo tanto, se conviertan en genéricos-, y los explotan subiendo los precios descaradamente a enfermos necesitados. Además, no solo les obligan a pagar, sino que intentan que estos presionen a los gobiernos para que negocien subvenciones millonarias. Es como si Tony Soprano tomara sus decisiones mediante un consejo de administración.

Cita el caso del Sovaldi, que retrata precisamente esto, cómo una farmacéutica como Gilead negoció con el Gobierno la subvención millonaria a este medicamento que tan efectivo es para combatir la Hepatitis C.

Sí, Sovaldi es conmovedor y más en un país como España, donde la Hepatitis C, una enfermedad a la larga mortal, fue una lotería durante muchos años porque te la podían transmitir en el Servicio Militar al vacunarte con agujas usadas previamente...

También habla de los polémicos analgésicos derivados del opio que han causado estragos en Estados Unidos.

Han dejado víctimas tan insignes como Prince, Philip Seymour Hoffman o Tom Petty, pero el grueso es la América pobre y sobre todo blanca; la adicción a los fármacos sintéticos derivados de la heroína se ha convertido en un auténtico ángel de la muerte en Estados Unidos. Estamos hablando de analgésicos opiáceos, idénticos a la heroína, que estuvieron permitidos y recetados por médicos de cabecera, sin prescripción y con una alegría desbordante desde 1996 hasta 2006.

Se recetaba el equivalente a un 'chute' durante siete días para problemas como dolores de muelas o luxaciones practicando deporte. Les daban, a chavales de 16 años o a madres de familia de 50, fármacos como OxyContin, Vicodin, Percocet, etc., cuya estructura química es idéntica a la de la heroína. Un 40% de los pacientes recetados con OxyContin han acabado adictos y, al final, recurriendo al mercado negro para conseguir heroína sin receta, que era más barata.

El problema es que los cárteles mexicanos, los principales suministradores en Estados Unidos, la mezclan con fentanilo, otro potente opiáceo sintético, y lo hacen al azar, de modo que dependiendo de la proporción de fentanilo que haya en tu dosis revientas o sobrevives. Es otra lotería que se calcula que ha costado la vida por sobredosis a más de 300.000 personas entre Estados Unidos y Canadá en lo que va de siglo.

Lo preocupante es que a menudo muchos de los casos más graves que relata no son ilegales.

Es muy delicado. El del Sovaldi, por ejemplo, era legal, porque si tu tienes una patente tienes derechos sobre su precio. Es el libre mercado. El problema aquí es la ética y que la ley no cambia acorde con los tiempos. Algunas veces sí, como ocurrió con el VIH en Sudáfrica o la India, que decidieron pagar lo que fuera, multas millonarias, con tal de acabar con el libre mercado y tener medicamentos genéricos asumibles para combatir el virus.

Lo que recojo en el libro a menudo no son siempre estafas, sino fallos del sistema, desfases entre las prácticas deshonestas y la legislación, que casi siempre llega tarde. Otras veces las empresas son conscientes de que cometen ilegalidades, pero el negocio es tan lucrativo que prefieren pagar multas millonarias a perderse miles de millones de dólares en beneficios. Creo recordar que Purdue, inventora de OxyContin, fue multada con más de 3.000 millones de dólares, pero ganó decenas de miles.

Uno de los escándalos de mayor impacto mediático que relata es el del dieselgate. Cómo las principales marcas manipularon las emisiones de gases de miles de coches.dieselgate

Aquí hay dos cosas. Primero, que el amaño es ilegal, como se demostró con el escándalo. Pero también hay un fallo clamoroso en el sistema, porque tenemos una gran industria europea del motor que se sustenta en el diésel desde los 90, y que no nos atrevemos a encausar dado que es la gran industria europea. Y esto es así pese a que la contaminación por dióxido de nitrógeno y metales pesados en Europa causa 430.000 muertes prematuras anuales según informes de la propia Comisión Europea. Han envenenado a los europeos y nuestros gobiernos lo han permitido porque ha habido siempre un interés en aupar esta industria en Europa.

Nadie, a mediados de los 90, cuando el diésel comenzó a ser el combustible de moda, se fijó en que la combustión del gasóleo emitía mucho más dióxido de nitrógeno que la gasolina, especialmente en conducción urbana. Y luego, cuando se dieron cuenta de que no podían controlar estas emisiones, prefirieron callarse y manipular el software de los motores porque el negocio era suculento. No les importaron los cientos de miles de muertos.

Otro ámbito en el que el consumidor se pierde como en un laberinto es el alimentario, según recoge en el libro.

Durante más de 40 años se nos dijo que las grasas eran nocivas y el azúcar inocuo, pero ahora estamos viendo que sucede exactamente lo contrario: el azúcar es un auténtico veneno metabólico que se ha infiltrado en nuestras vidas a través de la bollería, los refrescos, las chucherías e incluso los encurtidos o los productos cárnicos. Es la droga del siglo XXI, una plaga que deja obesos y diabéticos en todo el mundo, que está arruinando la vida de las comunidades indígenas de Centroamérica tanto como la de las etnias rurales de Tailandia, Mianmar o Camboya.

La revelación de la toxicidad del azúcar ha dejado a muchos productos que se vendían muy bien en una situación delicada. Las empresas no pueden prescindir de las bestiales cantidades de azúcar que usan, porque es lo que a menudo engancha a la gente, por lo que tratan de esconderlo en el etiquetado. Hay barritas energéticas con un 36% de azúcares, que es como seis terrones. O los petit-suisse, que equivalen a cuatro terrones. Tú se los das a tu hijo cuando los pide, pero: ¿los meterías en una taza de café?

Sin embargo, sostiene que los etiquetados han mejorado en España durante los últimos años.

