El término “imagocracia” ha adquirido tal carta de naturaleza en el lenguaje contemporáneo que no resulta difícil tropezárselo en cualquier esquina. Tampoco advertir que suele estar enfocado, acaso más de la cuenta, en la propaganda política: en esa maraña de spots electorales y tribunas promisorias desde las que se encarga de empaquetar la fábula de la vida ciudadana. Incluida su infantilización y su inalterable moraleja: “¡vótame!”.
Así mirada, la imagocracia funcionaría como el agitprop de la democracia; su enjabonadura acrítica.
Entendámonos: no es que un spot o una campaña sean incapaces de alojar la crítica, el problema es que esa crítica siempre va dirigida a los demás, como si estuviera adscrita al consuelo de Sartre que situaba el infierno en los otros.
Si Marx recomendó “seguir la mercancía” para entender la verdad desnuda del capitalismo, hoy basta con “seguir el spot” para comprender la verdad desnuda de la política, que en campaña se vuelve toda puerilidad, toda promesa. Y si un spot comercial miente de antemano porque su producto (desde una lata de ketchup hasta un Ferrari) se construye desde una falacia económica, un spot electoral miente de antemano porque su producto está construido desde una mentira política. (Desde una tribuna hasta un parlamento, al final acaba estrellándose contra lo que ha prometido).
La imagocracia, pues, como la continuación de la política por los media. Con el convencimiento añadido de que allí donde no llegue el discurso ya llegará el asesor de imagen. Esta mirada, aunque importante, es también reduccionista, pues no consigue describir el poder de la imagen, sino la imagen puesta al servicio del poder.
El tema tiene otras aristas. Sobre todo si tenemos en cuenta que estamos instalados en una época certificada como Era de la Imagen. Desde ella, autores tan distintos como Peter Slotedijk o Paul Virilio han lanzado una alerta sobre el reto que implica la relación entre las imágenes y el conocimiento de un mundo contemporáneo en el que la cultura visual comienza a sustituir a la cultura escrita como fuente de transmisión del saber. En ese sentido, la imagocracia -en la expansión de sus contenidos, en la invasión total de nuestros modos de vida- arma nuevas retóricas y concede otros protagonismos en la condición de eso que en otros tiempos se llamó El Intelectual.
Junto a la anterior, hay otra alerta que debemos atender. Y es la que lanzan autores no menos distintos -Giorgio Agamben, Miguel Morey o Don Delillo- sobre la relación entre fascinación y fascismo tal cual viene servida en una imagocracia que es capaz de enlazar ambos términos por algo más que su raíz lingüística.
El término “imagocracia” ha adquirido tal carta de naturaleza en el lenguaje contemporáneo que no resulta difícil tropezárselo en cualquier esquina. Tampoco advertir que suele estar enfocado, acaso más de la cuenta, en la propaganda política: en esa maraña de spots electorales y tribunas promisorias desde las que se encarga de empaquetar la fábula de la vida ciudadana. Incluida su infantilización y su inalterable moraleja: “¡vótame!”.
Así mirada, la imagocracia funcionaría como el agitprop de la democracia; su enjabonadura acrítica.