Sí, por la presión de las asociaciones de consumidores y los nutricionistas, pero seguimos teniendo que ponernos las gafas de aumento para leer la letra pequeña de un tarro de chucrut o de remolacha. Las empresas quieren que sean ilegibles e incomprensibles, para robarnos el poder de ver y escoger. Hay que mirar bien la composición nutricional de los alimentos si queremos evitar esta situación de envenenamiento continuo con azúcares y grasas trans. A menudo, si un producto tiene un 36% de azúcares, no lo pone como tal, sino que aparecen porcentajes inferiores de dextrosa, sacarosa, glucosa, jarabes, etc., que son lo mismo.

El etiquetado nutricional más claro es el británico, que es un semáforo que marca la etiqueta en rojo, amarillo o verde según su conveniencia, simplificando la lectura. Una diputada inglesa lo propuso para la Unión Europea y los lobbies del sector alimentario hicieron una campaña muy dura durante casi un año; ¡hasta llegaron a poner en los escaños de los diputados papeles falsos simulando instrucciones de los partidos el día de la votación! Al final los lobbies ganaron la batalla.

Los niños y las familias precarias son dos de los grandes mercados del sector alimentario de peor calidad. ¿Por qué?

El gran problema es que el azúcar inunda los productos del lineal de supermercado que abaratan la cesta de la compra, los que puede adquirir una familia precaria o de clase obrera, que no puede aspirar a producto fresco, bien por precio o porque no encuentra a nadie que lo comercialice en varios kilómetros a la redonda de donde vive. Es lo que se conoce como situación de “desierto alimentario” y no nos pilla tan lejos: Madrid tiene barrios obreros donde se dan desiertos alimentarios. Aparte están los niños, el otro polo vulnerable, para el cual existe toda una gama de productos azucarados hasta el delirio.

¿Qué hacen las Administraciones para cambiarlo? Se ha propuesto el impuesto a los azúcares.

Porque la plaga de obesos, enfermos cardiovasculares y diabéticos que ha generado el azúcar comienza a pesar en el balance de los gobiernos; hay una guerra más o menos soterrada entre las grandes empresas y las instituciones de salud europeas, dado que el número de enfermos provoca unos gastos insoportables para la sanidad pública. Si en Inglaterra se han instaurado impuestos sobre los refrescos es por este motivo. En Cataluña este impuesto es también una realidad y no es por impostura: España capitanea muchos de los rankings de obesidad infantil.

¿Qué herramientas tiene el consumidor para defenderse en un mundo donde parece que todos le engañan?

La más potente es la información. Saber leer un etiquetado nutricional es básico, así como procurar no ser víctima del márketing. Ser conscientes de que nos están explotando y reaccionar en consecuencia. Y usar la capacidad para asociarnos en las redes sociales y en entidades para luchar contra las estafas.

Cuando habla de asociarse entre consumidores, existe el caso emblemático de los clientes de banco, bien sea por los desahucios o por las participaciones preferentes.

Sobre todo las preferentes evidencian el desamparo absoluto de los pequeños ahorradores, que queda muy bien recogido en el libro de Andreu Missé La gran estafa de las preferentes. ¿Fue una estafa? De entrada, firmaron unos papeles en los que constaban ciertas condiciones. Pero años después hemos visto sentencias en las que se deja claro que fue un abuso, una estafa en toda regla. Su colocación fue fruto de la desinformación sobre un producto muy complejo que se vendía incluso a personas de hasta 100 años; un auténtico desafuero injustificable lo mires por donde lo mires.

Entre tanto desánimo, ¿hay victorias remarcables de los consumidores?

Sí las hay cuando estos se asocian y hacen ruido de verdad, pero debe darse para ello una masa crítica de movilización social. Las victorias más evidentes son las de la banca, donde se ve cómo asociándose en plataformas como la PAH, ADICAE, Facua o 15MpaRato, se pueden conseguir sentencias demoledoras, aunque haya mucho sufrimiento detrás. Lo mismo ha pasado con el abuso de las cláusulas suelo. El reto es conseguir concienciar a las personas de que tienen unos derechos que deben hacer valer.

Otro fenómeno nuevo que afecta al modelo de consumo es la aparición del low cost. ¿Qué ha supuesto?

Tiene mucho que ver con la decadencia de la sociedad de consumo, con el empobrecimiento no auto-asumido de las clases medias y trabajadoras. Muchas empresas previeron que dichas clases perderían su poder adquisitivo durante el siglo XXI y necesitarían productos más baratos para seguir con su ficción consumista. Vieron que gracias a la globalización y la producción en países pobres, podían conseguir este abaratamiento de la producción.

Es el caso de Zara o H&M, por ejemplo. Ahora bien, esto se paga en términos de medio ambiente y calidad. Así, no importa que tu jersey sea de algodón de mala calidad, lleno de fibras derivadas del petróleo y con colorantes que contaminen ríos, lagos e incluso alteren tu propio ciclo hormonal: tú la compras porque crees que te hace “rica por un día”, dado que no va a durar mucho más. Es la inconsciencia del consumo actual, la “esencia líquida del consumidor”, en términos de Zygmunt Bauman.

Con su visión panorámica de las principales fallas del sistema de consumo, ¿qué es lo que más preocupa?

Sin duda que este sistema desquiciado y disfuncional tiene efectos colaterales muy negativos sobre el medio ambiente, que es la casa donde vive la humanidad. La ropa low cost comporta residuos tóxicos en los ríos; el diésel envenena el aire; las bacterias resistentes a los antibióticos aumentan; el azúcar campa a sus anchas; las playas desaparecen del planeta porque hemos fosilizado la mayor parte de la arena en forma de cemento, etc. Debemos concienciar a la gente para romper este ciclo obsesivo-adictivo del consumo basura antes de que sea demasiado tarde.